Sólo viento

Los niños coleccionan cajetillas de tabaco vacías, e infrecuentes rollos de papel higiénico con las que fabrican cruces y juegan a adorar a un Dios invisible. Las madres engarzan pasta cruda y cuentas ásperas en sus cuellos vibrantes.

Todos se mezclan con sus raíces, sus aspiraciones y suspiros, con el barro resquebrajado de la propia humanidad, con las búsquedas estrafalarias de la divinidad (de la santería al cirio), con la sinceridad y pesadez que se les asigna a los cubanos.

Siento cosas cuando paso por aquí. Eso es lo que aún nos queda en el mundo, la capacidad de sentir, de pasar de la alegría a la tristeza, la melancolía o la rabia, la contención, la explosión de las pasiones. La imagen y semejanza, la propia conciencia, la necesidad de ver más allá. Cuando perdamos esto, entonces sí que estaremos perdidos. Podremos llamarnos verdaderamente pobres.

Decía que siento cosas, nuevas en su mayoría, en este paso por la isla. Los gatos beben agua de los charcos en todas sus ciudades, y hay el mismo aire rancio y húmedo, y hay partidas de dominó, e intercambios de pequeños inventos, de notas musicales amarillentas, color hueso, e impredecibles platos de arroz con plátano, y piña. Hay palmeras aferradas a la arena, al mar, al cemento. Hay iglesias en muchas partes con los mismos bancos construidos con dos ladrillos y una tabla de madera. Hay en todos los pueblos las mismas ganas de levantar cabeza. No queda otra.

Siento cosquilleos breves de culpabilidad y de aprendizaje, de impotencia y un amor incomprensible por una humanidad que no conozco, pues paso por lo general poco tiempo con ella. Pero sé que algo se mueve en mi interior, una caricia interna me agita, me obliga a mirar hacia los lados, penetrar con la vista las paredes turquesas de la calle principal que desemboca frente a un edificio blanco, brillante como la casa del mago de Oz, y sentir el preciso empuje de los elementos.

Estos son mis días: a pesar de que el camino es insaciable, paso ante ellos buscando los lugares apropiados para detenerme y revivir. Hay que morir y renacer para que el camino trace su propio fin, y se intensifique el dolor, el crecimiento, las dudas constructivas y la empatía crítica hacia el mundo.

Pero llevo demasiado cargando con mi dolor propio. Debo sincerarme aún más, arañar los extremos, divisar las profundidades sin miedo alguno.

Aquí estoy, y no siento algo extraordinario, algo que no lleve sintiendo desde hace tiempo. Tan sólo viento. El Espíritu de Dios se desliza de otros modos, es más que una simple fuerza, o una racha de aire, o un mero impulso. Es la esencia de Dios que podemos comprender, es Él mismo, el Otro, viviendo en un corazón. Haciendo que vea las cosas, dentro y fuera, de otro modo.

Lo que siento es viento y plumas de ave lejanas y de carey.