Recibí un artículo hace poco de un pastor de una pequeña iglesia rural en Carolina del Norte. En síntesis, en el artículo pide a los creyentes; es decir, a quienes creemos en el Cristo redentor, que no nos olvidemos que la Navidad tiene como personaje central a Jesús y no a Santa Claus. Y que cuando pensemos en un lugar físico, pensemos en el pesebre de Belén en lugar de en el
mall donde se concentra mayormente el espíritu navideño espúreo.
Anoche, viernes 21, el coro de nuestra iglesia ofreció su concierto de Navidad. La iglesia Metodista Pentecostal de Miami, de no más de treinta personas activas y quizás unas cincuenta contando hasta a los que vienen solo una vez en el año, alquila una bodega (
warehouse) en el sudoeste de Miami, la que ha hermoseado modestamente para que viva entre nosotros el Señor. El coro, integrado por ocho personas, cantó durante unos 40 minutos himnos navideños y tradicionales. Los que escuchábamos no éramos más de un medio centenar. Pero allí se respiraba una atmósfera auténticamente espiritual. Aunque teníamos el arbolito con todas sus luces y sus adornos funcionando, el centro no era él. Ni lo eran los regalos. Era Jesús. Pero más que el Jesús del pesebre, lo era el Jesús de la cruz.
Es en lugares donde se celebra de este modo la Navidad donde el Espíritu desciende y disfruta con los que cantan, tocan sus instrumentos y escuchan.
Si no estoy captando mal las tendencias que se observan en el corazón del mundo capitalista y consumista como es el de los Estados Unidos, pareciera que este año más que el anterior y los demás trasanteriores, ha perdido terreno el espíritu consumista y ha ganado el verdadero espíritu cristiano de la Navidad. Ojalá esta tendencia se mantenga para que en los años venideros, la sociedad haga justicia al Salvador, quien sigue siendo el centro de todos los aconteceres del hombre.
Pero no es de tarjetas ni de conciertos ―todo muy lindo y meritorio― de lo que quisiera que tratara mi artículo de hoy, sino de un puñado de cartas recogidas en un libro que se titula, precisamente, Cartas desde el corazón. Fue escrito por el pastor madrileño José Luis Navajo y publicado en septiembre de 2006 por nuestra Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, ALEC. Por estos días, acabamos de ordenar una tercera tirada para satisfacer la demanda que por aquí y por allá se hace de esta obrita de 167 páginas y 26 cartas tan modesta como el local donde se reúne mi iglesia aquí en Miami pero, como en el caso nuestro, se siente al abrir sus páginas la presencia del Espíritu Santo de Dios. Y con esto deja de ser una obrita para transformarse en una obra monumental que puede erguirse tranquila junto a las más grandes creaciones literarias producidas por el hombre.
Conservo una foto de mi madre escribiendo una de las miles de cartas que escribió a lo largo de sus noventa y seis años. Hace trece que falleció. Algo de esa inclinación debo de haber heredado porque en una época de mi vida llegué a pensar que si hubiese llegado a instituirse un premio nobel a los escribidores de cartas, yo habría podido postular con buenas posibilidades de ganármelo o, por lo menos, estar entre los cinco primeros. Eran otros tiempos.
Hace muchos años, la Unión Postal Universal puso de moda una frase que decía que el privilegio de recibir una carta se paga con la respuesta. Hoy día, sin embargo, cuando la tecnología ha acortado las distancias y achicado nuestro Planeta, se ha perdido ese sentimiento de privilegio y pocos escriben cartas y menos aun las responden.
Cualquiera podría pensar que gracias a la red de Internet, hoy se escribe más que ayer. Quizás sí, quizás no. A veces pienso que nunca los seres humanos habíamos vivido tan incomunicados como ahora. El correo electrónico, junto con acortar las distancias, cercena la capacidad de reflexión de las gentes, por lo que las «cartas» tienden a reducirse a una o dos frases tipo telegrama. Discurrir sobre un asunto dado, en un formato epistolar, es más y más escaso, lamentablemente.
Cuando José Luis Navajo nos hizo llegar su manuscrito y lo leímos, decidimos que tenía méritos más que suficientes para ser publicado. Y, unos meses después nació, con una excelente cubierta, acompañando a los otros seis que conforman la Colección Primicias de ALEC.
Las cartas que contiene, como decimos, son veintiséis, escritas con un profundo sentimiento pastoral a diversos tipos de personas que, en un momento dado de sus vidas, necesitaron de una voz amiga que llegara con claridad y en forma oportuna al momento que estaban viviendo.
