Leo un pasaje que me gusta mucho, y que no puedo marcar, pues el bolígrafo se ha congelado como mi mirada: “En Dios haremos proezas, y él hollará a nuestros enemigos”. Está en el salmo 108. Me gusta hablar y que me hablen de proezas. Si consigo salir bien de este viaje, lo consideraré una proeza, incluso a mi pesar.
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Estamos fatigados, heridos, cubiertos de humedad. Peter, uno de los perros más viejos, tenía mal aspecto esta mañana (no estoy seguro de que fuera por la mañana). Avigiaq lo ha llevado tras un bloque de hielo y ha sonado un disparo que ha roto el silencio y helaba aún más el corazón. Al salir, se quitaba algunas lágrimas, y no he sido capaz de dirigirle ni media palabra. No era necesario. Al ponernos en marcha, he intentado consolarle apretando su brazo, con el que chasquea el látigo, intermitente, como si de una letanía se tratase.
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Todo es muy monótono. No sabemos el día que es. Avigiaq dice que han pasado nueve días desde que partimos. Yo bromeo un poco, y aseguro que como mucho habremos cubierto cuatro jornadas. Apostamos, aunque nunca me han gustado las apuestas, y el que pierda, invita a comer al otro.
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Tengo los dedos entumecidos. Si esto es así en verano, ¿cómo pasarán el invierno? De tanto quejarme, me he perdido espectáculos como el de un barco extraño rompiendo el hielo más frágil, o el de los diques de hielo casi transparentes. Esta noche tomo partido y salgo media hora. Consigo ver un poco de aurora boreal. Me encanta esa palabra: aurora.
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Tenemos hambre y mi bolígrafo no escribe muy bien. Tengo que hacerme con uno lo antes posible. Los cazadores, aunque consiguen llevar videojuegos portátiles, hablan al mismo tiempo el idioma del trueque. He cambiado una piedra un poco afilada que recogí hace dos días por […](1)
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Comemos carne de foca y algo de narval. Confío en llegar pronto a Nuuk y pasar a Canadá. La belleza del paisaje vacío, a la larga, desvanece a cualquier hombre, y lo desintegra. Mi guía aún está triste por la pérdida de Peter. Necesito algo de té. Cierro los ojos y nado en té, en una taza desbordante de té con limón, caliente y con un chorrito de aceite de bergamota. Cuando vuelvo a la realidad, estamos a pocos kilómetros de nuestro destino, y volvemos a sonreír.
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¿Qué es el tiempo? Algo que no controlamos, por mucho que queramos. No somos soberanos de este mundo ni de las cosas que pasan, aunque nos duela. Algo que no entendemos, que se nos antoja de un modo, pero que sigue su curso, impertérrito, ajeno a dos individuos que se limitan a dejar surcos en la nieve fina. Surcos que ese tiempo cubrirá. Eso es, creo. El aire está cambiando. Avigiaq me recuerda la apuesta y asegura que estamos muy, pero que muy cerca.
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Escribo aquí que NUNCA MÁS APOSTARÁS, y menos CON ALGUIEN QUE SABE LO QUE HACE. Espero que me sirva de lección. Al llegar a Nuuk, lo primero que preguntamos es la fecha: 9 de septiembre. ¡¡Dos semanas!! Me apoyo la mano en el mentón y noto la barba por primera vez. Comprendo que no puedo comprender, que no soy capaz más que de crear surcos. Marcas, sí, pero muy suaves. Invito a mi guía a comer, como hace mucho que no comemos. Avigiaq saluda a un inuit antes de entrar al restaurante. Un chico muy joven, con una especie de poncho de colores vistosos nos ceba: patatas asadas, café, carne de pollo, judías, y de postre chocolate caliente. Somos como niños hambrientos. Somos niños hambrientos y surcos que han forjado una proeza.
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Mañana tomaré un barco, de esos que rompen el hielo y crean mar. Con su sal y sus algas, y demás bichos vivientes.
(1) Nota del traductor: Esta parte se ha borrado del manuscrito. Pero al notarse más nítidas las líneas posteriores, todo apunta a que nuestro protagonista se ha agenciado un nuevo bolígrafo
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