Necesitamos un enfoque y lenguaje que no sólo sea fiel al evangelio, sino también reparador ante la historia y sensible ante la diversidad de culturas.
Con la creación de la República Popular China y la expulsión de los misioneros en 1949, el movimiento misionero evangélico recibió un golpe duro e inesperado.
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En medio de ese desconcierto, la conferencia del Consejo Misionero Internacional celebrada en Willingen (1952) fue clave: allí el teólogo Karl Hartenstein introdujo el término Missio Dei, que más tarde David Bosch popularizaría en su influyente obra Transforming Mission (1991).
El concepto marcó un giro profundo: la misión no pertenece en primer lugar a la iglesia, sino a Dios mismo. Él es su origen, su agente y su fin. Su promotor y su máximo protagonista. La iglesia no es la que “inventa” la misión, sino la que se une al Dios que ya está en misión.
No se trata de llevar a Dios “donde no está”, sino de descubrirlo-reconocerlo, y colaborar con su obrar ya presente en todo lugar. De hecho, Missio Dei no solo nos habla de “la misión de Dios” o de “el Dios que envía” sino también nos invita a contemplar a “un Dios que se envía a sí mismo”, a “un Dios que acompaña en el envío” y a “un Dios que ya está presente en el campo de misión”. 1
Esta comprensión ha sido confirmada por numerosas experiencias en el campo transcultural por misioneros hispanos o latinoamericanos en las últimas cuatro décadas. Muchos testifican que, al llegar a nuevos contextos, “Dios ya estaba allí obrando” (parecido al caso de Cornelio en. Hch 10 y 11), incluso en situaciones de persecución o donde no había presencia cristiana evidente.
A veces a través de las acorraladas iglesias tradicionales, otras mediante sueños o visiones, especialmente en contextos musulmanes.
Lejos de anular la urgencia misionera, esto resalta que la forma más fiel y eficaz de hacer misión es discernir y sumarse a la obra que Dios ya está realizando.
A pesar de su riqueza, el concepto de Missio Dei ha sido malentendido o se ha usado mal en algunos círculos como una excusa para abandonar el compromiso misionero transcultural o como una expresión de teología liberal.
Nada más alejado de su sentido. La Missio Dei se fundamenta en la declaración de Jesús: “Como el Padre me envió, así también yo os envío” (Jn 20:21). En el envío del Hijo participaron el Padre, el Espíritu y hasta los ángeles (Heb 10:5–7; Sal 91:11–12; Mt 4:11).
Cristo quiere que lo que el Padre inició en el cielo hoy lo sigamos desarrollando nosotros en la tierra: “Como el Padre… así también vosotros…”. Así como el Padre envía al Hijo, y estos al Espíritu Santo, ahora Padre, Hijo y Espíritu Santo envían a la iglesia entera.
El envío continúa hoy, e incluye a todos sus discípulos, i.e. a todos los creyentes, no sólo a los Doce (y no solo a los misioneros), como confirma Mateo 28:18–20, ya que en este pasaje Jesús encomienda la “Gran Comisión” a todos aquellos con los que Él estará hasta el fin del mundo.
La Missio Dei abarca y trasciende a la iglesia, al igual que su puesta en práctica como establecimiento del Reino de Dios abarca y trasciende a la conversión: el propósito de la misión según Jesús es restaurar el orden divino, bajo la soberanía de Dios sobre toda criatura y la creación entera.
Por tanto, la Missio Dei consiste en establecer el Reino de Dios (el Malkutha d’Alaha - ܡܠܟܘܬܗ ܕܐܠܗܐ en arameo, que no transmite una carga imperial o coercitiva como regnum).
No se trata de un reino geopolítico, aunque lamentablemente, en la historia misionera —marcada en el pasado por el colonialismo y el imperialismo— esa distinción no siempre fue clara. Heridas abiertas por cruzadas, conquistas y colonizaciones siguen afectando a muchas culturas.
Por eso, pensar en la misión hoy exige volver con humildad al Dios trino, el Dios misionero.
