El origen del lenguaje sigue siendo un misterio para la ciencia. La facultad de hablar es exclusivamente humana.
La Torre de Babel, pintura al óleo sobre lienzo de Pieter Brueghel el Viejo. / Dominio Público, Wikipedia.
Los capítulos 10 y 11 de Génesis indican que a partir de los hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet) se repobló toda la tierra después del diluvio.
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Poco a poco irán surgiendo pueblos, ciudades e imperios alrededor de líderes prominentes como Nimrod, de quien se dice que fue “el primer poderoso en la tierra”, un “vigoroso cazador” y el fundador de ocho ciudades por toda la región mesopotámica (Gn. 10:8-12).
Todo esto tiene lugar en un área geográfica concreta que abarca desde el mar Negro hasta el desierto de Nubia, al noreste de Sudán. Y, por el este, desde Irán al mar Mediterráneo.
En tales regiones se llegó a formar una civilización compacta que poseía una misma lengua y que no parecía tener interés en dispersarse más allá o en llenar la tierra, tal como había ordenado Dios a Noé y a sus descendientes (Gn. 9:1).
La Biblia especifica que cuando tal civilización salió de oriente se estableció en la tierra de Sinar (Gn. 11:2). Se trataba de una llanura aluvial situada en el valle que formaban los ríos Tigris y Éufrates, es decir, Mesopotamia. Allí fue donde construyeron la torre de Babel con el propósito de asentarse y, como consecuencia, desobedecer la orden divina.
Los materiales empleados en dicha construcción fueron ladrillos cocidos y asfalto, éste último muy abundante en la zona hasta el día de hoy.
Todavía en la actualidad pueden verse los restos de zigurats o templos escalonados realizados de esta manera, tales como el famoso de Etemenanki en Babilonia, dedicado al dios babilónico Marduk, y el de Ur (Irak), dedicado al dios lunar Nanna, de los sumerios.
Algunos autores dudan de la veracidad de este relato bíblico y consideran que se trata más de una leyenda religiosa o moral que de una historia verdadera. Por ejemplo, el fraile dominico francés Roland de Vaux, que también era arqueólogo, creía que la torre de Babel se derrumbó y que los teólogos interpretaron dicha ruina como un castigo divino.[1]
Sin embargo, otros arqueólogos no opinan lo mismo y consideran que se trata de una historia real. En este sentido, el también francés André Parrot escribe: “el relato bíblico de la Torre de Babel nos parece profundamente histórico, por todas sus observaciones de detalle que descansan sobre comprobaciones precisas y sobre realidades que hemos señalado ya.”[2]
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Parrot centró su trabajo en el Creciente Fértil y se refirió a los numerosos zigurats de Mesopotamia, afirmando que se trata: “ante todo de una identidad en las realizaciones arquitectónicas, que descansa evidentemente sobre un sentimiento religioso común.
Esto no resulta indiferente, y quizás el relato bíblico de Génesis XI sería una reminiscencia suya cuando dice de los hombres de Sinar que formaban un solo pueblo con una misma lengua.
Esta unidad, como se sabe ahora, era bastante más real, cultural y religiosamente considerada, que, en el plano racial y lingüístico, por lo menos en la época “histórica” (hacia el 3000 a. C.), puesto que, por estas fechas, semitas y sumerios se disputan ya Mesopotamia.”[3]
Según la Escritura, la desobediencia a la voluntad divina estuvo motivada por el orgullo y el afán de poder que caracterizan desde siempre al ser humano. El agrupamiento y la uniformidad fueron determinantes para aquella primitiva humanidad.
Sin embargo, los planes divinos implicaban todo lo contrario: dispersión y diversidad étnica por toda la tierra. El problema de los imperios creados por el hombre con el fin de lograr paraísos sociales, bienestar para todos sus habitantes y paz perdurable es siempre el mismo: tarde o temprano aparecen los fantasmas de la corrupción, la injusticia y la opresión.
Quienes ostentan el poder son tentados por la codicia y pronto acaban por robar, explotar y oprimir a los demás. La historia está repleta de ejemplos al respecto.
Tal como dijo el apóstol Pablo: “porque raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Ti. 6:10). Es el alma humana la que debe cambiar para que la sociedad cambie.
