El avance de la medicina reduce el número de órganos vestigiales
En 1925, durante el famoso “Juicio de Scopes o del Mono”, un zoólogo de la Universidad de Chicago llamado Horatio Hackett Newman, dijo en el banquillo de los testigos que, según el anatomista alemán del siglo XIX Robert Wiedersheim, hay en el cuerpo humano “no menos de 180 estructuras vestigiales, suficientes para hacer al hombre un verdadero museo andante de antigüedades”.
[1] Sin embargo, a medida que la ciencia ha ido desvelando los misterios de nuestro cuerpo, tales vestigios se han ido reduciendo notablemente. En la actualidad, ya sólo se habla de una veintena y existe una gran polémica entre los científicos sobre los órganos que aparecen en dicha lista.
[2] Es temerario decir que un determinado órgano, del complejo cuerpo humano o de cualquier animal, carece de utilidad porque en ese momento no se tenga evidencia de ella. En cirugía, por ejemplo, hubo una época en la que el 40% de las apendicetomías que se practicaban eran innecesarias. Algo parecido ocurrió con la moda de extirpar las amígdalas a los niños.
[3]
La primera dificultad que plantean los llamados órganos vestigiales tiene que ver ante todo con su propia existencia. ¿Por qué deberían persistir en nuestro cuerpo unos órganos que carecen de utilidad? A esta cuestión se enfrentó ya el propio Darwin y reconoció que no tenía la respuesta. Al final del capítulo XIV de
El origen de las especies escribe: “Queda, sin embargo, esta dificultad: después que un órgano ha cesado de ser utilizado y, en consecuencia, se ha reducido mucho, ¿cómo puede reducirse aún más de tamaño, hasta que no quede el más leve vestigio, y cómo, finalmente, puede borrarse por completo? Es casi imposible que el desuso pueda seguir produciendo ningún efecto más una vez que el órgano ha dejado de funcionar. Esto requiere alguna explicación adicional, que no puedo dar.”
[4] ¿Por qué conservaría la selección natural, durante millones de años, órganos que no sirven para nada? ¿Acaso no supondría esto un gasto energético absurdo? Darwin no supo responder.
El razonamiento circular que se realiza a propósito de tales supuestos vestigios inútiles es flagrante. Primero se afirma que estos órganos son el resultado de una evolución degenerativa y después se dice que su existencia es evidencia de la evolución. Sin embargo, hay otras posibles explicaciones para los órganos rudimentarios o vestigiales. Es evidente que en el cuerpo humano y en el de los animales existen estructuras y órganos que son vestigios de nuestro propio desarrollo embrionario y no de la evolución. Por ejemplo, los órganos reproductores masculinos y femeninos son prácticamente indistinguibles en los embriones hasta después de la sexta semana de gestación. Después, tales órganos se desarrollan a partir de los mismos tejidos y siguiendo las instrucciones de los cromosomas sexuales (XX en las hembras y XY en los machos), así como de las diferentes hormonas implicadas. Los embriones machos y hembras empiezan de esta manera a diferenciarse morfológicamente. Sin embargo, cada sexo conserva estructuras vestigiales del otro sexo, como el tejido mamario y los pezones de los varones.
Los pezones masculinos
Lo que resulta sorprendente es que todavía aparezcan los pezones masculinos y el tejido mamario en las listas evolucionistas de órganos vestigiales. ¿Es que se pretende que en alguna etapa de la evolución los machos amamantaron a sus crías? Es evidente que esto jamás pudo ser así. Luego entonces, si no fue la evolución, ¿cómo explicar el origen de tales rudimentos? La respuesta viene del desarrollo embrionario, no de la supuesta filogénesis evolutiva. Tal como se ha señalado, las glándulas mamarias empiezan su desarrollo tanto en el embrión masculino como en el femenino, a partir de las seis semanas de la gestación. En el momento del parto, varones y hembras presentan por igual los rudimentos de glándulas mamarias, así como de los pezones. Los bebés de ambos sexos pueden incluso segregar un líquido blanquecino que es conocido como “galactorrea” del recién nacido y que se debe a que sus glándulas mamarias son estimuladas por los estrógenos que han recibido de la madre. Este fenómeno suele durar un par de semanas y disminuye hasta desaparecer, a medida que el cuerpo del bebé va reduciendo el nivel de hormonas maternas.