¿Podría encontrarse un lenguaje más conciliador para hablar del Reino de Dios y la misión?
Jesús anunció el corazón de su evangelio con una frase breve pero contundente: “El Reino de Dios se ha acercado” (Mc 1:15). Pero si la Missio Dei consiste en establecer el Reino de Dios, y si para muchos de los que van a ser objeto de la misión esto evoca imágenes de expansión imperial, usurpación cultural o conquista religiosa —tal como ilustra la película El reino de los cielos de Ridley Scott— sonando más a opresión que a liberación, ¿no deberíamos resaltar otras expresiones bíblicas que transmitan claramente el mensaje restaurador de Jesús?
Expresiones que, como veremos, son pilares en la propia revelación bíblica en cuanto a cuál es el propósito divino para la misión. Por tanto, no se trata de inventar un nuevo lenguaje ni de traer nuevos conceptos ni de hacer concesiones sino de hacer puntualizaciones que la Palabra nos propone.
Si queremos reflejar en esos contextos lo que Jesús expresaba bajo su llamado a aceptar y vivir el Reino de Dios, debemos cuidar el lenguaje que usamos.
Si la Missio Dei consiste en establecer el Reino, ¿existe un modo de comunicarlo que, sin perder fidelidad bíblica, hable con sensibilidad a oídos heridos y culturas marcadas por errores del pasado? 2
A la hora de hacer una reflexión misionológica y llegar a conclusiones que haga justicia a Su proyecto —no al “nuestro” — y que nos guíe a conclusiones prácticas, este es un aspecto en el que creo que debemos mostrar tacto.
A la luz de la Missio Dei —la misión del Dios que envía y del Dios enviado— tres grandes propósitos divinos expresados clara y enfáticamente en las Escrituras pueden ofrecernos un lenguaje esclarecedor y paralelo:
La restauración de la imagen divina en todo ser humano y cultura (cf. Gn 1:27, Col 3:10; Ef 2:15)
La bendición abrahámica para todos los pueblos, y toda la creación (cf. Gn 12:13; Ro 8:21; Ap 7:9)
La búsqueda de la gloria de Cristo como eje orientador de la misión (cf. 2 Co 4:4, 6; Ef 1:6, 12. 14)
Estos tres propósitos permiten expresar el Reino con matices que sanan en lugar de herir, que proponen en lugar de imponer, y que atraen en lugar de crear rechazo.
Tradicionalmente, la misión se ha centrado en la salvación eterna, el establecimiento de iglesias y el discipulado de los conversos en todas las naciones (cf. Mt 10:32-33; 16:18; 28:19; Hch 11:19-26; Hch 13–14, y similares). T
odo esto es irrenunciable, y en el terreno práctico constituye la piedra angular sobre la que se debe edificar todo otro objetivo. 3
Pero la Missio Dei (i.e. el llamado al Reino de los Cielos), nos invita a ir un paso más allá —y, a la vez, a regresar al origen de la misión: Dios mismo. No se trata solo de añadir “obra social” como adorno o como pretexto para justificar lo que predicamos, 4 sino de abrazar el proyecto completo de Dios para el individuo, la sociedad y el cosmos: la restauración de toda la creación bajo su soberanía justa y amorosa.
La conversión, entonces, no es el fin de la misión, sino el “trámite” (el umbral) de un proceso redentor más amplio. “Nos redimió... PARA ser un pueblo suyo... celoso de buenas obras... Estas cosas son buenas y útiles para los hombres” en sentido amplio (Tit 2:8; 3:5 y 8).
La redención personal no es un fin en sí misma, sino que es PARA… Pero, por descontado, sin cursar el “trámite” no se puede iniciar la diligencia.
En mi libro (Madrigal 2017: 19–20 5), he distinguido dos clases de efectos o resultados de la extensión del evangelio: por un lado lo que he llamado los efectos “restringidos” o “específicos” (como la conversión, el perdón de los pecados y la salvación individual), y por el otro, los efectos “amplios” o “acumulativos” (el reconocimiento creciente de la dignidad de toda persona y de los derechos humanos, la lucha por la mejora social y el bienestar de todos sus gentes, la erradicación de las intolerancias e injusticias, el cuidado de la heredad que es la creación y que nos ha sido confiada en depósito...) efectos que ha producido y produce el evangelio cuando es vivido con coherencia y amplitud de miras.
