En abril de este año se cumplió un siglo de la emergencia del pentecostalismo en una zona marginal de Los Ángeles, la calle Azusa, número 312. La Misión de la Fe Apostólica, encabezada por el pastor afroamericano, vivió tres años intensos durante los cuales fue el centro de un avivamiento cuyas repercusiones alcanzaron al mundo entero.
En su momento el grupo fue duramente descalificado por la mayoría del
main stream protestante norteamericano, que solamente vio conductas extáticas propias de la cultura negra y excentricidades doctrinales. Incluso en sus conferencias impartidas en el prestigiado
Union Theological Seminary, de New York, el gran teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer se refirió a los pentecostales negros como “hijastros” del cristianismo. Juicios como éste, hechos por otros historiadores y teólogos protestantes, cita Rufus G. W. Sanders en su enjundioso libro
William Joseph Seymour: Black Father of the 20th Century Pentecostla/Charismatic Movement. Por cierto, vale la pena mencionar que también a los anabautistas del siglo XVI les endilgaron eso de que eran un resultado indeseable de la Reforma, que eran “hijastros”.
A partir del primer número del periódico
The Apostolic Faith (septiembre de 1906), y en las subsecuentes entregas del mismo, se reprodujo una declaración de creencias que dan cuenta de los puntos distintivos que el movimiento enfatizaba. El documento además se imprimió por separado y se distribuía en las reuniones del grupo. Inicia con la afirmación de que el Movimiento de la Fe Apostólica está por la restauración de la fe una vez dada a los santos, en clara alusión a Judas versículo 3. Cabe mencionar que tal afirmación, y en los mismos términos, la había hecho el predicador blanco Charles Perham (antecesor directo de lo que vino a ser la obra de Seymour en California) para identificar el objetivo de su ministerio, y Seymour la revalida para lo que estaba sucediendo en Los Ángeles.
Los conceptos importan, ya que normalmente reflejan las percepciones que las personas y grupos tienen sobre ciertos acontecimientos y, en el caso que estamos analizando, juicios acerca de la historia de la fe cristiana.
Una de las reivindicaciones hechas por los movimientos de santidad que germinaron y se extendieron en Estados Unidos en el transcurso del siglo XIX, fue la de afirmar que su objetivo era restaurar lo que se había perdido en las iglesias protestantes, es decir una fe viva y personal, la cual fue sustituida por tradiciones y ritos que mediatizaban la fe neotestamentaria. Se trataba de poner nuevamente en escena lo que se había perdido en algún momento de la historia.
Es larga la lista de los grupos que a partir del siglo IV abogaron por la restauración del cristianismo, al que consideraban distorsionado por diversos intereses, fueran estos políticos o de otro tipo. Los restauracionistas creían, y creen, que en algún momento de la historia –para muchos ese momento fue la simbiosis Estado-Iglesia que tuvo lugar bajo el Imperio romano de Constantino- la fe cristiana fue adulterada y paulatinamente cayó en un proceso de corrupción. Desde esta visión se hace necesario rescatar al cristianismo secuestrado y devolverle su autenticidad.
Tales esfuerzos por regresar a una fe auténtica, no mediada por las versiones adulteradas, son reconocidos a distintos personajes, entre ellos, Martín Lutero, John Wesley, los puritanos y otros dependiendo del grupo específico al que se pertenezca en el amplio abanico del restauracionismo. En el caso de la
Apostolic Faith Mission su conexión inmediata, así lo declaran, es con el revivalismo de la segunda mitad del siglo XIX.
Es interesante el eslabonamiento histórico que hace Frank Bartleman (testigo participante que dejó constancia de su experiencia en su
How Pentecost Came to Los Angeles, How it Was in the Beginning) entre la misión de Azusa Street y otros momentos purificadores en la historia del cristianismo. En su libro publicado en 1925 intercala lo mismo opiniones de casi dos décadas después del inicio del avivamiento de Azusa, que artículos escritos y publicados por periódico de santidad en 1906. Se ocupa de subrayar que lo sucedido en Azusa remonta sus antecedentes al primer siglo, lo hace cuando describe la glosolalia resurgida en la casa de Bonnie Brae Street número 214, y días después potenciada en la calle Azusa: “Un gran espíritu de humildad se manifestaba en esa reunión. Estaban concentrados en Dios. Era evidente que el Señor había encontrado su pequeño remanente, en los márgenes como siempre, a través del cual podría hacer su voluntad. Esto no podía hacerlo en ninguna obra misionera del país. Todas estaban en manos de intereses humanos. El Espíritu no podía trabajar. Otros, de lejos más pretenciosos, habían fallado. Lo que el hombre más estima había sido dejado de lado una vez más, y el Espíritu había nacido de nuevo en un humilde
establo, fuera de las instituciones eclesiásticas, como siempre”.
El paralelismo entre el establo de Belén, donde tuvo que nacer Jesús porque nadie quiso recibir a sus padres, y el establo de Azusa encierra toda una toma de postura hermenéutica que desafía a las venerables instituciones que rechazaron las señales del Espíritu.
Pero esto le veremos más en detalle en el segundo y último artículo sobre Azusa Street y la teología del pentecostalismo
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