Lizardi fue observador agudo de los acontecimientos y transformaciones de la vida de la capital mexicana, donde nació y murió.
Para “El Pensador Mexicano” la libertad de cultos estaba contenida en los Evangelios. No era sólo un anhelo humano sino un mandato divino. Para él, Jesucristo la había seguido y los padres de la Iglesia la habían ratificado. Así, le proporcionaba una legitimidad religiosa e histórica. No era contraria a la Escrituras y había sido una realidad en el pasado. Ni era un sacrilegio ni una práctica desconocida. Gustavo Santillán
La prohibición [de importar novelas] no impidió el contrabando de libros caballerescos, pero sí amedrentó a los posibles narradores, pues hasta el siglo xix no se escribieron novelas (al menos, no se publicaron). La primera apareció en 1816, en México, y es una obra de filiación picaresca: El Periquillo Sarniento de [J. J. Fernández] Lizardi.Mario Vargas Llosa.
Que hay en el clero abusos es innegable; que hay individuos inmorales y escandalosos es evidente; que todo esto necesita reforma, ¿quién lo duda? J. J. Fernández de Lizardi
José Joaquín Fernández de Lizardi (15 de noviembre 1776-21 de junio 1827) debiera ser revalorado como precursor de la libertad de creencias en México. Iniciador de varias publicaciones periódicas, una de ellas (El Pensador Mexicano) se convirtió en el seudónimo por el cual fue más conocido el personaje y prolífico escritor.
Lizardi fue observador agudo de los acontecimientos y transformaciones de la vida de la capital mexicana, donde nació y murió.
Su obra ha sido reunida en catorce volúmenes por Rosa María Palazón (y equipo coadyuvante), del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Además ella es la autora de dos antologías fundamentales para quienes deseen hacerse de una visión panorámica de la amplitud de temas sobre los que escribió El Pensador Mexicano.[1]
También la investigadora mencionada es autora de una obra que, en forma novelada, narra la vida y aventuras de Lizardi. [2]
Al conocer que las Cortes de Cádiz habían abolido a la Inquisición en 1812, Fernández de Lizardi público, sin firmar con su nombre, en El Pensador Mexicano, un escrito que vio la luz el 30 de septiembre de 1813 y titulado “Sobre la Inquisición”.
Llamó fariseos a quienes lamentaban el cese del Santo Oficio, ya que el organismo represor era “un tribunal odioso en sus principios, criminal en sus procedimientos y aborrecible en sus fines […] Un tribunal que siempre fue injusto, ilegal inútil en la Iglesia y pernicioso en las sociedades”.
El enjundioso Lizardi encontraba inexplicable que hubiese quienes defendían la permanencia del Santo Oficio en España y, por consecuencia, continuación en México.
Para él tal postura dejaba ver que la brutalidad inquisitorial había logrado ser percibida como natural, y hasta deseable, para salvar a la sociedad de males peores que los métodos para extirparlos.
Consideraba que naturalizar los excesos de la Inquisición era resultado de un régimen que había reprimido la libertad de diseminar ideas distintas a las oficiales y aprobadas por el catolicismo.
Señaló Fernández de Lizardi que la secrecía con la que actuaba la Inquisición y las excomuniones “eran los escudos que protegían las iniquidades e injusticias de este lúgubre y enlutado tribunal”.
Su argumento central para descalificar al Santo Oficio descansaba en que el “tribunal es no solamente perjudicial a la prosperidad del Estado, sino contrario al espíritu del Evangelio que intenta defender”.
Ahonda en la contradicción en que incurría la Inquisición al justificar sus acciones como necesarias para defender la fe y la proliferación de herejías.
Es así que preguntaba: ¿Es conforme este tirano proceder [inquisitorial] con el establecido por Jesucristo, cuya ley es santa, suave e inmaculada? ¿Podrá este tribunal ser instituido por el Dios de las misericordias? ¿Habrá quien se espante de su demolición y quien apetezca su nuevo establecimiento? Creeré que es menester estar privado de razón para producirse de esa suerte”.
