Creo que todo forma parte del regalo de ayudar a los más vulnerables, de responder con amor por el amor que cambió mi vida: el amor inmerecido de la cruz.
Siempre me ha apasionado conocer una misión o un área de trabajo centrada en la prestación de ayuda humanitaria para vivirla de manera personal. Estas realidades son aún más impactantes cuando las recorres a través de tus propios ojos, cuando inevitablemente comienzas a mirar más allá de las estadísticas en medios de comunicación y redes sociales para ver personas, adentrarte en sus historias y recordar para siempre sus testimonios. Es un privilegio.
Sin duda alguna, cuando World Vision España y World Vision Colombia me comentaron la posibilidad de visitar un colegio en una de las comunidades más necesitadas de Medellín, volvieron a despertarse muchas cosas en mí. El simple hecho de saber que iba a terreno ya sembró de antemano un deseo más profundo por ayudar a ese “prójimo” que aún no conocía. Es por ello que, en medio de una gira en conferencias e iglesias, decidí responder en amor al llamamiento de aportar un granito de arena más para visibilizar esta necesidad. El pasado día 13 de junio llegué a la ciudad bogotana para emprender un viaje personal en busca de lo que denomino como “mis héroes”: voluntarios y trabajadores de World Vision de entrega admirable que se encuentran inmersos en un terreno social realmente difícil.
Además de la visita al colegio en Medellín, mi deseo era acompañar cada acción en Colombia con una invitación a participar en el precioso Proyecto Elegido. Se trata de un llamamiento al apadrinamiento en el que son los niños y niñas los que eligen a sus padrinos y madrinas. En esta ocasión se realizó en el departamento norte de La Guajira, una zona donde según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia) el 61% de sus habitantes vive en condiciones de pobreza. Precisamente una de las iglesias de Bogotá iba a visitar La Guajira para enviar recursos, orar e interceder por la comunidad y llevar a cabo diferentes actividades. Recuerdo las palabras de estos pastores que me marcaron profundamente: “No tenemos la seguridad de volver a ver en la misión del próximo año a los niños que conoceremos la próxima semana. Muchos de ellos mueren por desnutrición”. Vivo en un país, España, donde a día de hoy la dicha de tener electricidad y una nevera en casa forma parte de la normalidad. Más allá de que pueda sonar un tanto tópica esta reflexión es inevitable pensar en ella. Lo que en España ya no es una novedad que cambia nuestro mundo, en otros lugares puede cambiar vidas. De ahí que conseguir que más de 150 personas apadrinen a niños y niñas de La Guajira en completa vulnerabilidad y riesgo de desnutrición, fuera toda una celebración.
Estaba lista para conocer al equipo de World Vision Colombia el día 25 de junio. Salí temprano camino al aeropuerto con una cámara cargada de ilusión por grabar la aventura. En Medellín me encontré con Nathalia, responsable del equipo de World Vision, quien con mucha cercanía me presentó el reporte anual de la ONG mientras nos dirigimos en coche a la Comuna 1, del Barrio Granizal. Todo con un taxista espectacular por cierto, ¡toda mi admiración a Antonio, por su conducción en calles tan empinadas! Un viaje cargado de risas ya en mi lista de favoritos.
Mientras subíamos comencé a ser más consciente de la realidad que estaban viendo mis ojos. Aún no podía creer que me encontrara en el Barrio Granizal, en un asentamiento masivo en la montaña de Medellín.
A medida que subíamos aumentaba el caos a mi alrededor. Llegó un momento en que el suelo no estaba pavimentado. Ahí Nathalia y Antonio, me comentaron sobre los “tanques de agua”, depósitos que suministra un camión a las zonas más altas del asentamiento. Algunos lavaban sus zapatos manchados de fango, otros llenaban sus garrafas para beber. Seguíamos subiendo y veía más casas humildes con calles improvisadas como si su único mapa fuera suplir la necesidad del momento. Me crucé con miradas sin esperanza pero también con sonrisas que brillaban como esa luz, nunca mejor dicho, situada en el monte que no puede ser escondida. Una de estas personas era Caro, responsable del equipo de World Vision, que nos guiaba durante la actividad.
Llegamos al colegio donde World Vision había preparado un conjunto de estaciones recreativas con juegos y pintacaras, acompañadas de una merienda para muchos de los niños y niñas inaccesible: beber un batido a media mañana es todo un regalo. Y entonces llegaron ellos, los verdaderos protagonistas, vidas con nombres y apellidos que representan la razón por la que estar allí. Muchos se presentan con sus mejores atuendos seguros que se aproxima una tarde divertida, alejada quizás de una realidad difícil en casa, que luego tendrán que volver a enfrentar. Era inevitable no pensar mientras hablaba con ellos en las altas estadísticas de trata infantil de la comunidad.
Viví saltos a la comba y pinturas como nunca. Presencié conversaciones que invitaban a soñar a cualquiera sin importar la dificultad que les rodea. Y conocí a Balbino, un pastor que vendía jabones artesanales y productos medicinales para sustentar su casa, pasando horas en la montaña para poder cuidar a cuatro personas. Un héroe y un equipo de World Vision que me inspiró a amar aún más.
Creo que todo forma parte del regalo de ayudar a los más vulnerables, de conocer sus mundos, sus anhelos que les hacen valorar lo que para muchos ya es normal y sobre todo, de responder con amor por el amor que cambió mi vida: el amor inmerecido de la cruz. Estoy agradecida.
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