Nosotros, intentando estar con la debida anticipación en el auditorio de la Biblioteca Nacional en la Avenida Abancay, corremos con no poco asombro en medio de una ciudad cuyo corazón late inquieta y apresuradamente; los que habrían de ser nuestros alumnos, por su lado, caminantes parsimoniosos aunque agotados después de un día de trabajo; se ven, sin embargo, expectantes y con ganas de saber, por fin, qué es esto de ALEC y del seminario para escritores.
En el camino tropezamos con un vendedor callejero que más que ofrecer, ruega que le compremos unas tijeras, un cortaplumas, un cortauñas. Mientras permanece de pie junto a su humilde mesa, lee. No un periódico; no una revista, sino un libro. Nos acercamos, no en plan de compra precisamente sino interesados por saber qué puede estar leyendo un integrante del bajo pueblo que ha optado por ganarse la vida vendiendo aquellas pequeñas cosas en la vía pública. Nos mira un tanto sorprendido cuando le decimos: «¡Qué tal, amigo! ¿Qué lee?» Antes de escuchar su respuesta, nos asomamos un poco más y alcanzamos a leer en la cubierta de tela de un libro de fina estampa, nada menos que
Los miserables, de Víctor Hugo. «¡No puede ser!» nos decimos. «¿Un vendedor callejero leyendo a Víctor Hugo?» ¡Sí, puede ser! Le tomamos una foto, nos alejamos y nos volvemos a mirarlo antes de perder su imagen entre tanta gente que va y viene a esa hora del día. No hay clientes, pero el hombre, César Flores nos dice que se llama, está de nuevo metido en la lectura.
El hábito no hace al monje. Juzgar por la ropa, por la apariencia, por la pulcritud en el vestir, por la posición en la escada social puede resultar peligroso. Con razón, Jesús nos aconsejó prescindir de tal práctica. Es fácil equivocarnos.
He contado, en algún artículo anterior, que en otra visita a Lima me encontré con alguien que, a diferencia de César Flores que lee libros, los vendía. Paquetes de tres ejemplares por un dólar. ¿Vendiendo libros en la calle y a grito pelado? Pues sí. A lo menos en Lima, aunque supongo que en otras ciudades de nuestra Latinoamérica podría uno encontrarse con esta misma sorpresa.
Esta tarde, frente a la Hostal Roma del Jirón Ica, donde nos hospedamos el grupo de miembros de ALEC que hemos venido de España, Estados Unidos y Chile,
nos encontramos con otro espectáculo. Lamentable. Triste, pero casi diría que típico de nuestros pueblos. Unos veintiseis pequeños comerciantes, inquilinos de otros tantos locales de mala muerte de una especie de conventillo en el centro de Lima, están a punto de ser desalojados por la fuerza pública. ¿La razón? No han pagado el alquiler de los locales que ocupan. Y como la morosidad pareciera prolongarse por varios años, acaba de caer en el vaso la gota final que lo rebalsa. Unos cincuenta policías, armados con escudos, cascos, chalecos antibalas, cachiporras, bastones y uno que otro fusil lanza-bombas-lacrimógenas se aprestan a intervenir si las cosas se ponen complicadas.
