Me despegué la pereza y, bien abrigada, salí de mi casa para ir a escuchar a aquel predicador...
Nunca le había oído hablar y mis expectativas eran más bien escasas; aunque mi Señor sabía que tenía que ir y escuchar lo que El tenía que decirme.
Supongo que a todo el mundo, aquella tarde, le pesaban bastante la lluvia y el frío; porque no creo que hubiera más de una veintena de personas en aquel lugar, aunque -a medida que avanzaba la tarde- comprendí que aquel hombre era un enviado de Dios para hablarme a mí.
No sólo el día, la hora, ni el frío físico... lo cierto es que también sentía una buena dosis de frío por dentro, y estaba cansada en el ánimo, preguntándome el porqué de muchas cosas y, cuestionándome si -realmente- valían la pena, muchos de mis esfuerzos, en mi trabajo para el Señor.
El texto que aquel predicador tomó como centro fue: “Volved a las sendas antiguas...” y trajo al recuerdo la vida de David Wilkerson, autor de “La cruz y el puñal”. Un hombre que comenzó un arduo trabajo, yendo por las calles, jugándose la vida, intentando salvar el cuerpo y el alma de pandilleros de las callejuelas de Nueva York, metidos en drogas y todo tipo de delincuencia.
El ministerio de David comenzó a engrandecerse y llegó a tener un equipo que era dueño de enormes edificios y grandes ingresos, de tal modo, que -poco a poco- se fue diluyendo el objetivo original, y se vio ante un lujoso despacho convertido en un gran yupy evangélico.
Un día se dio cuenta de cómo era su ministerio actual y cómo había comenzado, y -sintiendo de nuevo la voz de Dios- dejó todo aquello que le rodeaba: lujo, riquezas y un ministerio fácil y acomodado, tomó su Biblia y, de la mano de su Señor, volvió a las calles en busca de gente necesitada de conocer a un Dios de amor que rescatara sus vidas.
El predicador que yo estaba escuchando, repetía una y otra vez: “Volved a las sendas antiguas...” y, de repente, en aquella iglesia sin demasiados lujos y en un banco en el que, físicamente, estaba yo sola, pude comprobar que mis ojos estaban empañados en lágrimas y que, en aquel banco que yo creía casi vacío, estaba la plenitud de la deidad, trayéndome a la mente un día muy lejano, cuando yo tenía diecisiete años... otra reunión, otra situación, otras lágrimas en mis ojos y otro poderoso llamado.
En aquella ocasión, le prometí al Señor que mi vida había de ser completamente dedicada a servirle, y... lo cumplí; pero, en aquella tarde de invierno frío y lluvioso, me sentía “cansada”, tenía el alma demasiado fatigada y no sabía demasiado como continuar.
Aquel... ”Volved a las sendas antiguas...” fue como un “mazazo” que me hizo despertar, espabilar y tomé un nuevo impulso en mi ministerio... no!!!! yo no quería perder el timón de mi vida, ni convertirme en ningún yupy evangélico... necesitaba “salir del edificio, tomar mi Biblia y volver a las calles”... Nunca me interesaron las “luces de neón”, pero ahora, más que nunca, no estaba dispuesta a seguir languideciendo detrás de una mesa. Mi sitio está en cada rincón en que el Señor me necesite, me da igual que sea en la callejuela más sucia y estrecha, detrás de un micro, o ante la pantalla de este ordenador; pero siempre con la mente lúcida, el llamado presente, un amor incondicional por mi Señor y un mensaje para dar a todo aquel que esté necesitado.
Si, aquella tarde gris, lluviosa y fría, me costó mucho ir a aquella reunión; pero, bendigo a Dios por haberme “azuzado” para que fuera; porque una vez más, le pude volver a escuchar:
“Y a ti qué... sígueme tú”.
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