Por tanto, los pezones y las glándulas mamarias de los varones son efectivamente restos embrionarios, carentes de función en los adultos, pero que sirven al bebé para eliminar el exceso de hormonas maternales. No son indicio de ningún hipotético proceso evolutivo del pasado sino del desarrollo embrionario de cada persona. Desde esta perspectiva, también se podría decir que los pechos y pezones de las mujeres adultas podrían ser considerados como órganos embrionarios porque, de hecho, no alcanzan su máximo desarrollo y funcionalidad hasta el momento de amamantar al bebé.
El coxis humano
Jerry A. Coyne escribe en su libro, anteriormente mencionado: “Tenemos una cola vestigial, el cóccix, el extremo triangular de nuestra columna vertebral, formado por varias vértebras fusionadas, que cuelga de la pelvis. Es todo lo que queda de la larga y útil cola de nuestros antepasados.”
[5] Tal es la interpretación evolucionista del coxis, el resto rudimentario de la cola de nuestros supuestos antepasados, los monos arborícolas. No obstante, ¿es esta la única interpretación posible? ¿Es el coxis realmente un órgano vestigial inútil? A nosotros nos parece que la respuesta a ambas preguntas es negativa. Veamos por qué.
El coxis o “rabadilla” es un pequeño hueso de forma triangular que está constituido generalmente por cuatro vértebras (a veces sólo tres o incluso cinco) fusionadas entre sí. Se encuentra situado al final de la columna vertebral. El vértice del coxis es redondeado y constituye el punto de inserción de importantes músculos y ligamentos del suelo de la pelvis. Durante mucho tiempo se creyó que semejante estructura no tenía ninguna utilidad y, por tanto, se incluyó en la lista de los supuestos órganos vestigiales inútiles del cuerpo humano. Sin embargo, actualmente se sabe que el coxis tiene una gran importancia anatómica y funcional ya que en él se insertan tendones, ligamentos y múltiples músculos (como el glúteo mayor, elevador del ano, esfínter externo del ano y el coccígeo) que dan soporte a las estructuras adyacentes correspondientes.
[6] Este reducido hueso soporta parte del peso de nuestro cuerpo cuando estamos sentados. Como está unido al diafragma pélvico, proporciona soporte a los órganos de la cavidad abdominal y pélvica, tales como la vejiga urinaria, el útero femenino, la próstata masculina, el recto y el ano. Si no fuera por el sustento que les proporciona el coxis, estos órganos se herniarían fácilmente. Así pues, se trata de una estructura ósea de gran utilidad y no de un vestigio inútil de nuestro supuesto pasado simiesco.
Es cierto que, en casos de accidente o traumatismos del coxis, a algunas personas se les ha extirpado quirúrgicamente y, a pesar de las lógicas molestias, pueden vivir sin él. Pero esto no significa que carezca de utilidad. También es posible vivir sin un riñón, un pulmón, la vesícula biliar, la próstata, un brazo o una pierna, pero esto no implica que tales órganos sean inútiles. Si una persona se fractura o disloca accidentalmente el coxis, esto suele resultar muy doloroso y, en esos casos, el traumatólogo puede aconsejar una extirpación de éste o coccigectomía. Sin embargo, nada de esto demuestra que el coxis sea un órgano vestigial o que carezca de importantes funciones. La perspectiva evolucionista, acerca de los supuestos órganos vestigiales, puede constituir un obstáculo para el avance científico ya que presupone erróneamente que ciertos órganos carecen de función. Sin embargo, desde la creencia en el diseño inteligente se considera que todos los órganos del cuerpo son útiles y contribuyen al buen funcionamiento del organismo. Es evidente que éste puede continuar funcionando sin ciertas partes, pero su eficiencia será entonces menor.
