La búsqueda del tiempo eterno

Desde entonces la semana laboral de seis días de trabajo y uno de descanso pasó de la cultura hebrea al resto del mundo imponiéndose sobre otras maneras de regularizar el ritmo de la vida humana.

Piénsese, por ejemplo, en las décadas egipcias o en los tres períodos de diez días en que se dividían los meses del calendario griego. Tales semanas de diez días se intentaron rescatar durante el siglo XVIII mediante decretos que, bajo la excusa de querer mejorar el ritmo laboral, lo que pretendían era terminar con la semana bíblica de siete días. Esto es lo que ocurrió con el famoso calendario republicano francés, que fue instituido en 1793, e impuso de nuevo los diez días por semana. Sin embargo, tales intentos supusieron generalmente un fracaso y siempre hubo que volver de nuevo a la antigua costumbre de Israel: la semana de siete días. Hábito que ha perdurado hasta hoy.

Pues bien, este clásico régimen del tiempo que ha venido regulando desde siempre la vida del hombre es precisamente lo que en la actualidad se niega por medio de la globalización.

El individuo adaptado al mundo global rechaza el concepto clásico del tiempo mediante el uso de las tecnologías de la comunicación. Desaparecen las grandes distancias y los días de veinticuatro horas se convierten en décimas de segundo. El hombre se torna atemporal creyendo que dispone de todo el tiempo del mundo.

Así, por ejemplo, el trabajo nocturno -mejor pagado que el diurno- de las locutoras que anuncian la salida de los diferentes vuelos, en ciertos aeropuertos europeos, es sustituido por el de otras locutoras en Norteamérica, cuyas voces suenan en perfecto inglés a través de los altavoces de los aeropuertos alemanes a miles de kilómetros de distancia. Cuando en Berlín oscurece, en Nueva York todavía brilla el sol y además, el ahorro para la empresa es mayor.

La globalización rompe el concepto moderno de tiempo en aras del beneficio económico. Si durante la modernidad el tictac que marcaban los relojes reinaba sobre el espacio y la sociedad en general, ahora en la postmodernidad globalizadora este tiempo medible y predecible se ha hecho añicos y ha estallado por los aires como las Torres Gemelas de Manhattan.

El tiempo se considera como algo relativo que puede hacerse más lento o acelerarse según convenga. En la aldea global las sociedades avanzadas conviven simultáneamente con otras medievales o casi prehistóricas, en una fusión de tiempos diferentes. Y, a la vez, todo experimenta una aceleración que tiende a comprimir las duraciones. La velocidad de las operaciones bancarias es crucial para obtener beneficios inmediatos. Hoy, como nunca, puede afirmarse que el tiempo es oro. Las nuevas tecnologías de la comunicación están permitiendo que el hombre escape a la cultura del reloj y que aquella antigua sentencia: “con el sudor de tu rostro comerás el pan” se incumpla alegremente.

Un serio inconveniente de esta rapidez que se experimenta en la actualidad por especular con los capitales, o por hacer “dinero fácil”, es la ruptura inevitable que se produce entre la idea de esfuerzo o trabajo y la de recompensa. El modelo social que así se genera, y que influye sobre todo en las jóvenes generaciones, es el de lograr riqueza aunque sea mediante procedimientos poco éticos. Hoy se aspira a los beneficios inmediatos pero sin un trabajo previo. El héroe de las finanzas es el banquero avispado que progresa rápidamente porque sabe usar su mano izquierda. Esto destruye la experiencia común de las sociedades modernas basada en el valor del estudio, la investigación honesta, el trabajo bien hecho y el esfuerzo personal.

Al desvanecerse la idea clásica del tiempo, algunos -en contra de lo que afirma la Biblia- empiezan a creer que el tiempo es eterno, que no tiene principio ni fin. Este es el mensaje que intenta transmitir, por ejemplo, la música típica de la New Age. La asociación entre la meditación budista y los suaves sonidos electrónicos. En ella lo que importa es evocar sensaciones de la vida en medio del océano de la eternidad, con su ruido de fondo de olas y vientos atemperados. De lo que se trata es de situar el yo en la inmensidad del universo, enmarcar adecuadamente el instante en la eternidad y crear así, lo que se ha llamado, el “tiempo atemporal”.

Tal manipulación del tiempo procura colocar al individuo en la inmensidad del cosmos o, lo que es lo mismo, situarle convenientemente en la sociedad global. Las consecuencias de esta idea las veremos en el artículo del domingo que viene.