Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto,
lo cronicable no necesita ser un producto cultural de gran alcurnia, basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un concierto de Gloria Trevi, de una exposición de fotografías de luchadores o del más reciente libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Sobre su carácter de escritor proteico se han publicado muchas páginas. Definido por Sergio Pitol, compañero de generación suyo, Monsiváis es un hombre llamado
legión: “A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José Clemente Orozco calificó de ´nalgatorio´, o la fidelidad de un verso que le esté bailando en la memoria [...] de cualquier gran poeta de nuestra lengua, y la respuesta surgirá de inmediato: no sólo el verso sino la estrofa en la que está engarzado. Es
Mr. Memory”. (“Con Monsiváis, el joven”, en
El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 50-51.)
Adolfo Castañón lo ve como una ciudad, y lo define en los siguientes términos: “Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos. Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del
status”. (“Carlos Monsiváis: un hombre llamado ciudad”, en
Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Vuelta, 1993, p. 368.)
No faltan perfiles más polémicos y sumarios, aunque no por ello menos conscientes de la importancia del autor en cuestión. Evodio Escalante ha escrito: “Monsiváis emerge a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y hasta camaleónico de sus textos”. (“La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis”, en
Las metáforas de la crítica. México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 74.) La palabra
polígrafo no es gratuita. Al lado de José Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también se acepta que ambos han ido más lejos que el ensayista regiomontano. Su vastedad de intereses es inagotable y tal vez por ello busque estar presente en cuanta oportunidad le surge de encontrar material de trabajo.
La aparición del tomo V del
Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM vino a constatar nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. Simplemente la catalogación temática plantearía ya un problema difícil de resolver, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera una clave para afrontar tal tarea. Esto se explicaría, en parte, por la confluencia y la simultaneidad de ideas y observaciones que maneja en cada artículo, prólogo, ensayo o crónica.
Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la elefantiasis literaria que acabaría por dominarlo. Sirva de ejemplo la siguiente cita, en la que da testimonio de sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad: “Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide, Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma al país y donde el país se hacía visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía y los comprometidos (Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de mi regocijada lectura de
Cuerpos viles y
Decadencia y caída, las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neoporfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal”. (
Carlos Monsiváis. México, Empresas Editoriales, 1966, pp. 48-49.)
Su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo. Él mismo se refiere a ello cuando afirma: “Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo [...] Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por Novo aprendí que el sentido del humor no difamaba la esencia nacional ni mortificaba excesivamente a la Rotonda de los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sátira y la sabiduría literaria, y si no he aprendido nada,
don´t blame him”. (
Ibid., pp. 49-50.)
Si a todo eso le agregamos la influencia de la Biblia en su vida y obra, debida a su formación protestante, se descubrirá un sustrato profundo que, muchas veces, no se toma muy en serio a la hora de plantearse el problema de su escritura. Sobre este aspecto, y casi de manera colateral, Emmanuel Carballo, su editor, decía que era un “lector que lo mismo transita por los dominios de la economía, la sociología y la política que por los caminos sinuosos de la literatura, las revistas [...], los
comics y las hojas subversivas de difusión minoritaria [...], sectario en cuestiones de comida y como buen hijo de familia protestante enemigo del alcohol y los inevitables placeres adyacentes”. (
Ibid., pp. 5-6.)
José Emilio Pacheco también ha hablado acerca de la forma en que Monsiváis compartía sus lecturas bíblicas a quienes, como Pacheco, habían estado alejados de dicha influencia.
Hace falta, a estas alturas un buen estudio que dilucide los inmensos y profundísimos vasos comunicantes que existen entre la literatura bíblica y la obra de Monsiváis, porque las escasas observaciones en ese sentido sólo han tocado de manera tangencial el asunto. Castañón, muy justamente, se expresa al respecto de la siguiente manera: “La predestinación aflora también en otro de los recursos preferidos del cronista: la cita, la parodia o la paráfrasis bíblica, la referencia inevitable al Antiguo Testamento, el periodismo como evangelización dan a la descripción monsivaítica la fijeza de una comprobación. En la consistencia religiosa de este nacionalismo, los tiempos perfectos de las citas bíblicas contrastan con el presente, con el obsesivo indicativo de lo efímero, encerrándolo en un marco de leyenda falaz y de saga instantánea, prefabricada por la voz que, desde la radio, agita las páginas”. (A. Castañón,
op. cit., pp. 374-375.)
Otro aspecto destacable es la inexistencia de límites, en sus ensayos, entre cultura culta y popular, un asunto del que se ha ocupado varias veces De ahí su avidez por todo lo que se mueva, sea cine, música, novela, poesía... José Miguel Oviedo resume muy bien la actitud de Monsiváis con respecto a la cultura popular y a la forma en que ésta aparece en su obra: “Perteneciente a una generación que maduró con Tlatelolco y todo el espíritu de revuelta y negación de la época, Monsiváis es un crítico pertinaz de la cultura ´oficial´. [...] Más que a los libros e instituciones culturales del
establishment, el autor debe su cultura a los mensajes y símbolos del cine comercial, la radio y la televisión, el lenguaje de la calle y las mitologías instantáneas de la juventud [...] Con una prosa sarcástica, llena de color y dinamismo, Monsiváis muestra algo importante: cómo el México profundo ha evolucionado por su cuenta, al margen de las previsiones del estado y la retórica del gobierno”. (
Breve historia del ensayo hispanoamericano. Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 145.)
Semejante amplitud de gustos e intereses propicia una dispersión mayor, que algunos ven como una actitud veleidosa y poco concentrada. Sin embargo, y a despecho de tales críticas, con el paso de los años, el
estilo Monsiváis se ha impuesto de manera irrefutable como una especie de
escritura ritual, identificable según el medio impreso donde aparezcan publicados. En unos
podemos encontrar al Monsiváis más directamente interesado en tomar el pulso de la vida nacional, aunque sin excluir la revisión de asuntos literarios; en otros pueden darse cita columnas políticas de aliento más amplio, puesto que calibran los sucesos con mayor perspectiva; y en unos más,
aun cuando sus colaboraciones sean poco frecuentes, se publican textos disímbolos sobre materias de más amplio registro, revisiones o actualizaciones de temas tratados previamente. Desde los tiempos de
La Cultura en México, de la revista
Siempre!, Monsiváis no ha querido quedarse rezagado en la autocomplacencia de quien ya domina una actualidad y puede estar en riesgo de perderse en la simultaneidad de sucesos que demandan análisis puntuales por su importancia.
(*) El Ángel, supl. de Reforma, núm. 724, 4 de mayo de 2008, pp. 1, 4
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