Todavía no sabemos cómo hizo Dios las primeras células que aparecieron en el planeta azul, pero estamos seguros de que fue Él quien las diseñó con su infinita sabiduría.
Algunos colegas científicos que no son creyentes están dispuestos a aceptar que el origen evolutivo de la vida presenta numerosos interrogantes todavía por resolver. Incluso conceden que la distancia entre la materia inorgánica y la orgánica es abrumadora y que los sistemas bioquímicos de las células parecen sugerir poderosamente el diseño inteligente. Sin embargo, a pesar de estos acuerdos, muchos de ellos no quieren asumir la idea de que la vida proviene de un Creador y creen que la ciencia logrará finalmente una explicación naturalista y evolutiva sin necesidad de apelar a un Dios trascendente. ¿Por qué insisten en tal creencia, a pesar de los datos en contra?
Probablemente una de las causas sea su compromiso previo con el naturalismo metodológico. Es decir, la creencia de que las únicas explicaciones legítimas para todos los fenómenos del universo y la vida serían aquellas que ocurren de manera mecánica y natural. Si esto es así, en tal cosmovisión no caben los milagros sobrenaturales ni la intervención de la divinidad ya que, según este naturalismo metodológico, cualquier explicación que sea verdaderamente científica requiere de un mecanismo que pueda ser estudiado y desvelado por la razón humana. De ahí que cuando un apologista cristiano defiende la idea de que los últimos descubrimientos, sobre las células y sus complejos procesos bioquímicos, apuntan hacia una mente omnisciente que lo ha hecho todo con minuciosa precisión, algunos le pregunten inmediatamente: ¿cuál fue el mecanismo concreto que usó Dios para crear la vida? Porque si no hubo un mecanismo preciso, según el método naturalista, no podría haberse dado la vida. De esta manera, el científico pierde interés en la idea de creación sobrenatural pues, supuestamente, no le resulta posible trabajar con ella.
Esta misma pregunta puede hacerse también a propósito de la rápida explosión biológica del Cámbrico, en la que, de los veinte filos o tipos básicos de seres pluricelulares existentes en la Tierra, once aparecieron ya por primera vez en este período, hace más de 500 millones de años, y también a propósito de las posteriores explosiones de peces en el Ordovícico, anfibios y reptiles en el Carbonífero, dinosaurios en el Triásico, aves en el Jurásico y mamíferos en el Terciario.1 ¿Cómo se formaron tan rápidamente todas estas especies animales? ¿Qué mecanismos se emplearon para hacerlas? ¿Cómo fueron diseñadas? ¿Es posible responder a tales cuestiones?
Si Dios creó de manera sobrenatural, no es posible estudiar o conocer cómo lo hizo, puesto que no empleó ningún mecanismo natural, al cual podamos tener acceso. De la misma manera que tampoco podemos entender cómo el agua se transformó en vino, en las bosas de Caná; cómo Jesús pudo andar sobre las aguas del mar de Galilea o cómo un cadáver de varios días se levantó de la tumba. No obstante, también cabe la posibilidad de que Dios creara por medio de procesos naturales, leyes o mecanismos que hubieran sido diseñados previamente. Puede también que lo hiciera de las dos maneras, unas veces sobrenaturalmente y otras por medio de procesos naturales ya creados. De hecho, los dos primeros capítulos del Génesis bíblico contienen verbos hebreos antiguos que sugieren estas dos posibilidades. Términos como “bara”, “asah” y “yatsar”, se refieren a creaciones directas de Dios, mientras que “banah”, “haya” y “desha”, implican realizaciones mediante algún proceso natural. De manera que, según el propio texto bíblico, el Creador pudo actuar natural y sobrenaturalmente en la formación del mundo.
Ya hemos dicho que la ciencia no puede tener acceso a sus acciones sobrenaturales, pero sí debería poder acceder a aquellas otras que se llevaron a cabo mediante algún proceso o mecanismo natural. Esto implica que, al investigar estas últimas, sería lógico descubrir que llevan el sello indeleble y evidente de la inteligencia divina. ¿Hay alguna posibilidad de unir el método científico con la acción inteligente del Creador, según esta segunda manera de crear dentro de las leyes naturales? Si, en el estudio del origen de la vida, se descubriera, por ejemplo, que ciertos eventos químicos precisos y necesarios ocurrieron en el momento justo y con la magnitud adecuada, esto podría constituir una evidencia de la acción divina. Tales acontecimientos puntuales e improbables podrían interpretarse como intervenciones milagrosas de Dios ya que el impresionante azar requerido para que ocurrieran de manera aleatoria resulta abrumadoramente improbable.
Si el Creador intervino en el origen de la vida por medio de mecanismos fisicoquímicos puntuales, entonces desaparece en gran medida la incompatibilidad entre la evolución química de la vida y el milagro divino. El origen de la vida seguiría siendo un milagro sobrenatural, pero uno en el que Dios no tendría que haber violado siempre las leyes naturales creadas sino todo lo contrario, las habría utilizado para seguir creando. Esta concepción podría generar un terreno común entre la ciencia y la fe en la doctrina bíblica de la creación. Se trata de una posibilidad que conviene tener en cuenta.
Actualmente, cuando los bioquímicos estudiosos del origen de la vida realizan sus experimentos y simulan cómo deberían haber sido las condiciones prebióticas de la Tierra primitiva para que hubiera podido generarse la primera célula viva, en realidad, quizás sin saberlo, están simulando parte del trabajo divino. Están aplicando inteligencia y condiciones especiales de laboratorio para provocar reacciones o circunstancias extraordinarias que permitan entender cómo pudo formarse la vida. Quizás les falte la acción sobrenatural o el toque divino que implica la frase “produzcan las aguas seres vivientes” (Gn. 1:20), pero, de hecho, imitan al Creador en su acción de bioquímico supremo al crear la vida. Según la Biblia, toda criatura humana es imagen de Dios y, por tanto, cuando los hombres y mujeres de ciencia intentan reconstruir en los laboratorios las supuestas condiciones para el origen de la vida, están imitando, aunque sea deficiente e inconscientemente, la acción divina original.
Hasta ahora, todos los mecanismos propuestos por los científicos para entender el origen de la vida dependen de unas condiciones de laboratorio muy exigentes, que sólo pueden ocurrir por medio de la intervención humana. Es difícil aceptar que estos procesos hubieran podido darse al azar, en las condiciones de una Tierra primitiva, porque requieren concentraciones poco realistas de reactivos, demasiada pureza química, un orden de combinación exquisitamente controlado, unos límites de temperatura idóneos, pH concreto y preciso, determinados niveles de salinidad, etc., etc. Si Dios empleó estos mecanismos naturales para crear, es muy posible que tuviera que manipular inteligentemente las leyes de la química y la física para hacerlo y, de hecho, las hipótesis científicas propuestas hasta el presente evidencian las huellas del Creador por todas partes.
Es cierto que todavía no sabemos cómo hizo Dios las primeras células que aparecieron en el planeta azul, pero estamos seguros de que fue Él quien las diseñó con su infinita sabiduría. Por eso, debemos estar dispuestos a seguir la evidencia hasta donde nos lleve ya que quizás, en el futuro, podamos averiguar científicamente cómo lo logró o también es posible que nunca lo sepamos.
Notas
1 Knoll, A. H. 2021, Breve historia de la Tierra, Pasado/ Presente, Barcelona, p. 163; Sanz, E. 2024, Memorias de la Tierra, Shackleton, Barcelona, p. 88; Dixon, D. et al., 1991, Enciclopedia de dinosaurios y animales prehistóricos, Encuentro, Barcelona.
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