Se advierte un largo forcejeo verbal. Por un lado la ley, representada por unos cuantos señores de traje y corbata y cada uno llevando bajo el brazo legajos de papeles; por el otro, los que tendrán que irse con su música a otra parte y que parecieran no estar representados sino por ellos mismos. Se auto defienden argumentando con gestos nerviosos y una leve, muy leve, esperanza dibujada en sus rostros. Se produce un forcejeo físico y vemos a un policía agarrando por el cuello a uno de los morosos que intenta detener el desalojo. El policía, más fuerte que el civil, lo saca del lugar no sin aplicar cierta violencia. Acostumbrados a ver por la televisión este tipo de enfrentamientos, pensamos que habrá palos, patadas y una poco amigable detención pero, ¡oh sorpresa! Cuando el policía estima que ha logrado alejar del foco del problema al individuo, lo suelta, le da una palmadita en el hombro, lo abraza y le dice: «¡Tranquilo, muchacho, tranquilo!» Y lo deja ir. Momentos después, todavía impresionados por lo que acabamos de ver, nos acercamos al policía. Le tomamos una foto con su permiso, por supuesto, el que nos concede gustoso. No se lo preguntamos de viva voz pero sí con una mirada profunda a sus ojos. Su respuesta es igualmente clara aunque silenciosa. «¿Él y yo? ¡Somos hermanos de la misma pobreza!» El inquilino se retira, tranquilo. La bronca que pudo haber sentido parecía haberse disipado por las palabras del representante de la ley junto con esa cariñosa palmadita en el hombro.
Al final, se llega a un acuerdo con los desalojados quienes aceptan irse «a las buenas», con lo cual se ha evitado la destrucción de equipo, insumos y daños físicos. Más que entrar en acción, los policías peruanos, que quizás injustamente tienen una fama de «duros»(*) se limitan a observar el desarrollo de los acontecimientos y a combatir el calor del mediodía sirviéndose unos helados solidarios salidos del vientre de un humilde carrito que, como casi siempre ocurre, llega al lugar de los hechos en el momento en que más se le necesita.
Este espectáculo de ver a policías de servicio, adecuadamente armados y listos para entrar en acción acudiendo como niños a comprarse un helado, es algo que no deja de enviarnos un fuerte mensaje que no tardamos en captar. Nos acercamos a un grupo de ellos que con sus helados en la mano forman una especie de fila india de espaldas a las casas que les ofrecen un poco de sombra. Nos esperan sonrientes. Un poco avergonzados por sentirse confrontados por un visitante que no viene a preguntarles sino a decirles algo: «¡Es alentador comprobar que ustedes también son seres humanos y no robots creados solo para reprimir a golpes y a palos». Uno de ellos asume la representación de sus compañeros y nos dice: «Pertenecemos a la misma clase social. Somos tan pobres como ellos; sin embargo, tenemos que hacer cumplir la ley».
Uno de los beneficios que se tienen cuando se visita un país como el Perú, es observar su estilo de vida. Y sumergirse un poco, en él. Porque cada país tiene su propio estilo. Y cada ciudad. Lima tiene cientos de estilos diferentes. Pero uno de los que más nos ha llamado la atención es la especie de «danza ritual» que protagonizan antes de tomar un taxi el cliente, hablando a través de la ventanilla con el cristal convenientemente bajado y el chofer, sentado tras el volante. Observar este espectáculo nos hace recordar aquellas danzas de enamoramiento que desarrollan ciertas aves y que acostumbra mostrarnos el canal
Discover. Pareciera que en Lima nadie se sube a un taxi antes de cumplir con este requisito. El chofer: «¿A dónde va?» El cliente: «A Blanco Guzmán 403» El chofer: «Son cinco soles». El cliente: «¿Cinco soles?» El chofer: «Sí. Cinco soles». El cliente: «Tres». El chofer: «Cinco». El cliente: «Tres». Si hay acuerdo, es posible que pacten en cuatro. Si ninguno de los dos cede, el taxista se va y el cliente se apresta a realizar idéntica danza con el siguiente taxista.
