Seamos valientes precursores a la vez que dignos embajadores del regreso en gloria de nuestro Señor Jesucristo.
Es indudable que la vida de nuestras ciudades y del mundo actual, en general, transcurren a una velocidad meteórica.
Casi todo es muy rápido a la vez que instantáneo. Las autopistas de la información, las redes sociales, y el voraz mundo de los negocios bursátiles son una prueba cotidiana de ello.
Aunque muchos quisieran apearse de este imparable ritmo de vida, difícilmente lo consiguen. Los nuevos ingenieros sociales están tratando de incluir en estas frenéticas corrientes un estilo más atenuado y pausado, que han bautizado con el nombre de low (ritmo de baja intensidad).
Sin embargo, son muy pocos los que se afilian a esta nueva corriente que nos propone vivir con más tranquilidad, descomprimiendo nuestras apretadas agendas personales y palpitando la vida a cámara lenta.
El tiempo es más valioso que el oro porque nuestro tiempo es, en su pura esencia, la vida misma en versión cronos, que es el tiempo cronológico y secuencial.
Nuestra vida temporal es algo así como un paréntesis de la eternidad; con razón el salmista nos propone en su oración una importante valoración del tiempo haciendo buen uso de él: “Señor, enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría”.
El tiempo no nos pide permiso, es inexorable, porque su fugacidad nos resulta irreversible. El tiempo también es un regalo, una oportunidad incomparable, es el taller del gran Artesano Divino para modelar nuestras delicadas almas o, en el peor de los casos, es como una corriente incontrolable que nos arrastra por las azarosas circunstancias de la vida.
Nuestra humana temporalidad viene a ser como un verso suelto de la eternidad. Ni siquiera el científico y cosmólogo Stephen Hawking fue capaz, de poder describir con exactitud la paradoja del tiempo en versión cuántica.
Lo realmente imposible para cualquiera de nosotros es poder parar o hacer retroceder el tiempo de alguna manera. El tiempo nos sentencia, nos consume y a la vez nos acerca al umbral de la eternidad.
Cuando un hombre o una mujer vive su vida temporal a la luz de la eternidad, todo cambia. La vida adquiere otra dimensión. Los problemas humanos se minimizan, las miserias terrenales se empequeñecen y las fronteras del tiempo se expanden hacia el Dios eterno.
Aunque “para Dios un día es como mil años y mil años como un día”, la Escritura nos viene a confirmar, una vez más, que el Dios que vive en el presente eterno puede acortar o acelerar los tiempos como Él quiera, en Su soberana voluntad.
Esta sensación de apremio que detecta nuestro espíritu, entra en consonancia con un creciente sentido de urgencia en este cada vez más inminente tiempo final.
Esta bendita percepción es una clara evidencia de que el Dios nuestro a la vez que el Soberano de la historia, tiene hoy más interés que nunca para el retorno de Su Hijo Jesús, el Mesías prometido.
En poco menos de un siglo los acontecimientos históricos se están precipitando aceleradamente hacia su punto final, que es el gran Omega, la última Palabra de Dios para clausurar la historia y adentrarnos en los propósitos eternos de nuestro buen Dios.
Por ello debemos de plantearnos nuestra vida sin prisa pero sin pausa. No queriendo alimentar falsas expectativas, sino en función de los ciertísimos pronósticos proféticos que nos declaran las Sagradas Escrituras, por esta importante razón nos disponemos a “aprovechar bien el tiempo, porque los días son declaradamente malos” tal como estamos viendo ante nuestros propios ojos.
Seamos valientes precursores a la vez que dignos embajadores del regreso en gloria de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, concluimos con esta ferviente oración: ¡Ven Señor Jesús, ven pronto! Amén.
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