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J.J. Fernández de Lizardi, la libertad de creencias y el asesinato de en 1824 de un protestante en la Ciudad de México (III)

Solamente tres días después del crimen por intolerancia religiosa se ocupó del asunto Fernández de Lizardi.

KAIRóS Y CRONOS AUTOR 84/Carlos_Martinez_Garcia 24 DE AGOSTO DE 2024 21:06 h

Casi diez años después de lo que escribió criticando a la Inquisición, Lizardi documentó el caso del cruel asesinato de un protestante en el corazón de la Ciudad de México. El asunto me hizo recordar a mi maestro, el gran historiador Gastón García Cantú. Él insistía que un escrito debía fecharse porque, implícitamente, al hacerlo el autor o autora dejaba una marca de lo que sabía sobre la temática hasta ese momento. Porque la historia cambia o, más precisamente, nuestro conocimiento histórico cambia conforme nos allegamos de más información.



El primer capítulo de mi libro Persecuciones contra los protestantes en México en el siglo XIX lleva por título “José Joaquín Fernández de Lizardi y el asesinato de un zapatero norteamericano”.[1] Quien llamó mi atención al caso fue Carlos Monsiváis, que citó el acontecimiento del escrito en el que Lizardi dio cuenta de la atrocidad.[2] Cuando le pregunté sobre si recordaba dónde había leído acerca del caso, me respondió que había sido en alguna de las conversaciones de los personajes creados por Lizardi, el payo y el sacristán. Tras varios intentos de localizar la fuente vino en mi auxilio la mayor conocedora de la vida y abundante producción escrita de Fernández de Lizardi, la investigadora María Rosa Palazón, cabeza del proyecto para conjuntar las obras de Lizardi, cuyo primer tomo salió a la luz en 1963 y el final (tomo XIV) en 1997. Fue en una antología dirigida por ella donde, con gran alegría, leí el texto lizardiano sobre el protestante ultimado.



Con la mencionada fuente, y otras, sinteticé lo hallado, que aquí resumo: En un escrito de abril de 1825, parte de sus interesantes diálogos entre el payo y el sacristán (conversaciones en que se pasa revista a los acontecimientos públicos[3]), El Pensador Mexicano refiere el caso de un protestante ultimado y sus repercusiones: “Cuando un asesino intolerante mató al pobre inglés en las Escalerillas [hoy calle República de Guatemala], a pretexto de que no se quiso hincar en la puerta para adorar el Sacramento del Altar, todos los sensatos abominaron el hecho y al hechor”.[4]



El episodio tiene lugar en agosto de 1824, y se trata del homicidio de “un protestante estadounidense [no inglés, como afirmara Fernández de Lizardi] que se había instalado en calidad de zapatero: cuando… estaba sentado delante de la puerta de su tienda, durante una procesión católica, un mexicano fanático le exigió que se arrodillara; al negarse él a hacer tal cosa, aquél lo atravesó con su espada”.[5]



Otra versión de lo acontecido es la proporcionada por Lorenzo de Zavala, quien fue uno del puñado de diputados constituyentes que en 1824 expresó lo excesivo del artículo tercero de la Constitución, que finalmente fue aprobado con la siguiente redacción: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.[6] En 1831 Zavala situó el asesinato del protestante extranjero en el marco de la intolerancia religiosa que dominaba la vida de la nación mexicana:



Es quizá una de las mayores desgracias del país, el que haya mayor número de los que no conocen ni el espíritu ni la religión que profesan, ni tienen las costumbres puras, ni pueden enseñar una moral sublime, ni inspirar sentimientos nobles y generoso a sus ciudadanos. Un pueblo sin religión es inconcebible, un pueblo dirigido bajo las inspiraciones de un culto que ha hecho tantos beneficios a la humanidad como el cristianismo, purgado de las supersticiones que lo desfiguran y reducido a su antigua simplicidad, debe ser un elemento social muy importante, un resorte útil a la dirección de los negocios públicos, y una palanca que mueva las pasiones hacia una dirección benéfica. Pero ¿qué diremos de esas doctrinas de egoísmo e intolerancia que se han sustituido a la dulzura y mansedumbre evangélica? Un zapatero mata a un extranjero en la plaza de México con el instrumento cortante que tiene en la mano, porque éste no se arrodilla al sonido de una campanilla que apenas se percibe; un soldado amenaza con la bayoneta al que por distracción no se posterna al pasar una imagen; un lépero insulta al que al toque de ciertas rogaciones no se quita el sombrero: ¿es esta la religión de Jesucristo?[7]