La piel de gallina
Muchos evolucionistas consideran también nuestra “piel de gallina” como algo vestigial carente de función. Por ejemplo, Coyne dice: “Otros músculos vestigiales se hacen notar en invierno, o cuando nos horripila una película de terror: son los músculos erectores o
arrector pili, los diminutos músculos que se fijan a la base de cada pelo del cuerpo. (…) La piel de gallina y los músculos que la provocan no realizan ninguna función útil, al menos en los humanos.”
[7] Aquí también Coyne y quienes opinan como él están equivocados ya que el vello humano, así como los músculos que lo mueven son completamente funcionales, igual que los de los demás mamíferos. Se trata de una respuesta natural del cuerpo, conocida también como piloerección, que puede producirse como consecuencia de diversas causas. Una de ellas es el frío. Las bajas temperaturas hacen que se contraigan los músculos piloerectores, con el fin de generar una capa de aislamiento térmica que atrapa aire caliente entre los pequeños pelos del vello. Otras causas pueden ser las emociones intensas como el miedo o las sorpresas, que desencadenan la liberación de hormonas como la adrenalina, capaz de provocar la contracción de estos músculos erectores. En ocasiones, al escuchar una música que nos resulta muy grata o ante una escena artística conmovedora, el cerebro libera endorfinas y dopamina que activan también la respuesta de los músculos piloerectores.
Nuestro cuerpo está completamente cubierto de pelo, excepto en las palmas de manos y pies, como en los demás mamíferos. La única diferencia es que en el ser humano los pelos son más pequeños y constituyen el fino vello corporal, a excepción de la cabeza, barba en los varones, axilas y vello púbico. Sin embargo, la densidad de pelo por centímetro cuadrado es la misma en el hombre que en la mayoría de los primates. Tenemos, aproximadamente, unos cinco millones de folículos pilosos en nuestra piel y cada uno de ellos está rodeado por músculos erectores del pelo que, cuando se contraen, provocan la conocida piel de gallina.
La gran diferencia funcional existente entre el abundante pelo de los primates y otros mamíferos, como perros y gatos, en comparación con el aparente poco pelo humano, se debe a que las personas podemos regular en parte nuestra temperatura corporal sudando, mientras que los demás mamíferos no sudan a través de la piel. Algunos jadean como los perros y eliminan agua a través de la lengua. Otros irradian calor por las orejas, los labios o las almohadillas de las patas.
Una importante función de vello humano es la sensorial. En efecto, cada folículo piloso del hombre o de la mujer está conectado a nervios sensoriales y constituye un mecanorreceptor. Es decir, cada pelo es como un diminuto sensor que al moverse por acción de algún estímulo físico o emocional envía una señal a nuestro cerebro. Desde luego, esto no puede considerarse como algo vestigial o rudimentario. Otra función es la capacidad de restaurar la epidermis cuando ésta ha sufrido roturas o daños ya que cada folículo piloso posee la capacidad de regenerar células epidérmicas que renuevan la piel. En resumen: la piel de gallina no es tampoco un rasgo vestigial inútil para el ser humano -como propone el evolucionismo- sino que posee varias funciones precisas y necesarias.
Finalmente, sólo queda señalar que la cuestión evolucionista para la que Darwin carecía de respuesta, a propósito de los órganos vestigiales o rudimentarios, continúa todavía hoy sin solución. ¿Cómo es posible combinar una selección natural omnipotente que elimina todas las imperfecciones y órganos inservibles a lo largo de las eras, con unos seres humanos que supuestamente son una especie de museo ambulante de antigüedades inútiles? Tal es la paradoja de los supuestos órganos vestigiales.
Notas
[1] The World’s Most Famous Court Trial, Dayton, TN: Bryan College, 1990.
[2] https://profebioygeo.es/
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Lista-de-órganos-vestigiales-
en-el-ser-humano.pdf
[4] Darwin, Ch. 1980,
El origen de las especies, EDAF, Madrid, p. 452
[5] Coyne, J. A., 2010,
Por qué la teoría de la evolución es verdadera, Crítica, Barcelona, p. 93.
[7] Coyne, J. A., 2010,
Por qué la teoría de la evolución es verdadera, Crítica, Barcelona, p. 93.
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