En primer lugar, es menester adelantarse a decir que
si Dios creó el tiempo no puede estar limitado por lo que él mismo creó. El tiempo creado es algo separado de la propia eternidad del Creador. Él se halla por encima del tiempo cambiante precisamente porque es eterno, es decir, porque como bien dice el salmista: "antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios. [...] Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche" (Sal. 90: 2, 4).
El Dios que se revela en la Biblia no está atado a su creación, no empieza a existir con el universo, sino que lo ha hecho desde la eternidad. Que Dios sea eterno significa que es atemporal y que todo el tiempo creado se encuentra a la vez delante de sus ojos, "como el día de ayer". Dios ve el pasado y el futuro como si fueran presentes. Su eternidad hace que todos los tiempos le sean simultáneamente actuales. Las distancias temporales que a los humanos nos resultan definitivas, para él son insignificantes ya que no está sujeto a la mutabilidad del tiempo y, por tanto, Dios no cambia como lo hacemos nosotros. A esto se refiere Santiago en su epístola, al escribir: "en el cual (en Dios) no hay mudanza, ni sombra de variación". (Stg. 1: 17.)
La Biblia enseña asimismo que tanto la omnisciencia como la omnipotencia y omnipresencia de Dios están íntimamente relacionadas con su eternidad. El hecho de que el tiempo como un todo se muestre delante de él, así como el espacio y la materia creada, significa que Dios está siempre presente y domina absolutamente toda la creación. Es el sentido de la respuesta de Job: "Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti". (Job 42:2) Llamar omnipotente a Dios es reconocer que su poder no tiene límite, definirle como omnipresente significa aceptar su presencia en todo lo creado, ser omnisciente es saberlo y conocerlo todo y referirse a su eternidad es creer que existe "desde el siglo y hasta el siglo", al margen de la creación.
Pero, además de todo esto, la Escritura da a entender que el poder más maravilloso del Dios omnipotente es precisamente el de su inmenso amor. El Creador es tan poderoso que es incluso capaz de aceptar ilimitadamente a alguien tan diferente a él mismo como el propio ser humano, y aceptarlo hasta el extremo de abrirle la posibilidad de llegar a existir eternamente y participar así de su propia esencia divina. Esto es lo que Dios ha hecho con cada persona que acepta a Jesucristo como su salvador. La Revelación muestra que Él ama a todas sus criaturas, incluso a aquellas que equivocadamente le rechazan o niegan su existencia.
Por tanto, no es acertado intentar comprender a Dios sometiéndolo a los límites propios del mundo físico, porque lo trasciende absolutamente. Su mente inteligente no necesita nuestro tiempo para poder pensar. Lo hacía ya mucho antes de que existiera el tiempo de los relojes humanos y lo seguirá haciendo cuando éstos queden fosilizados bajo las cenizas de la historia. La mente divina no requiere de la materia para ejercer su función, ni los pensamientos del Altísimo pueden compararse a los del hombre. Como escribió el profeta Isaías: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová". (Is. 55:8) De manera que debemos aprender a ser más humildes en nuestras apreciaciones de la deidad y no intentar ponerle límites a lo ilimitado. Por mucho que se empeñen algunas personas, jamás el tiempo de la física podrá atrapar o condicionar a su propio Creador.
La física actual le da la razón a Heráclito al demostrar que en el universo todo fluye sin cesar. La materia del cosmos es perfectamente cambiante en el tiempo. Esta evidente mutabilidad universal exige la existencia de otra realidad que sea inmutable por su propia naturaleza.
La ciencia actual amplía este antiguo argumento acerca de la existencia de Dios. Un mundo cambiante requiere un Creador que no cambia ni es afectado por el tiempo cósmico. Desde luego, esta es una reflexión filosófica que no hay que confundir con las conclusiones científicas.
La física no puede demostrar la existencia de Dios, debido a las exigencias de su propio método, como tampoco puede llevar a nadie al ateísmo. Sin embargo, cuando el sentido común reflexiona acerca de los últimos descubrimientos de la nueva física, es inevitable que el ser humano levante sus ojos a los cielos y reconozca la necesidad de un Creador inmutable que es la razón misma del universo.
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