En la puesta en práctica de la misión orientada a otros contextos y culturas (así como en neustro propio contexto), no podemos conformarnos con los efectos “individuales” (con las conversiones, etc.) o “restringidos” (el crecimiento de la iglesia, etc.).
Debemos valorar también los efectos “amplios” y “acumulativos” de la misión (el efecto positivo en toda la sociedad, en la aplicación de la justicia social y universal, etc.) como parte integral del mensaje de Jesús y de toda la Biblia (cf. Jer 29:7 6).
En contextos sin antecedentes cristianos, estos aspectos pueden funcionar como herramientas de pre-evangelización. Pero también deben asumirse como metas del evangelio: manifestaciones prácticas de la intervención de Dios para el bien de todos, no limitada sólo al “pueblo de Dios”: aportaciones al desarrollo de una educación de excelencia, favorecer a los menos favorecidos, apoyo a iniciativas de desarrollo económico, ayudas a damnificados por desastres naturales o guerras, elevar la voz por los que no tienen voz, defender y preservar el estilo de vida de otros grupos étnicos...
No se trata, por tanto, de sustituir el propósito del Reino, sino de hacerlo inteligible y apropiado a su ethos, superando cargas ideológicas enquistadas en determinadas culturas y recuperando su sentido transformador.
Se trata de enmarcar el Reino de Dios en la Missio Dei, y en la acción soberana del Dios Trino. Estos tres propósitos permiten articular una teología de la misión fiel al evangelio, sensible al contexto y comprometida con la conversión de personas y pueblos enteros al señorío redentor de Cristo.
1. La Imagen: Reflejar a Dios en todo lo humano
Desde la creación, el ser humano fue formado con, y llamado a… llevar la imagen de Dios (Gén 1:26-28). Esta vocación incluye reflejar su carácter, ejercer una autoridad responsable y vivir en comunión con Dios, con el prójimo y con la creación.
Y significa que toda vida humana tiene igual dignidad y valor, dignidad otorgada por Dios y de un carácter insoslayable. Con la caída, esa imagen quedó herida y distorsionada. Pero en Cristo, la imagen es restaurada y perfeccionada (Col 3:10), de modo que quienes lo siguen sean conformados a su semejanza. Y estos a su vez vean y traten a todos los demás, sean creyentes o no, según esta dignidad.
El propósito de la Missio Dei y del anuncio del Reino es, por tanto, un llamado a predicar a Cristo como Señor y Salvador, para que hombres y mujeres, al creer en el evangelio, se conviertan y entren en una nueva identidad como discípulos.
Esta conversión no es meramente un acto interior, sino el comienzo de un proceso de redención que abarca la totalidad de la vida, tanto en lo espiritual como en lo relacional, económico, social, identitario y ecológico.
Se trata pues de devolverles la dignidad individual y colectiva a todos los pueblos, sin imponer una civilización como superior a la otra.
Esta transformación da lugar a comunidades proféticas (i.e. modélicas 7), formadas por discípulos comprometidos que reflejan la imagen de Dios al vivir los valores del Reino —amor, justicia, misericordia, humildad, reconciliación, paz, integridad, honradez, respeto...— de forma encarnada en su contexto.
No se trata de decir sólo “ya soy salvo y voy al cielo” sino de reconocer y restituir el valor de la imagen divina en los menos favorecidos, que por causa de la degradación e injusticia en la que han caído los sistemas humanos separados de Dios, han sido desprovistos de su dignidad.
Además, se trata de dirigirnos y tratar a cada individuo según su valor intrínseco —y no como si fuera una pieza o trofeo de caza— dándole valor como persona que es, creada a la imagen de Dios, propiciando vínculos de amistad y no sólo de clientelismo utilitarista orientado a aumentar estadísticas de resultados.
