La opción por Dios o por la nada se toma siempre, en lo más profundo del alma humana, mediante la fe en lo uno o lo otro, no por medio de ninguna demostración racional.
El verbo “demostrar”, en nuestra cultura actual, casi ha llegado a ser sinónimo de probar objetivamente algo mediante una argumentación científica. Decimos, por ejemplo, que Newton fue el primero en demostrar que las leyes naturales que gobiernan el movimiento en la Tierra y las que gobiernan el movimiento de los cuerpos celestes son las mismas o que Pasteur demostró que la generación espontánea a partir de materia orgánica, de bacterias, insectos y otros organismos, es absolutamente imposible ya que toda célula requiere de otra anterior a ella para su existencia. Resulta evidente que tales demostraciones científicas no son adecuadas para manifestar o explicar la existencia o no existencia de Dios, puesto que a la divinidad no se le puede aplicar el método científico. A Dios no se le puede medir, ni pesar, ni tampoco observar directamente mediante microscopios, telescopios u otros artilugios elaborados por el ser humano. Por tanto, desde la ciencia no es posible probar o negar a Dios. No obstante, hecha tal aclaración, se pueden plantear otras cuestiones. ¿Es posible argumentar desde la lógica filosófica a favor o en contra de la existencia de Dios? ¿Proporciona el conocimiento científico actual evidencias de su realidad o quizás las dificulta?
Tal como es sabido, a lo largo de la historia del pensamiento, se han propuesto numerosos argumentos a favor y en contra de Dios. Sin embargo, la Biblia jamás intenta demostrar su existencia sino que la da por supuesta desde la primera frase. El libro de Génesis empieza diciendo que “en el principio creó Dios…” (Gn. 1:1), sugiriendo que hubo un principio de todo lo material pero que el creador, al no tener principio, no necesitó que nadie lo creara. No requiere de ninguna causa puesto que no está sujeto al tiempo. Únicamente las cosas que tienen principio deben tener también necesariamente una causa que las generara. Sin embargo, Dios no necesitaría una causa para su existencia puesto que no tuvo principio.
Los argumentos más populares acerca de la existencia de Dios seguramente no convencerán a todo el mundo, puesto que en esta vida siempre habrá ateos y escépticos de lo divino. Esa es precisamente la libertad humana para creer o no, con la que Dios nos dotó y también la que nos confiere responsabilidad individual. Sin embargo, cuando se reúnen todos los razonamientos filosóficos elaborados a lo largo de la historia, constituyen un cuerpo de ideas considerable que conviene tener en cuenta a la hora de tomar una decisión personal al respecto, ya que reflejan múltiples aristas y posibles atributos divinos. En definitiva y tal como señala la Escritura, “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay” (He. 11:6). La opción por Dios o por la nada se toma siempre, en lo más profundo del alma humana, mediante la fe en lo uno o lo otro, no por medio de ninguna demostración racional. No obstante, éstas pueden contribuir a decantar la balanza en una u otra dirección. Veamos pues algunos de tales argumentos clásicos.
Cuando el salmista escribió que “los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1), estaba ya planteando el argumento cosmológico. Al observar las estrellas en el vasto universo, el ser humano de cualquier época ha pensado inmediatamente que toda esa inmensa realidad ha debido de ser causada por algo ajeno a ella misma. Esta es precisamente, en filosofía, la llamada “ley de la causalidad” que afirma que toda cosa finita es causada por algo que debe estar más allá de sí misma (todo efecto tiene una causa). Además, el cosmos material no sólo necesita una causa para su origen sino también para seguir existiendo.
Este argumento viene hoy respaldado tanto por la ciencia como por la filosofía. En efecto, la cosmología acepta que hace casi 14.000 millones de años se produjo una gran explosión (teoría del Big Bang) en la que se generó toda la materia y energía del universo, así como el origen del espacio y el tiempo. Esta teoría viene corroborada como mínimo por cuatro importantes evidencias: 1) primero, por lo que se conoce como el “desplazamiento al rojo” o efecto Doppler de la luz de las estrellas que se alejan entre sí; 2) por el eco de la radiación que se detecta todavía en el espacio, que posee la misma longitud de onda que habría emitido aquella explosión original; 3) por el descubrimiento en el cosmos de una masa de energía resultante o materia oscura y 4) por la coincidencia con la famosa teoría general de la relatividad de Einstein. De momento, la ciencia no puede ir más allá. Los conocimientos físicos actuales no permiten saber qué había antes de dicha explosión. Sin embargo, si el universo fue creado, es razonable concluir que debió haber un creador ya que todo lo creado requiere un autor.
Desde el punto de vista filosófico, se argumenta también que el tiempo no puede ser eterno porque es imposible atravesar un número infinito de momentos. Si hubieran tenido que pasar infinitos momentos antes del presente, entonces el día de hoy nunca habría llegado. Pero, lo cierto es que sí ha llegado. Luego, el universo debió tener un comienzo. Y, como todo lo que comienza requiere una causa, es razonable pensar que hubo un creador del mundo. La Biblia no sólo afirma que Dios creó los cielos y la tierra en el principio (Gn. 1:1) sino también que hace posible que todo eso continúe existiendo porque “él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:17). De esta manera la Escritura responde a la eterna pregunta: ¿Por qué hay algo en vez de nada?
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