Hemos viajado bastante en taxi en las últimas dos visitas a Lima. Y no dejamos de sorprendernos de la impresionante habilidad de los choferes para moverse en calles atestadas de vehículos que tratan de adelantar al otro sin ningún orden ni sentido de preferencia. Es un hermoso desorden y una anarquía que sin duda funciona a las mil maravillas. Frenan justo a media pulgada del automóvil que va adelante. Se abren paso a golpe de claxon. Y lo interesante en esto es que nadie se molesta por el bocinazo que lo hace detenerse o avanzar. Pareciera que los choferes peruanos poseen un radar incorporado que les libra de accidentes, el mismo radar que parece ausente en algunas de las grandes ciudades del Primer Mundo donde todo es orden y respeto a las reglas del tránsito. Y donde se ven accidentes impresionantes. Aquí, pasamos la mitad del tiempo de nuestra visita arriba de un taxi yendo de un lado a otro y ¡oh sorpresa! No nos encontramos con ningún choque, ni accidente. Observando este desorden tan eficaz, me acordaba de la oficina de casa, donde todo se complica cuando mi esposa intenta ordenar mis papeles. «Deje las cosas como están, mi amor, que me resulta más eficaz moverme en este desorden que en el orden que usted me quiere imponer».
¡Oh, sí! ¡El seminario!
El auditorio de la Biblioteca Nacional del Perú, hasta ese momento un venerable salón cuyas ocho formidables columnas parecen dormir entre glorias pasadas y presentes, despierta de pronto ante el ruido de voces que van aumentando gradualmente y que se oirán en los siguientes tres días.
Sesenta y siete alumnos, más unos diez visitantes, entre profesores, escritores y ejecutivos. Buen ambiente. Expectativa. Esperanzas.
Graciela Lelli, gerente editorial del área hispana de Thomas Nelson Publishers se dirige a la audiencia para explicar las razones que tuvo su editorial para escoger tres de los siete libros publicados por ALEC en 2006. Pronuncia palabras de aliento a quienes han llegado al seminario con una ilusión, un sueño, un deseo no realizado.
Alza un libro extraño. Son unas trescientas páginas... en blanco. Cubierta y contracubierta igualmente inmaculadas. “Este es el sueño con el que ustedes han llegado aquí”, les dice. Deja ese libro y muestra La llave, Peones ciegos y Potifar. «Esto», agrega, «es aquel libro en blanco con que llegaron a ALEC Febe Jordà, Luis Ruiz, Miguel Angel Moreno. Así como ustedes hoy, ellos llegaron con un deseo. Después de obstinada perseverancia, mucho trabajo y paciencia, ese libro en blanco se ha llenado con una historia que ha resultado de tal calidad que Thomas Nelson la escogió para publicarla bajo su sello. Los animo a que sigan su ejemplo y llegarán, también a ser escritores cristianos en idioma español». Inesperado cuanto elocuente mensaje.
Cuando nos corresponde dar la bienvenida y ofrecer la palabra al único descendiente directo y sobrino del gran poeta César Vallejo, decimos: «Alguien nos preguntó por el poeta César Vallejo. Y nuestra respuesta fue: “César Vallejo es para el pueblo peruano lo que es Pablo Neruda para el pueblo chileno”». Más tarde, su hijo, del mismo nombre, nos honró dándonos un recorrido por la ciudad de Lima, el que culminó en el nuevo edificio de la Biblioteca Nacional donde se ofrecía una conferencia que queríamos oír y que se titulaba: «Fray Bartolomé de las Casas y la leyenda negra».
¡Oh, de nuevo, el seminario! Cuatro profesores, de los cuales tres viajaron desde España y el cuarto desde Chicago. Una agenda que ALEC estrenaba en esta ocasión (tres clases técnicas y una inspiracional, con cuatro horas para cada una) y que demostró ser adecuada y digna de mantenerla. El grupo que terminó satisfactoriamente el curso y que recibió su correspondiente diploma, ya acordó reunirse el 14 de diciembre y dar forma a ALEC-Perú con el que se seguirá trabajando, según la estrategia de ALEC, hasta ver aparecer los nuevos escritores tras los cuales ALEC va por el mundo de habla hispana con su morral de esperanzas a cuestas.
(*) Mi amigo Ängel Bonilla, el pastor chileno de Nueva York, acostumbra decir: «¡Líbrame, Señor, de bala mexicana, policía peruana y mujer chilena!».
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