 



Solamente tres días después del crimen por intolerancia religiosa se ocupó del asunto Fernández de Lizardi. Lo hizo el primero de septiembre de 1824, en uno más de los diálogos entre el payo y el sacristán, bajo el título De aquí a tres meses veremos cómo va de independencia.[8] En la conversación los personajes refieren su respectivo punto de vista acerca del crimen:



PAYO:  Compadre, usted más parece correo que sacristán.



SACRISTÁN: ¿Por qué, compadre?



PAYO: Porque el otro día vino usted de México, y ya está usted hoy de vuelta otra vez.



SACRISTÁN: Qué se ha de hacer. Cómo está tan cerca, me es fácil ir y volver seguido.



PAYO: ¿Y qué me cuenta usted? ¿Qué novedades hay?



SACRISTÁN:  Pocas y buenas. La noche del 29 de éste, mataron a un hombre en una calle.



PAYO: ¡Oh!, ésa no es novedad; todos los días se matan en México como perros.



SACRISTÁN:  Pero las circunstancias de esta muerte la hacen ciertamente muy escandalosa.



PAYO: ¿Pues como fue, compadre?



SACRISTÁN:  Oiga usted. Pasando por el Empedradillo el coche con el Sagrado Viático, o no se hincó, o no se quiso hincar un inglés americano que estaba en su accesoria, y habiéndole reconvenido un hombre para que se hincara, no queriendo hacerlo (según dicen), lo atravesó con la espada y huyó.



PAYO:  Muy bien hecho, compadre, muy bien hecho. ¿No quieren hincarse los herejones?, pues matarlos, y matar a todo el que no profese nuestra santísima religión; al cabo se han de ir al infierno toditos ésos cuando se mueran, poco se pierde con despacharlos lo más pronto.



SACRISTÁN: ¡Ave María, compadre!, pues usted es tan animal y tan bribón como el asesino que hizo la muerte; y perdone usted que se lo diga.



PAYO: ¿Pero, por qué compadre?



SACRISTÁN:  Porque sí. ¿Pues qué usted cree que estamos autorizados para matar a todo el que no profese nuestra religión? ¿En qué pulpito..., dije mal, en qué bodegón o tepachería ha oído usted semejante doctrina? Ninguna ley divina ni humana permite tan escandaloso delito, ni aun la de Mahoma, con ser la más cruel y despótica en esa parte.



PAYO:  Pero si el inglés le faltó al respeto a Dios...



SACRISTÁN:  Más le falto el asesino al cristiano incomparablemente; porque el inglés no creía que bajo las especies sacramentales se le ocultaba toda la divinidad del Ser Supremo, y así, en su opinión, no le merecía aquel coche ningún respeto, de consiguiente no le faltó al debido al Ser Supremo, porque su mismo error lo disculpaba. Pero el cristiano que lo creía de fe, que sabe que Su Majestad prohíbe en su diez preceptos el homicidio, y más el alevoso, que él no tenía ninguna autoridad sobre la vida de aquel hombre, y que aun cuando la tuviera, debía probar los medios de dulzura para convencerlo, y jamás las armas para matarlo a guisa de inquisidor, ¿no es claro que incomparablemente ofendió más a Dios que el mismo inglés, y no sólo a Dios sino a las autoridades, a la Iglesia, a la nación americana y a la humanidad en general?



PAYO: ¡Caramba, compadre! ¡Qué tieso había usted de ser para juez o escribano! ¡Cómo acriminara usted a los reos! ¿Es posible que sólo con una muerte, que yo pensé que era muy justa, ofendió a tantos ese pobre?