En 1522, un año después de la caída de México-Tenochtitlan en manos de los conquistadores españoles, iniciaron las actividades inquisitoriales, aunque llevaría décadas el establecimiento institucional del Santo Oficio en el país. [3]
Acerca de la institucionalización le asiste la razón a Fernández de Lizardi cuando escribe que “el año de 1571 fue fundado el tribunal de la Inquisición en México, por el señor Felipe II con bula del santo Pío V, y fue su primer inquisidor el doctor don Pedro Moya”.
Tras proporcionar la información anterior, Lizardi reitera su reprobación al organismo represor: “dudo que haya habido tribunal, por tirano que fuera, que haya sacrificado más víctimas a la ignominia, a la indigencia y a la muerte que el dicho Santo Oficio”.
El escrito de Lizardi alarmó a las instancias eclesiales, las que echaron a andar mecanismos para identificar al autor del ataque a la institución encargada de proteger la pureza doctrinal.
El 9 de febrero de 1815 el presbítero del arzobispado de México, José Joaquín Gavito, presentó una denuncia al inquisidor Manuel de Flores. En ella señalaba que lo publicado por El Pensador Mexicano eran “detracciones malignas contra el recto y libre proceder del Santo Oficio”.
La denuncia fue turnada para su examen a dos peritos franciscanos, a quienes se les adjuntó el escrito de Fernández de Lizardi, con la encomienda de censurarlo teológicamente, puesto que “este papel, o mejor diremos, este folleto criminal y execrable es un tejido monstruoso de calumnias e imposturas, con las que intentó su autor no desengañar (como dice él mismo), sino engañar con la mayor imprudencia a un público cristiano y en mucha parte religioso”.
El documento dirigido a los examinadores les instruía claramente para que su toma de postura fuese clara frente a “este abominable papel, por cuanto todo él es un conjunto de falsedades, imposturas, comparaciones inicuas, antievangélicas, escandalosas, seductoras, piarum aurium [de oídos castos], ofensivas, injuriosas a la santidad de los Soberanos Pontífices, y a la piedad de nuestros Católicos Monarcas”.
La autoridad inquisitorial ahondaba en su evaluación de “tan execrable libelo” y consideraba que “todo él se debe prohibir porque su lectura prepara incalculables estragos a la piedad cristiana, como lo demuestra aquella descarada animosidad con que ridiculiza y se mofa del Santo Tribunal y sus ministros”.
El enfrentamiento de José Joaquín Fernández de Lizardi con el poder eclesiástico y político de la jerarquía católica romana en México continuaría durante los años posteriores, [4] él visualizaba que, a pesar de la disparidad de fuerzas, lo importante era dejar constancia de los abusos perpetrados por una institución que decía actuar en nombre de Jesús.
En 1824, tres años antes de su deceso, advirtió: “yo moriré a manos de un devoto, pero mis escritos vivirán; y con cada uno de ellos, le arrancaré víctimas al fanatismo cruel, y estoy seguro que haré un servicio al Ser Supremo y a la humanidad en general”.
1. María Rosa Palazón Mayoral (selección prólogo), José Joaquín Fernández de Lizardi, tercera edición, Ediciones Cal y Arena, México, 2001; María Rosa Palazón Mayoral y María Esther Guzmán Gutiérrez (selección), José Fernández de Lizardi: El laberinto de la utopía, una antología general, FCE-FLM-UNAM, 2006.
2. María Rosa Palazón Mayoral, Imagen del hechizo que más quiero. Autobiografía apócrifa de José Joaquín Fernández de Lizardi, Editorial Planeta, México, 2001.
3. Gabriel Torres Puga, Historia mínima de la Inquisición, El Colegio de México, México, 2019, pp. 107-108.
4. Ver Ma. de Lourdes Ortiz Sánchez y Salvador Vera Ponce, “La crítica de Fernández de Lizardi hacia el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición”, Sincronía, Revista de Filosofía, Letras y Humanidades, año XXVI, núm. 81, Universidad de Guadalajara, enero-junio 2022, pp. 809-835.
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