Pero, si se acepta tal evidencia, surgen inmediatamente cuestiones de carácter metafísico. ¿Por qué crear? ¿Qué necesidad tenía Dios de su creación? ¿Cuál es el sentido último de la misma? ¿Sería lógico esperar que el Creador intentara comunicarse con el ser consciente por excelencia de su obra para manifestarle su voluntad? A estas preguntas sólo es posible responder de manera adecuada desde la reflexión teológica. No obstante, el sentido común puede también resultar muy útil.
Por ejemplo, si se compara la tarea creadora original con aquello que realizan los artistas humanos en la Tierra, es posible plantearse: ¿por qué crean los pintores? ¿Cuál es la motivación que llevó, por ejemplo, al florentino Leonardo de Vinci a plasmar en un lienzo su magnífica
Gioconda? ¿O a Rafael, a pintar el famoso fresco de
La escuela de Atenas, mediante el que intentaba hermanar el saber antiguo con la revelación cristiana?
Todo artista ofrece parte de sí mismo en su obra. De alguna manera, se da al espectador. Su pintura, si es buena, constituye un auténtico regalo para la humanidad. Lo mismo ocurre con la escultura, arquitectura, poesía, literatura, música y todas aquellas artes producidas por la inspiración y el espíritu del ser humano. La historia del arte es como un maravilloso mosaico de tales donaciones personales.
Pues bien,
la creación del universo puede entenderse también de la misma manera como un inmenso regalo del Creador. Pero un regalo infinitamente superior a cualquier posible ejemplo, ya que el artista supremo elaboró la obra más compleja e importante que se pueda imaginar, no sólo el universo sino sobre todo la criatura humana. La creación del cosmos es pues el recurso por medio del cual Dios se dio a sí mismo en una especial auto-revelación. El Creador creó creadores inteligentes para que continuaran con su labor.
Si Dios hubiera diseñado un plan determinista y perfectamente fijado, como se creía en el Renacimiento, el hombre no podría ser libre ni el cosmos funcionaría como lo hace. Sin embargo, proyectó un mundo complejo, repleto de información, con la capacidad de cambiar dentro de ciertos márgenes, de adaptarse a las circunstancias adversas y, a la vez, orientado por una finalidad que él conoce bien. Porque Dios es libre, creó por amor un universo también libre y al ser humano con capacidad para amar y disfrutar del libre albedrío.
Cuando se observan las obras de Gauguin, Velázquez, El Greco, Van Gogh, Picasso o Miró es fácil determinar quién fue el autor de tal o cual cuadro, pues cada uno de estos artistas tenía su propio estilo pictórico singular y perfectamente distinguible de los demás. Por poco que se sepa de arte, no es posible confundir un Picasso con un Van Gogh. De la misma manera, el acto creador de los orígenes lleva la firma inconfundible de su autor divino.
Al investigar el mundo creado por Dios, los científicos están desvelando el pensamiento racional de la divinidad. Aunque no todos sean conscientes de ello, lo cierto es que el descubrimiento del plan cósmico, así como de la tremenda diversidad natural que impide, por ejemplo, la existencia de dos caras humanas idénticas o de dos árboles absolutamente iguales, son evidencias que reflejan el carácter especial del Creador, las huellas de una mente sabia que gusta de la variedad.
Dios es la causa primera increada que actúa en el universo mediante el concurso de las causas segundas o creadas por él. El acto creador dotó a cada criatura con propiedades naturales para sobrevivir y adecuarse al ambiente del planeta. La evidencia del diseño inteligente conduce a creer que el mundo no se sostiene por sí mismo, como afirma el deísmo, sino que requiere continuamente del Creador para sustentarlo y conservarlo. Dios opera a través de sus constantes y, a la vez, otorga libertad a sus criaturas para variar y adaptarse a un cosmos cambiante.
Pero esto no significa que él no pueda actuar en su universo cuando lo desee, alterando si es necesario las leyes naturales para cumplir sus propósitos, ya que la acción de Dios se encuentra en un nivel superior y diferente al de las causas segundas. Si el Creador no pudiera modificar su creación no sería Dios. Sin embargo, lo que ocurre habitualmente es que respeta y estimula las causas naturales que han sido creadas por él mismo. De manera que todas las transformaciones que se aprecian en el universo material, el dinamismo de la naturaleza, los ritmos y cambios cósmicos, son procesos naturales pero también consecuencias de la acción de Dios ya que él continúa actuando en el mundo.
En resumen, al crear, Dios se dio a sí mismo en un acto universal de amor. Por tanto, no es el Creador quien necesita de su creación, como pregonaban las antiguas religiones paganas, sino ésta quien requiere de él. Es aquello mismo que escribe el apóstol Juan:
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (
1 Jn. 4:19).
Y si el proyecto de crear y amar fue suyo, ¿se podría imaginar que tal iniciativa divina careciera de propósito? ¿Sería lógico pensar que Dios creó el cosmos para después abandonarlo a su suerte o desentenderse alegremente de él? ¡Por supuesto que no!
El mensaje de la Biblia responde claramente a tales cuestiones. El Creador es el Dios de amor que se preocupa de sus criaturas hasta el extremo paradójico de colgar desangrado en una cruz romana. La creación del mundo y la redención de la humanidad llevada a cabo en la persona de Jesucristo, constituyen los dos pilares en que se apoya el mensaje de Dios al ser humano. La revelación general se hace evidente en la creación, cuyo rastro nos muestra el gran Libro de la Naturaleza, mientras que la revelación especial nos llega con la redención relatada en el Libro de la Escritura. Estas son las dos claves que abrigan nuestra esperanza y nos permiten entender los planes del Creador.
En esta serie de artículos que estamos haciendo se estudiará el darwinismo y, en general, la teoría de la evolución frente a los nuevos descubrimientos de la ciencia. La conclusión a la que se llega es la de reconocer que los últimos hallazgos desmienten las afirmaciones fundamentales del transformismo y lo colocan en una situación de descrédito. La tremenda complejidad del átomo, unida a la del mensaje contenido en el ADN y el código genético que posee cada célula viva, permiten afirmar que Darwin no mató a Dios -como algunos piensan- sino que, muy al contrario, Él fue quien planificó el mundo y lo sigue sustentando con su infinita sabiduría.
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