SACRISTÁN: Sí, compadre, y oiga usted cómo no son acriminaciones las mías. Ofendió a Dios, porque le quitó la vida a una criatura suya y a un hermano y semejante de él, traspasando el quinto precepto de Dios, en que expresamente le manda no matar. Ofendió a las autoridades o a la justicia de la Tierra, porque también ésta prohíbe el asesinato. Ofendió a la Iglesia, no sólo porque ésta prohíbe lo que Dios prohíbe, sino porque perpetró su asesinato a la faz del mismo Dios, violando su sagrada presencia, lo mismo que si lo hubiera cometido en lugar sagrado. Ofendió a la nación americana, porque semejante barbaridad la va a pagar toda la nación en el concepto, no sólo de los ingleses, sino de cuantos extranjeros viven con nosotros.



Después el sacristán expresó las reacciones que se desatarían en naciones europeas al enterarse de lo sucedido como resultado de la intolerancia religiosa. Por medio del personaje Lizardi argumentaba sobre la necesidad de que cesaran los que llamó actos de fanatismo. El conocimiento en el exterior del “horroroso caso” haría que allá se formaran una idea sobre los mexicanos, “¿no dirán que a más de fanáticos rematados, somos unos hipócritas sin vergüenza, ladrones, borrachos y matones? La pinturilla es desagradable, pero no hay que esperar la hagan mejor los extranjeros de nosotros, mientras no sean mejores nuestras costumbres […] ¡Qué bonita república es la de los [mexicanos], dirán los señores, en donde no sólo son intolerantes, sino asesinos a título de religión! No hay duda, son dignos de nuestra consideración. Esto va malo, compadre”.



Otra fuente de la época informó que “poco antes de las oraciones de la noche” se cometió “en esta ciudad por todas sus circunstancias un crimen atroz”.[9] Sucedió que “un zapatero natural de los Estados Unidos del Norte de América, poco tiempo hacía avecindado en esta ciudad con tienda de zapatería en una accesoria de las casas del estado en el Empedradillo, estaba muy tranquilamente en su accesoria”. Entonces, agregaba la nota periodística, “pasó delante [del establecimiento] el Divinísimo que salía del Sagrario con dirección a la calle de Santo Domingo. Un hombre vestido con una esclavina se arrodilló delante de la puerta de la zapatería y el zapatero lo hizo, es dudoso si antes o después de haberlo requerido el de la esclavina, en una silla del interior de su casa; el de la esclavina exigía que viniese a arrodillar al umbral de la puerta, con lo que se hicieron de razones, siendo el resultado caer atravesado de una estocada el infeliz zapatero y ponerse a salvo con la fuga el bárbaro asesino”.[10] El redactor anónimo valoraba el acto de intolerancia como consecuencia de una religiosidad alejada de los principios cristianos:



Sólo la historia de las guerras de religión de Francia y Holanda puede presentar algún hecho comparable con esta atrocidad que prueba evidentemente el errado principio de instrucción religiosa que se ha seguido por desgracia en nuestro país, haciendo consistir la religión en puras prácticas exteriores y olvidando casi del todo la moral cristiana. Así hemos visto por fruto de este funesto sistema un hombre que arrastrado por el fanatismo no se ha hecho escrúpulo de asesinar a otro, y sí se lo hacía de que este adorase al santísimo en la puerta de la calle o en lo interior de su casa. ¡Quiera Dios que una instrucción mejor dirigida haga entender a nuestro pueblo que la caridad es la primera de las virtudes cristianas, y que solo las autoridades tienen la obligación y el derecho de celar la conducta de los demás![11] 



 



El asesinato tuvo lugar, de acuerdo con el santoral católico, el 29 de agosto, día de San Juan Bautista. En cuanto al lugar donde a Seth Hayden le arrebataron la vida, Fernández de Lizardi en la primera ocasión que escribió sobre el tema (1 de septiembre de 1824), refirió la calle del Empedradillo (actual Monte de Piedad); meses después (13 de abril de 1825) mencionó que fue en la calle de las Escalerillas (actual República de Guatemala).[12] Entonces y ahora ambas vialidades hacen esquina. El crimen se perpetró a un costado de la Plaza Mayor (el Zócalo), en la calle del Empedradillo, “un espacio comprendido entre los jardines del lado occidental de la Catedral y la hilera de casas que se extiende desde la esquina de la calle de los Plateros [Francisco I. Madero] hasta la de la calle de Tacuba”.[13]



El asesinó “se fugó, y cuyo nombre y paradero se ignoran” no solamente era buscado por las autoridades, sino que para lograr su detención los cónsules de Estados Unidos e Inglaterra ofrecieron una recompensa de dos mil pesos que se dividiría equitativamente “entre los descubridores y aprehensores luego que el reo sea convicto”.[14] No se logró la detención de quien perpetró el crimen.