Para que esa imagen sea realmente encarnada y difundida, especialmente en contextos multiculturales o no cristianos, es necesario aprender a identificarse con aquello que en cada cultura no entra en conflicto con el evangelio.
Así como Pablo se hizo “judío con los judíos y gentil con los gentiles” (1 Co 9:19-23), hoy se nos llama a una labor de inmersión humilde pero eficaz, que no implante moldes culturales foráneos, sino que busque encarnar la verdad del evangelio desde dentro de las culturas.
Esto requiere sanar las heridas provocadas por pasadas imposiciones, reconociendo y superando modelos de misión que, en lugar de reflejar la imagen de Cristo, difundieron imágenes deformadas por intereses políticos, económicos o de expansión colonial.
Incluso por intereses denominacionales… Aunque hay que reconocer que muchas misiones históricas actuaron con gran abnegación y sacrificio —y seguramente en aquellas épocas y con la comprensión de entonces no podrían haber entendido la misión con las implicaciones que hoy reconocemos— no debemos ignorar que otras veces fueron cómplices, intencionales o no, de agendas imperiales.
¡Necesitamos llevar un evangelio y un Jesús que lo proclame a Él únicamente, sin otros lastres innecesarios, mostrando y demostrando que es Él quien restituye la dignidad (la imagen) en todo ser humano independientemente de su anclaje étnico o cultural!
2. La Bendición: El Reino como beneficio para el mundo
Tras Génesis 1:26-27 y mucho antes de la “Gran Comisión” Dios anunció su propósito para las edades (para la misión) con la promesa dada a Abraham, en términos de bendición para todas las naciones o familias de la tierra (Gén 12:3).
La Missio Dei y el Reino de Dios no tratan por tanto de imponer la agenda de un país a otro, sino de ser exponentes de la bendición divina a todos los pueblos.
Esta bendición se cumple en Cristo, cuya muerte y resurrección hacen posible la reconciliación con Dios y entre los seres humanos, y la restauración del equilibrio en el cosmos.
La predicación del evangelio invita a las personas a participar conscientemente de esa bendición mediante la fe, la conversión y la obediencia al Señorío de Cristo, pero también a través de la reconciliación entre los pueblos, la dignificación de todo ser humano y el cuidado de la creación.
Por ello, esa bendición de Dios también se manifiesta como gracia común: una expresión que señala que el amor divino alcanza todos seres humanos y a todos los pueblos, incluso a quienes aún no se han rendido al evangelio.
La gracia común está vinculada a los efectos “amplios” o “acumulativos” de la misión. Dios ha diseminado rastros de su bondad y belleza en cada cultura, y sigue extendiendo su bendición de forma indiscriminada: “Vuestro Padre que está en los cielos... hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5:45).
Reconocer esta gracia común nos previene de caer en actitudes de superioridad espiritual y nos permite ver en los demás no sólo necesitados de salvación eterna sino también participantes en la construcción del bien común.
Si con ello y con ellos promovemos los valores del Reino en una sociedad dada, esto también es misión. Y nos permite discernir que el éxito de la misión no se reduce al “número de decisiones por Cristo”, sino que debe ir más allá de los salvos, procurando y aportando bendición a toda una sociedad.
Aun así, el canal directo por el cual la bendición de Dios se multiplica en el mundo es el testimonio vivo de los discípulos de Cristo. Cuando la iglesia vive de forma coherente con el evangelio —en misericordia, solidaridad, integridad y servicio— la bendición divina se convierte en una realidad tangible que ayuda a la transformación de comunidades enteras.
Los discípulos no sólo reciben la bendición, sino que la encarnan y la diseminan en su entorno, mostrando y ejemplificando así la relevancia del Reino para todos los ámbitos de la vida humana.
En muchas situaciones, esa bendición genérica precede y acompaña a la conversión explícita. Es decir, antes de ver gran número de “convertidos”, puede que el Espíritu nos llame a ser presencia fiel, transformadora y dialogante, sembrando confianza, reparando relaciones culturales rotas y disipando malentendidos que confunden el evangelio con las “cruzadas”, con programas “civilizatorios”, o con intrusiones “foráneas”.
