En un planeta protestante poblado de pastores “vedettes”, donde a menudo prima la imagen mediática, el liderazgo direccional, el poder, el dominio y el carisma, importa subrayar que es el trabajo abnegado, sin pretensiones de posición, ni grandeza, ni prestigio, ni notoriedad lo que deja una huella imborrable en el corazón de aquellos a quienes se pastorea. Porque los pastores son llamados a practicar una gestión espiritual que muestre y proclame los valores del evangelio del reino.

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Un pastorado cercano afectivamente

“Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros todo el tiempo desde el primer día que entré en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad y con muchas lágrimas y pruebas que me han venido…” Hch. 20:18-19.

El apóstol Pablo fue un hombre con prestigio, educación y formación académica. Fue educado a los pies de Gamaliel, uno de los maestros de más prestigio de todo Israel; maestro, predicador, evangelista, pastor; el único cristiano que tuvo la oportunidad de hablar en el mejor púlpito del mundo de aquel tiempo: El Areópago de Atenas. Ahora, veamos su estilo pastoral.

“Sabéis cómo me comporté entre vosotros sirviendo al Señor con toda humildad”, Hch. 20:18-19. Un hombre que sobrepasa en formación, en experiencia y en dones a toda su generación, habla de su modo de proceder en la iglesia: La humildad. Importa tomar nota, porque nada nos separa más de los otros que el deseo de ser superiores.  Pero, además, el apóstol Pablo habla de algo que para nosotros se encuentra en el límite del escándalo: “Sirviendo al Señor… con muchas lágrimas y pruebas que me han venido por las asechanzas del diablo”, vs. 19.

En un mundo roto, violento y lleno de miserias, injusticias y contradicciones, se sobreentiende que solo lloran los débiles, los que son incapaces de soportar la presión y no saben enfrentarse a los conflictos. Y, además, esto lo reafirmamos con nuestro modo de catalogarles. Ante las lágrimas de tantos solemos decir: ¡Se han venido abajo! Etiquetamos a los que lloran como débiles, vulnerables e inferiores. ¿Cómo? No deberíamos hablar de los que lloran justamente al contrario. Cuando alguien llora no es porque se ha venido abajo, en realidad, se ha venido arriba porque ha tenido el valor de abrir su corazón, desnudar sus sentimientos y mostrar su dolor frente los demás.

¿No es esto lo que hace aquí el apóstol Pablo? El gran pastor, el gran maestro, el gran evangelista, el gran misionero comparte con los hermanos sus lágrimas porque piensa y cree que hacerlo no solo no es motivo de vergüenza, sino que cura su alma porque sabe que la propia iglesia es una comunidad terapéutica para él ¿Quién es el pastor del pastor? Todos decimos con razón: Jesús, El Príncipe de los pastores. Pero existe un pastor del pastor que con frecuencia no percibimos, ni valoramos, que es la propia iglesia. Nuestra comunión no crece solo cuando compartimos lo que creemos, sino cuando nos acompañamos en el sufrimiento y las lágrimas, porque nos unen tanto las convicciones como los sufrimientos. La verdadera comunión del evangelio se da allí donde todos podemos compartir las partes más rotas de nosotros mismos: los fracasos, las frustraciones, las adversidades y las pérdidas en un clima de sinceridad, fraternidad y amor.

Pablo, el pastor, puede llorar ante sus hermanos con absoluta libertad, porque sabe por experiencia que en la iglesia va a encontrar acogida, escucha y acompañamiento y sabe además que eso, lejos de manchar su reputación, le va a unir todavía más a sus hermanos, porque solo podemos conocer y ser conocidos de verdad cuando mostramos cómo la vida nos ha marcado. Cuando compartimos nuestra historia personal con aquellos que responden con empatía y comprensión, la vergüenza no puede sobrevivir.

Un pastorado que se gane el amor de su iglesia

“Cuando hubo dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo, de que no verían más su rostro. Y le acompañaron al barco”.  Hch. 20:36-38.

El amor de la iglesia ni se compra, ni se vende. Se gana. Porque no es un regalo, sino una conquista. Este es un texto cargado de emoción. ¡Qué amistad, qué amor, qué relación afectiva unía a Pablo con los hermanos de Éfeso! Cuando pensamos en el apóstol le colocamos el cliché de líder con poder, distinción, influencia, posición, preocupado siempre por la sana doctrina, la misión de la iglesia y los viajes misioneros. Sin embargo, lo que vemos aquí es un hombre tan querido, tan apreciado y tan cercano a sus hermanos que, cuando se va a despedir de ellos, se ponen todos de rodillas, oran en comunidad, le abrazan y lloran juntos. ¡¡Cómo le querían!! El fruto del Espíritu no es liderazgo, ni posición, ni influencia, ni distinción, ni dominio. El fruto del Espíritu no consiste en subrayar distinciones, sino en unir corazones, porque el fruto del Espíritu es amor y aparece reflejado en esta escena de un modo incontestable.

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Cuando el pastor se gana a pulso el amor de la iglesia, desde una entrega y un servicio desprendidos e incondicionales, entonces y solo entonces dispone de todos los recursos necesarios, por la gracia de Dios, para realizar un trabajo excelente. Porque cuando se ama al Señor y se le sirve con limpieza de corazón, uno se siente tan aceptado, acogido y amado por su comunidad que recibe todo cuanto precisa para convertirse en la persona que la iglesia necesita. Soli Deo Gloria.