Carlos María de Bustamante dio cabida en su diario a la muerte del zapatero. Bustamante formó parte del Congreso Constituyente y durante las discusiones sobre el artículo tercero (antes reproducido) “sostuvo el artículo como está: dijo que las naciones tenían sus caracteres, y el de la mexicana era el catolicismo. Que podrá venir tiempo en que nuestros pueblos puedan tratar sin peligro con los protestantes, pero que en el día la tolerancia sobre ser peligrosa, sería impolítica”.[15] Él mencionó que la acción criminal fue cometida por un empleado del estadounidense, tal vez por alguna querella previa con el extranjero.[16] Esta versión sobre el autor del asesinato difícilmente puede sostenerse ante las informaciones periodísticas que dieron cuenta del hecho, los documentos circulados entre Lucas Alamán y James Smith Wilcocks, cónsul de Estados Unidos, que nunca mencionaron a un empleado de Seth Hayden como quien lo ultimó.[17]



 



[1] Librería Papiro 52-Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano, México, 2022, pp. 19-25.



[2] Carlos Monsiváis, “Tolerancia y persecución religiosa”, en Carlos Monsiváis y Carlos Martínez García, Protestantismo, diversidad y tolerancia, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, México, 2002, p. 19.



[3] Fernández de Lizardi, “Todos los buenos cristianos toleran a sus hermanos. Decimotercia conversación del Payo y el Sacristán”, en María Rosa Palazón Mayoral (Selección y prólogo), José Joaquín Fernández de Lizardi, pp. 746-760.



[4] Ibid., pp. 756-757.



[5] Hans-Jürgen Prien, 1985:714.



[6] Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1997, Editorial Porrúa, México, 1997, p. 168.



[7] Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 276-277.



[8] https://www.iifilologicas.unam.mx/obralizardi/index.php?page=numero-2-de-aqui-a-tres-meses-veremos-como-va-de-independencia



[9] El Sol, 31 de agosto de 1824, p. 312.



[10] Ídem.



[11] Ídem. Salvador Novo reseñó el caso en el capítulo “Religión y crimen”, de su libro La vida en la Ciudad de México en 1824, Departamento del Distrito Federal, México, 1987, pp. 35-37.



[12] José Joaquín Fernández de Lizardi “Todos los buenos cristianos toleran a sus hermanos. Decimotercera conversación del Payo y el Sacristán”, en Rosa María Palazón Mayoral (Selección y prólogo), José Joaquín Fernández de Lizardi, p. 756.



[13] José María Marroqui, La Ciudad de México. El origen del nombre de muchas de sus calles y plazas, tomo II, Tip. y Lit. La Europea de J. Aguilar Vera, 1900, p. 326. La vía antes tuvo otros nombres: “Calle de la Guardia (nombrada así por la que estaba apostada siempre frente a las Casas de Hernán Cortés), más tarde de los Cereros (porque se abrieron las tiendas de los comerciantes de ese gremio), después del Empedradillo (quizá por haber sido de las primeras en ser empedradas, en vista de los privilegios que gozaba el marqués del Valle) y, por último, Monte de Piedad”, Jorge Alberto Manrique (director), La Ciudad de México a través de los siglos, UNAM-Instituto de Investigaciones Estéticas, México, 2018, pp. 80-81.



[14] Águila Mexicana, 6 de septiembre de 1824, p. 2.



[15] Águila Mexicana, 11/XII/1823, p. 1.



[16] Donald Fithian Stevens, Mexico in the Time of Cholera, University of New Mexico Press, Albuquerque, 2019, p. 12.



[17] El Sol, 31 de agosto de 1824, p. 312; Águila Mexicana, 6 de septiembre de 1824, p. 2; Fernando S. Alanís Enciso, “Los extranjeros en México, la inmigración y el gobierno: ¿tolerancia o intolerancia religiosa?, 1821-1830”, Historia Mexicana, vol. XLV, núm 3, 1996, p. 554; Donald Fithian Stevens, op. cit., pp. 4-5.


 

 


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