Sin embargo, mientras no haya paz en el corazón del hombre, no habrá verdadera paz social. La paz perdurable y la auténtica unidad sólo se pueden hallar en Jesucristo, cuando éste transforma radicalmente el corazón de las personas.
El texto bíblico dice que aquellos hombres se dijeron: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra” (Gn. 11:4).
Tal como explicaba nuestro querido hermano Félix Benlliure en su artículo sobre la torre de Babel,[4] el verbo “llegar” no se encuentra en el texto original, por lo que sería más acertado decir que era una construcción “para” o “hacia” el cielo.
Demasiado sabían los antiguos que las montañas de Elam -próximas a ellos- no tocaban el cielo y que su torre o zigurat, por muy alta que fuera, tampoco lo lograría.
Sin embargo, por toda Mesopotamia se han encontrado restos de zigurats (algunos de hasta unos 90 metros de altura) en los que aparecen inscripciones que se refieren a relacionar el cielo con la tierra.
Según ciertos arqueólogos, su finalidad sería proveer una especie de morada elevada para los dioses y situarlos así a salvo de las frecuentes crecidas e inundaciones de los ríos Tigris y Éufrates. Por supuesto, los humanos también podrían acceder a ellos durante tales catástrofes.
Según la Escritura, ante la construcción de la ciudad y la torre de Babel, Dios no tuvo más remedio que volver a actuar contra la arrogancia y desobediencia humana, contra su afán de poder y contra su oposición al único Dios verdadero.
Querían ser célebres (“hagámonos un nombre”) y deseaban vivir seguros (“por si fuéremos esparcidos”) pero sólo mediante el esfuerzo humano. El problema es que el hombre no había sido creado para ser independiente de Dios.
Además, aunque la Biblia no lo dice, probablemente el paganismo estuvo relacionado con esta historia y, a pesar de que la torre se dirigía hacia el cielo, en realidad, no apuntaba hacia el auténtico Dios creador.
El texto dice: “Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad” (Gn. 11:7-8). El uso del plural “descendamos” y “confundamos” ha sido interpretado como un “pantheon” o un consejo de dioses[5] e incluso como un plural mayestático.
Los judíos, por su parte, lo entienden como la unión de Dios con la congregación de los ángeles. Sin embargo, desde el cristianismo, siempre se ha venido creyendo que tal plural se refiere al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Una perspectiva politeísta no resulta coherente con la forma singular del texto de Génesis 1:27 (“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”).
Es cierto que las primitivas creencias paganas de algunos pueblos entendían que el universo había sido creado mediante la unión sexual de un dios masculino con otra divinidad femenina o por medio de una lucha fratricida entre dioses, etc.
Sin embargo, la Biblia rechaza tales creencias y enseña que sólo hay un Dios creador y que éste no tiene sexo como los humanos.
La Escritura afirma que Dios confundió el lenguaje de los constructores de la torre de Babel y, al no entenderse éstos entre sí, tuvieron que paralizar el proyecto y separarse. Probablemente, se agruparían por afinidades lingüísticas. Aquellos que mejor se entendían permanecerían juntos y así, poco a poco, se irían formando nuevos pueblos y naciones.
El origen del lenguaje sigue siendo un misterio para la ciencia. La facultad de hablar es exclusivamente humana. Ningún otro ser vivo la posee.
Todos los animales se comunican, pero sólo el ser humano lo hace mediante el lenguaje. Lo cual no tiene explicación desde el gradualismo evolucionista ya que se asemeja más a un don milagroso que a una propiedad natural adquirida lentamente al azar. Pues, con la confusión de lenguas en Babel y el origen de los idiomas, ocurre lo mismo.
Según la Escritura, se trata de una intervención divina milagrosa que provocó la dispersión humana por toda la Tierra. Algo que, hasta ahora, la ciencia tampoco ha logrado determinar.
Notas
[1] de Vaux, R., 1985, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona, p. 374.
[2] Parrot, A.,1962, La torre de Babel, Cuadernos de Arqueología Bíblica, Ed. Garriga, Barcelona, p. 60.
[3] Ibid, p. 34.
[4] Benlliure, F., 2013, “La torre de Babel”, en Gran Diccionario Enciclopédico de la Biblia, Clie, p. 273.
[5] von Rad, G., 1988, El libro del Génesis, Sígueme, Salamanca, p. 181.
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