Colores complementarios

Aún puedo percibir el sonido del mar a lo lejos. Mi guía, en esta ocasión una experta botánica de Palenque, tiene que pararse de vez en cuando para esperarme y sujetarme. A veces hasta tira de mi brazo con una fuerza que no aparenta, que saca de sus hombros trabajados por el sol y unidos por unas articulaciones densas y blancas como las columnas de los cuadros de Kahlo.

En la selva, cada piedra parece más grande que la anterior, y caminar con estabilidad es complicado. A nuestro alrededor, se suceden hojas y arbustos de multitud de colores y texturas. Algunas ramas nos raspan los brazos, a pesar de llevar ropas que los cubren y a la vez nos permiten caminar con comodidad.

Llagas que curan. No son las únicas.

A medida que nos acercamos a las pirámides, nos sumergimos en un lugar asombroso, que encoge el corazón, que llena de gratitud… que pronto vuelve a disimular sus tonos ocres para destacar los más verdosos por la acción de las tormentas que nos sorprenden de vez en cuando.

En las aguas que proceden de las profundas nubes, entre leves treguas, escuchamos a Dios respondiendo a Job: ¿Quién abre una salida al aguacero y señala el camino a la tormenta para que llueva en el desierto, en lugares donde nadie vive; para que riegue la tierra desolada y haga brotar la hierba?

Nos sentamos y nos acurrucamos en un lugar que sólo ella conoce. Cuando nos acostumbramos a la humedad, entonces la lluvia cesa y el Padre de la Lluvia nos da una oportunidad de movernos con rapidez. Antes de darme cuenta de que los calcetines se encuentran tan empapados que hacen cambiar mi peso, ya divisamos sobre copas de árboles, la parte superior del templo del León maya.

Usumacinta protesta a media voz. Un liviano arcoíris lejos de toda sensiblería destaca con respecto a la piedra de siglos de las construcciones, ya abiertas ante nosotros y señaladas por pocos turistas. La piedra caliza todavía refleja toda la violencia y misterio de la cultura que pasó por allí.

Colores complementarios que me obligan a entornar los ojos. En la entrada de uno de los templos, reposan distintas cruces. Tengo la sensación de haber dado un rodeo, pero ahora soy diferente. Queda poco, muy poco para llegar a Mérida. Algunas aves gritan desde algún sitio que no podemos localizar, rompiendo el inevitable gran silencio que los que nos encontramos allí emitimos por la impresión de hallarnos en ese lugar que despierta muchas imaginaciones.

Uno no puede evitar preguntarse cómo se edificaron esos muros, en el centro de la selva devoradora de aquello que no se dispone a avanzar. Y sobre todo uno no se olvida de que aquella civilización se perdió por alguna razón originaria de los recovecos más oscuros del corazón del hombre.

Vamos, aún queda un buen trecho, dice mi guía tras un rato que se nos ha antojado largo en el tiempo.