Este miércoles 15 de agosto, de acuerdo con lo programado, llegué a suelo peruano poco antes de las 6 de la mañana. Frío intenso para alguien que ha pasado los últimos 37 años en un clima tropical. Once horas después de mi llegada, me reunía con el comité local que trabaja en los preparativos del seminario de noviembre próximo. Lo hacíamos en las oficinas de Cristo para la ciudad, en el 6º piso de un edificio de la Avenida Guzmán Blanco.
Los primeros movimientos telúricos hicieron que nos miráramos los unos a los otros y esperáramos. Inconscientemente, suponíamos que no pasaría de un temblor que lo más que dejaría sería una secuela de bromas, risas y recuerdos de experiencias similares del pasado. (En mi caso, tengo en mi bitácora una buena colección de temblores y terremotos, el primero de los cuales destruyó completamente mi ciudad cuando yo tenía 5 años de edad.). Pero
lejos de eso, porque en lugar de decrecer, el temblor fue prolongándose más de lo que todos deseábamos, con el agravante que los movimientos eran más y más fuertes. Ya superaba las características de simple temblor para empezar a entrar en la fatídica categoría de terremoto.
En un momento, miré por los ventanales y temí ver los edificios tanto o más altos que este donde nos encontrábamos empezar a caer. Las luces seguían encendidas y, dentro de nuestro lugar de reunión, algunos muebles empezaban a moverse un poco atropelladamente y material escrito: libros, folletos empezaban a caer al piso desde los estantes.
Como ocurre en estos casos, algunos de los presentes empezaron a clamar a Dios; otros, corrieron a refugiarse bajo las vigas y junto a las columnas. No hubo ni llantos ni gritos histéricos, lo que demuestra que todos los que estábamos allí sabemos en Quien hemos creído. En cuanto a mí, seguía ocupando la silla donde había estado sentado desde el principio. Observaba a mis hermanos, miraba por los ventanales y esperaba. En los segundos en que el movimiento era más violento, llegué a pensar en que el edificio podría caer. Y con él, nosotros.
Sin embargo,
cuando ya superábamos el minuto y medio, la violencia del sismo empezó a menguar, lo que nos permitió bajar al primer piso usando las escaleras, obviamente. Terminamos nuestra reunión en un restaurante de la esquina, donde aprovechamos para tomarnos una reconfortante taza de café. Sin embargo,
todavía no sabíamos qué había pasado en el resto de la ciudad y del país. Suponíamos que en algún lugar las consecuencias no serían tan apacibles como donde nosotros estábamos. Horas más tarde se comenzaron a propalar las infaustas noticias. Mucha destrucción, muchos muertos, gran cantidad de heridos, la carretera Panamericana interrumpida en varios tramos. Caos general. Alguien de nosotros dijo que hacia unos 40 años que el Perú no vivía una experiencia como esta.
Al día siguiente, una reportera dijo ante las cámaras de televisión: "En el Perú no estamos preparados para una emergencia como esta". Como quiera que sea, las autoridades de gobierno, las organizaciones de ayuda en emergencias, los medios de prensa se movilizaron rápidamente. El gobierno decretó tres días de duelo nacional y los medios suspendieron sus programaciones habituales para dedicarse por completo a mitigar el dolor que se había ensañado con una serie de ciudades y pueblos en el Departamento de Ica.
A nosotros en ALEC esto nos ha afectado, en el sentido que las entrevistas que teníamos programadas para la radio y la TV, los medios escritos, las conferencias de prensa y otras actividades tuvieron que dar paso a lo que era más urgente y necesario: los informativos, los reportajes y las campañas para obtener ayuda para los damnificados. No obstante, el jueves 16 dos emisoras nos cedieron espacio (una de ellas por unos 25 minutos dentro de un segmento de una hora) en los cuales hablamos de la razón de nuestra visita al Perú, anunciamos el seminario, leímos la Palabra y dimos mensajes de aliento a los miles de peruanos que en estos momentos están lamentando pérdidas de sus viviendas y de seres queridos.
Nunca hemos creído que estas catástrofes naturales son un castigo de Dios, como muchos piensan. Porque ya sea en terremotos, tsunamis, inundaciones y otras calamidades naturales, casi siempre los que sufren los embates más violentos son las personas de más escasos recursos, los pobres de la tierra. Un señor que perdió a parte de su familia en Ica, dijo ante las cámaras: «¿Por qué, Dios mío, te has tomado la molestia de acordarte de nosotros en esta forma?»
A la vez que damos gracias a Dios por su protección, no dejamos de interceder por los miles y miles de hermanos peruanos que en estos momentos sufren en carne propia las consecuencias de este terremoto. Nuestras oraciones pueden mitigar en algo el dolor que ellos experimentan. Oremos porque el gobierno y otros gobiernos del mundo acudan en ayuda de ellos en una forma pronta y efectiva.
Por mi parte, saludos a todos con el cariño que ustedes saben que les tengo. Y agradezco la preocupación de quienes me escribieron o llamaron a Cirita indagando por mí.
Un abrazo para todos. En el amor de Cristo,
Eugenio Orellana
(desde un ciber en el centro de Lima)
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Pueden leer aquí la noticia “
Las Iglesias evangélicas peruanas afectadas por el terremoto, recibirán ayuda de España”.
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