La misión como bendición no se reduce al resultado inmediato, sino que se orienta a una transformación paciente, humilde y radical de los corazones y las estructuras sociales. Y en muchas situaciones, esa bendición irá más allá de aquellos que lleguen a convertirse y formarse como discípulos. A veces requiriendo y abarcando un proceso de varias generaciones…
3. La Gloria: La meta de la misión es la gloria de Cristo
La meta última del Reino no es simplemente mejorar las condiciones humanas o aumentar la membresía de las iglesias, sino la manifestación de la gloria de Dios en toda la creación. Esta gloria —la presencia santa, majestuosa y transformadora de Dios— ya ha sido revelada en la persona de Cristo (Jn 1:14). Pero esa gloria no es solo escatológica, i.e. de índole futura: el apóstol Pablo llama al evangelio “el evangelio de la gloria de Cristo” (2 Co 4:4).
Por eso, la misión cristiana tiene como objetivo central glorificar a Cristo ahora, aquí, entre los pueblos. Esto incluye adorarlo, proclamar sus virtudes, corregir la imagen deformada que de él tienen los detractores, y vivir de forma tal que su enseñanza se haga deseable y creíble.
Perdonar, reconciliar, orar, acoger, confiar en Dios, denunciar la injusticia, construir comunidades fraternas… todas estas prácticas son expresiones de una vida que glorifica a Cristo.
Darle la gloria a Cristo es a su vez garante de buena praxis, de que sus propósitos de bondad se antepongan a cualquier motivación egoísta, partidista o discriminatoria que pueda albergar el corazón humano.
Porque “Él no hace acepción de personas”, porque Él “de tal manera amó al mundo”, porque “el que busca la gloria del que le envió, Éste es verdadero, y no hay en él injusticia…”
Se trata de anunciar a todos los pueblos y ejemplificar en nosotros la singularidad y excepcionalidad de Cristo. Es decir, el contenido y la práctica de la misión es proclamar a Jesús y poner en práctica las obras de Jesús entre los pueblos.
Aún más: es poner a todo el mundo en contacto con el Jesús vivo. ¡Esto es lo que le glorifica! ¡Y lo que le glorifica es lo que más beneficia al ser humano! “Porque sólo en la medida en que… descubrimos y enunciamos Sus virtudes y bondades, éstas nos pueden ser transferidas” (Madrigal 2017: 28-29).
Ya sea a nivel individual, a nivel de la comunidad creyente o más allá de la comunidad creyente; entrando en cualquier círculo que nos quiera recibir, como hiciera el propio Jesús. 8
Colaborando incluso con aquellos que promuevan acciones que se ajusten a los valores del Reino, aunque no sean cristianos (por poner un caso: abogando juntamente con aquellos que luchan para que las niñas puedan asistir a la escuela y acceder a la educación superior).
Entonces la comunidad y la labor de los convertidos constituye un templo vivo en el que la gloria de Dios habita y desde donde se proyecta al mundo. Un templo sin paredes, sino que como la Jerusalén celestial es transparente e irradia luz a todo el universo.
La Luz de la gloria de Dios en Cristo. Y así la iglesia=comunidad debe reflejar Su gloria fuera de la iglesia=centro de adoración. Porque el evangelio, no es el evangelio de los convertidos, sino “el evangelio de la gloria de Cristo” (2 Co 4:4). Según Samuel Zwemer, el llamado Apóstol al Islam, “El principal fin de las misiones no es la salvación de los hombres, sino la gloria de Dios”. 9
Así esta gloria no se impone: se irradia. No se exporta como un producto cultural, sino que se encarna en contextos diversos, mostrando a Cristo no como una figura foránea impuesta, sino como el “Dios con nosotros” universal, que se encarna y hace presente en cada cultura, que habla, piensa y se desenvuelve como uno de ellos y ellas, invitando a todos a rendirse ante su verdad y su amor, e invitando a todos a reproducir su ejemplo.