José Luis es, además de pastor, esposo, padre, miembro de una familia extendida que comprende no solo parientes consanguíneos, sino una multitud de hermanos de fe a todos los cuales siente la necesidad de pastorear. Sus cartas, no obstante que algunas tienen destinatarios con nombres y apellidos, han sido concebidas para que cualquiera persona sienta, con toda propiedad, que era él, o ella, quien estaba en el pensamiento del autor cuando escribió. Este es uno de los méritos más destacados de las Cartas desde el corazón. Escritas, precisamente desde el corazón de un hombre que, aunque aún muy joven, ha aprendido a identificarse con las alegrías y sinsabores, esperanzas y desesperanzas de sus prójimos y a quienes ve con los ojos del Pastor por excelencia, Cristo Jesús.
Releyendo el libro para escribir esta crónica (la que me faltaba para redondear el número de siete correspondientes a cada una de las que hemos producido hasta ahora en ALEC), me he encontrado con una que quisiera reproducir aquí, precisamente por lo oportuno de su título, de su contenido y de su mensaje.
A BELÉN
Querida Belén:
Cuando te escribo estas letras todavía no te he visto y, sin embargo, tengo la impresión de que te conozco.
Ocurrió ayer. No había sido un día pródigo en buenas noticias: Andalucía se estremecía bajo explosiones provocadas por manos asesinas, la imagen mostraba un oso de peluche semienterrado entre escombros; las negociaciones políticas para poner fin al terrorismo amenazaban ruina. El pasado fin de semana se superó el nefasto récord de muertes en carretera; la carne de pollo alcanza un precio histórico por obra y gracia de las vacas locas; en fin, la antítesis de un buen día.
Observaba mi reloj, impaciente, anhelando que transcurriera la media hora que nos separaba del umbral de un nuevo día. Fue entonces cuando me sobresaltó el sonido del teléfono.
«¿Acaso no lo sabes?» preguntó mi interlocutor por el auricular.
Ignoraba qué era lo que tenía que saber pero no me atreví a preguntar, presagiando que un nuevo incidente iba a engrosar la ya gruesa lista de tan nefasto día.
Tu enorme y feliz abuelo Pascual no esperó mi respuesta. No lo dijo, lo proclamó: «¡Belén ha nacido!» Cerré mis ojos aliviado y a la vez agradecido. Tras la feliz noticia llegó una exhaustiva descripción del milagro. Con mis ojos cerrados pude visualizar tu cabello moreno, moreno… tu preciosa naricita, tus dulces ojos que él se empeña en ver azules… otros dicen que son grises e incluso algunos que marrones.
Con pincel de ilusión y pintura de miel dibujó en mi mente un cuadro de tal belleza y perfección que no pude evitar el preguntarme cómo era posible que tres kilos y doscientos gramos pudieran albergar tal comprendio de bondades y virtudes. Aunque era tu abuelo, le creí.
Me dijo, querida Belén, que tuviste prisa por asomarte a este mundo y tu diligencia en venir privó a tu padre de la incomparable experiencia de verte llegar, pero bendijo a tu madre con el inapreciable don de una «horita corta».
Cuando colgué el teléfono permanecí sentado, pensativo, feliz. Tuve la impresión que el día se había arreglado. Descubrí impresionado cómo el grito de «¡Ha nacido!» tuvo la capacidad de borrar las sombras y disipar las tensiones. Fue un mensaje de vida en medio de la muerte. Entendí que por encima de todo, la vida prevalece y los ositos de peluche seguirán teniendo brazos que los acunen, porque la vida se origina en Dios.
Cerrando de nuevo mis ojos pensé en aquel día, hace dos milenios, cuando el grito «¡Ha nacido!» surcó la oscura noche y abrió un nuevo amanecer y una oportunidad nueva.
¿Sabes, mi querida niña? Esto ocurrió en Belén, y desde entonces tu nombre evoca el punto donde el cielo besa la tierra, el lugar donde Dios visita al ser humano, la cuna en que el gran Dios se acerca al pequeño hombre.
Querida Belén, acaso algunos te dirán que no valía la pena correr tanto para venir a esta tierra; en algún momento, incluso, te preguntarás el por qué de tanta prisa. En el interior, el aire era más respirable, la vida más soportable.
Pero, gracias por venir, Belén. Anhelo mirar tus ojos, azules, grises o marrones. Estoy seguro de que serán balcones donde Dios se asomará para sonreír.
Como en aquella noche.
Como en Belén.
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