Volví con él al comercio y empezó entonces una apasionante aventura:
–Ya le dije yo que era un aparato complicado de montar, que necesitaría de un especialista– me dijo el comerciante. Me costó convencerle de que el problema no estaba en mí, sino en el aparato. Acabó poniéndome al teléfono con el almacén y su encargado se comprometió conmigo a repararlo o, en su caso, sustiturlo.
Dejé pasar unos días de cortesía y volví al comercio, y ¿qué había sucedido? una fatalidad: el empleado del almacén había tomado quince días de vacaciones justo en aquellos días (me sorprendió la fecha, tan impropia para las vacaciones, pero vaya). Esperé las dos semanas y cuando volví a preguntar nos encontramos con una desgracia: en esta ocasión el empleado que recoge los pedidos había tenido un accidente; él estaba bien, alabado sea el Señor, pero no le daban el coche hasta varios días después. Por lo visto, el almacén debió de quedar paralizado por tan infausto contratiempo y además no debía de haber más personal para venir a recoger mi aparato al comercio.
Volví más veces, pero tuve siempre la poca cabeciña de ir justo en las horas en las que no había llegado nadie aún al almacén… o ya habían marchado y no contestaban al teléfono, pero el diligente comerciante me confirmó que ya estaban revisando mi muelle; lástima que él mismo tuviese también la poca cabeciña de dejar allí mismo a la vista en un estante mi aparato, que, por lo visto, tenía el preciado don de la ubicuidad y así estaba allí reposando y al mismo tiempo estaba siendo operado en el almacén por expertas manos.
Les ahorraré las imaginativas explicaciones que fui recibiendo sucesivamente del comerciante; sólo confesaré que mi inicial y poco meditada indignación se fue tornando en una entusiasta curiosidad por saber cada vez qué justificación habría ese día.
Algunos de Vdes., descreídos, pensarán que no me está diciendo la verdad; ciertamente a mí esto ya no me crea desazón: sólo quiero descubrir con qué me sorprenderá mañana. No sé si acabaré colocando el aparato, pero tengo por cierto que podré escribir una novela con sus azarosas idas y venidas o, cuando menos, un artículo para Vdes. La verdad es que ahora voy ya todos los días a preguntar, y no piensen, no, que es por importunar: es por tener un momento de solaz escuchando las maravillosas aventuras de mi aparato.
–Hoy me dijo el del almacén que le preguntase por la tarde, pero ya que está Vd. aquí le voy a llamar a ver si me puede adelantar algo–. Y mientras mi amigo pide que le pongan con el encargado, tapa el teléfono con la mano y me dice una confidencia:
–Es que ayer el empleado que mira los aparatos no pudo revisar el suyo porque le fue a trabajar a la finca al jefe; ¡manda truco! ¡tener a los empleados haciendo de agricultores!
Abro mucho los ojos escanzalizado por la innata perversión de la clase capitalista; le comenta entonces mi penosa situación a su interlocutor telefónico y al cabo de un ratito le dice:
–No, hombre, no; si estás trabajando no subas a preguntar, que el cliente tampoco tiene tanta prisa.
Razón lleva. ¡Ay! Pero hoy lo he estropeado todo. En mi intemperancia, esta mañana he cometido la torpeza de espetarle al creativo comerciante:
–Ayer eché cuentas y descubrí que llevo viniendo aquí dos meses y medio; ¡ya está bien!
Me sonrió. Lo hizo con su mejor amabilidad y me retó, créanme que me retó:
–Sale Vd. muy guapo en la televisión.
Desde hace un tiempo el único sitio en que salgo en la TV es en el programa evangélico “Nacer de Novo”. ¿Entienden por qué digo que me retó? Se supone que si cumplo con lo que predico, debo dejarme engañar inpunemente; ¿qué les parece? ¿acaso no les ha pasado más de una vez algo parecido? ¿acaso nos hacemos entender bien?
–¿Le gustó el programa? Me alegro. Tiene Vd. dos días para devolverme mi aparato arreglado o restituírmelo con uno nuevo.
Al día siguiente tenía un aparato nuevo; les confieso que me dio pena verlo tan pulcro en mis manos: ya no podré seguir contándoles sus maravillosas aventuras.
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