Conclusión
El Reino de Dios sigue siendo la gran noticia que Jesús anunció y el centro de la Missio Dei. Pero para comunicarlo con fidelidad y relevancia hoy, necesitamos un enfoque y lenguaje que no sólo sea fiel al evangelio sino también reparador ante la historia y sensible ante la diversidad de culturas.
Que ponga a Jesús, y no a nuestra modalidad de iglesia o a nuestra estrategia, en el centro del mensaje y de la praxis.
Hablar de la imagen, la bendición y la gloria nos permite proclamar el Reino como lo que realmente es: una nueva humanidad en Cristo, una comunidad para el bien del mundo, y un anticipo visible de la gloria venidera.
¡Unirnos al Dios en misión es rendirnos a su gloria, reflejar su imagen y esparcir su bendición, no desde el triunfalismo, el poder o la mera intervención humana, sino desde la encarnación, la cruz y la resurrección!
Notas
1. La palabra “misión” proviene del latín missio, “envío”, y se empezó a usar en el s. XVI por los jesuitas para referirse a la evangelización de ultramar. Aunque el concepto es bíblico, el término no lo es, y ha adquirido connotaciones coloniales.
2. En España por ejemplo grupos fascistas usaron el nombre de “Cristo Rey” o “Los Guerrilleros de Cristo”.
3. En esta reflexión he inclinado la balanza hacia la dimensión de la misión que va más allá de la iglesia y su proclamación, porque usualmente el campo evangélico ha ignorado o descuidado esa otra dimensión.
En años de ministerio, hemos participado en la plantación de una veintena de iglesias y presenciado casi mil conversiones en un contexto muy adverso. Logramos el reconocimiento oficial de la iglesia (llegaron a enviarnos el borrador de la nueva constitución para consultarnos), ayudamos a miles de damnificados por terremotos devastadores (1999 y 2023), abrimos parvularios... Y sobre todo trabajamos para transformar la percepción pública sobre quién es Jesús, quien más allá de las religiones, es esperanza viva para todos los individuos, los pueblos y las sociedades.
4. Así como el compromiso social de la iglesia no debe apagar su compromiso por la evangelización-predicación.
5. Carlos Madrigal Mir, Recomponiendo la Misión con Jesús, Impresiones, amazon.es/dp/8494911279, 2017
6. “Buscad el bienestar de la ciudad adonde os he desterrado, y rogad al SEÑOR por ella; porque en su bienestar tendréis bienestar”. Hay un aspecto del shalom (la paz-bienestar), y por tanto del evangelio, que va más allá de la mera propagación de la fe.
Y que busca y se mide por el progreso en el bienestar colectivo (incluso de aquellos que van contra el pueblo de Dios: los babilonios aquí). Bienestar que a su vez viene propiciado por la extensión y práctica de valores evangélicos como la oración, en este caso. Hecho que de paso potencia la proliferación en paz de la fe.
7. Entendiendo por “proféticas”, que asumen el clamor de los profetas por el regreso a la espiritualidad genuina, por la justicia social y por el amparo de los desamparados. Que denuncian toda injusticia haciendo un llamado al arrepentimiento (a los cambios) individual y estructural. Y así constituyen un modelo de sociedad redimida.
8. Así por ejemplo en Turquía hemos apoyado iniciativas para reconocer la dignidad de los alevíes, minoría no cristiana, hemos defendido en los medios de comunicación las enseñanzas de Cristo, hemos acogido conciertos del conservatorio de Estambul en nuestra iglesia, hemos debatido en foros públicos con académicos islámicos sobre temas cristianos… Todo ello no ha aportado “convertidos” directos, pero ha glorificado a Cristo y ha allanado el camino para los que estén interesados en Él y su invitación salvífica, al ayudar a normalizar la presencia de cristianos turcos. Y además le ha dado aplomo a convertidos turcos para glorificar a Cristo y confesarlo ante sus conciudadanos.
9. Samuel Zwemer, Thinking Missions with Christ, London: Marshall, Organ & Scott, 1934, p. 67.
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