Vimos en el artículo anterior que dar soporte a los miembros de nuestras iglesias en sus trabajos diarios no forma parte del modelo de iglesia que hemos recibido en los últimos años. Aunque muchos ancianos, pastores u obreros trabajan actualmente o lo han hecho en años previos, no siempre han recibido el modelo que les permita ver sus trabajos como un ministerio más. Abrir este campo de ministerio puede ser tremendamente enriquecedor para la iglesia.
La realidad es que se tiene generalmente la visión de una iglesia retrocediendo ante el ataque de las fuerzas inexorables del secularismo. Visión que sólo es creíble si pensamos en una iglesia que no es más que un fósil, el último dinosaurio de una época que acabó, sin fuerzas, sin poder intelectual y espiritual para resistir a las fuerzas que pelean contra ella.
Pero esa no es la iglesia del Señor. Quizás sería mejor explicarlo por una desviación teológica en varios aspectos. La primera desvicaión –que vamos a analizar en este artículo- es una teología equivocada del ministerio del anciano o pastor de la iglesia.
TEOLOGÍA ERRÓNEA DEL PASTOR
Durante años se ha transmitido la creencia de que el trabajo del pastor era más importante que el trabajo secular.
El pastor y el misionero hacen trabajo sagrado, los demás no. El trabajo en la iglesia es trabajo santo. Lo que se hace fuera no es trabajo santo, no es ministerio. Esto ha minado el sentido de valor del trabajo que hace el resto de personas, y el sentido de valor del trabajo que hacen. Es como si lo que fuera más deseable, lo perfecto es que la gente se dedicara al ministerio, el resto era algo para ganar dinero.
El trabajo de los pastores ha consistido en implicar a los laicos en el ministerio de la iglesia local, en lugar de equipar a los laicos para el ministerio ejercido en el lugar en el que el Señor les ha puesto. La pregunta que nos hemos hecho es: ¿Qué podría hacer esta persona en la iglesia? En lugar de preguntar: ¿cómo quiere Dios usar a esta persona para la extensión de su reino?
Mucho de nuestro trabajo como pastores ha sido apartar a la gente de otras ocupaciones y darles muchas ocupaciones en la iglesia. La gente concebía su trabajo como algo que debía hacer, cuanto menos mejor, para poder dedicar tiempo a la iglesia.
El síntoma de fidelidad de un cristiano normal ha sido el número de reuniones a las que asistía en la iglesia local.
Hemos quitado a la gente de la primera línea del frente, para trasladarla a la retaguardia. La filosofía implícita o explícita ha sido que cuantas más reuniones asiste una persona, más está agradando a Dios.
Es cierto que servir en la iglesia local es una buena forma de agradar a Dios, pero siempre que esto no sea a costa de perder nuestra influencia en el exterior. La consecuencia de esta mentalidad es que la mayoría de creyentes hoy no tiene amigos fuera de la iglesia, no tiene tiempo para relacionarse con familiares no creyentes, no tiene tiempo para pasarlo con compañeros del trabajo, porque pasan la mayor parte de su tiempo libre en el edificio de la Iglesia.
El papel del pastor no debe ser convertir a la gente en voluntarios de su propio ministerio, sino equiparles para el ministerio al que el Señor les ha llamado a ellos. El papel de un pastor debe ser el de un entrenador, el de un consejero personal, que provee recursos para el pueblo de Dios.
En mi próximo artículo de la semana que vieme analizaré otra equivocación teológica que afecta cómo vive y experimenta el cristiano su trabajo: una teología errónea de la Creación y del dinero
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