Siempre permanecía asomado a su balcón, el contiguo al mío, como si en realidad sólo tuviese alquilada esa parte de la habitación, y se inclinaba sobre él como si pudiera caerse en cualquier momento; se anclaba con sus manos largas y pálidas al hierro caliente como recién forjado. Recuerdo haberme preguntado si no estaría soldado él mismo a la estructura. Cosas de la fiebre tropical. Al tercer día de intercambiar comentarios vacíos sobre el mar y la tranquilidad perenne de los habitantes, entendimos que nos esperaba a ambos, y que cada uno, sin llegar nunca a contar toda la verdad sobre el motivo de su estancia en la isla, tenía que partir cuanto antes. De modo que brindamos, él con ron y yo con agua de coco, desde nuestros respectivos y curiosos muelles. El mío cuenta con una sábana que uso para cubrirme y secarme el sudor tibio.
El
Diario de La Marina se agita en un rincón del velero de un mástil de Javier, abierto por el resultado de un partido de béisbol de hace dos meses. A un lado Jamaica nos llama, pero ya hemos dejado atrás Guantánamo y Cabo Cruz, y sería injusto desviar el rumbo ahora. Nos detendremos en Cayman Bruc, porque Javier dice que ningún ser vivo puede afirmar que ha viajado por el mundo sin sentirse pequeño delante del
Bluff, un altísimo acantilado que separa a los que rondamos la isla de su interior, un casi inaccesible paraíso fiscal. Estamos en un barco viejo que se mueve peligrosamente sobre olas impetuosas repletas de sal que no dudarán en disolvernos a la más mínima oportunidad; sin embargo, qué situación tan distinta a la que vive el viejo de la novela de Hemingway, de la que Javier es un gran admirador, a juzgar por los volúmenes que conserva en su querido Santiago, todos ediciones distintas de la novela que escribió Ernest en Cuba hace cincuenta años. Desde luego, que no parece este el mismo barco de la novela: es bastante más pequeño de lo que uno se imagina. Con todo, Javier lo gobierna y conoce como si ambos estuviesen hechos de la misma madera castigada y quejicosa. Con una mano dirige el timonel, mientras que con la otra muerde su hamburguesa austera de la que sobresale de cuando en cuando una rodaja de piña.
- ¿Qué tal? – me pregunta a veces – Es bonito el mar, ¿verdad?
- Sí, “dulce y hermoso” – respondo para poner un poco más a prueba sus conocimientos sobre la novela. Por ahora, ha repetido unas tres frases del libro, que yo haya detectado.
- Dulce y hermoso… - repite, ausente. Señala hacia la proa – Nubes de tormenta… se mueven rápido… va a dolernos muchacho…
Sobresaliente. Ha leído tantas veces la historia, que ya la está reescribiendo con su vida y sus pensamientos. Ojalá supiera hacer yo lo mismo con la Biblia. Se concentra, y el acantilado cada vez está más cerca. Sus otras frases robadas del libro son: “es bueno que no tengamos que tratar de matar el sol o la luna o las estrellas. Basta con vivir del mar y matar a nuestros verdaderos hermanos”, "el hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado", y “Tal vez yo no debería ser pescador, pero para eso he nacido”… nos movemos como si el mar quisiera borrarnos del mundo, y yo trato de agarrarme con todas mis fuerzas al mástil. Nos embiste con furia a derecha e izquierda. Vomito lo que he tomado en los últimos tres días, pero no puedo soltarme. Fue lo primero que me advirtió Javier: “no te sueltes”. El primero, y por ahora el único, consejo propio que este loco soñador me endosó. Llegamos a la costa, muy cerca del acantilado, justo cuando arranca la lluvia fría e intensa. A los diez minutos, Javier me confiesa que hemos sorteado unas rocas afiladas como cuchillos gracias a la luz tenue del atardecer. No quería decírmelo para no asustarme más de lo que ya estaba. Vuelvo a vomitar. Algas y agua marina. Me pone la mano en el hombro empapado. Echamos ancla y esperamos en silencio a que pase la cortina de agua. Escuchamos la lluvia. Después escuchamos unos rayos. Después sentimos el frío, la sed, los relámpagos. Tintinea suavemente la campana atada al mástil. Cruje la quilla. Las nubes se alejan en una formación de color carmesí que se asemeja a una sábana de seda, frágil, impotente ante los rayos de sol, tangenciales y débiles por la hora del día en que nos encontramos.
- El mar es dulce y hermoso – asiente Javier – pero puede ser cruel – sonríe.
Estornudo. El aire corre limpio, y la claridad es insuficiente. Seguro que nadie puede intuir desde la costa que acabamos de luchar a muerte contra la naturaleza, y que el Dios del acantilado y de las mareas, de las entrañas de la tierra y de todo ser viviente, del día que muere y la noche que sembrará plata por todas partes, nos ha librado una vez más antes incluso de haber sentido que debíamos pedirlo. Unas manchas de tonos marrones de distintos tamaños se mueven nerviosas alrededor de la embarcación.
- Son rayas – aclara Javier –. Se van a dormir. Son muy curiosas.
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