En cuanto al origen de la estrella que dirigió a los magos, son múltiples las opiniones que se han venido proponiendo a lo largo de la historia.
El evangelista Mateo explica que, cuando Jesús nació en Belén, vinieron a Jerusalén unos magos procedentes del oriente y, al entonces rey Herodes, le formularon la siguiente pregunta: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle” (Mt. 2:2). Esta cuestión sincera, de unos gentiles que buscaban a un recién nacido para honrarle como a un rey, despertó los celos y la turbación del monarca. Pero no sólo de Herodes sino también de “toda Jerusalén con él” porque aquella ciudad era perfectamente consciente del talante de semejante personaje.
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Herodes era conocido por su extrema crueldad ya que incluso mandó asesinar a su propia esposa Marianne (una de las diez que tuvo) y también a varios de sus hijos, como Alejandro, Aristóbulo y Antípatro. La reacción hipócrita de aquel líder fue solicitar a los magos que le dijeran, en cuanto lo supieran, el lugar exacto en que se encontraba el bebé para ir él también a adorarlo. Aunque sus intenciones -como es sabido- fueran otras bien distintas. Tanto los sacerdotes judíos como los escribas, que eran buenos conocedores de la Escritura, coincidieron en fijar un punto en la geografía palestina: Belén Efrata o Belén de Judea. De allí saldría el guiador que, como buen pastor, apacentaría al pueblo de Israel. Esto era lo que había profetizado Miqueas muchos años antes (Mi. 5:2).
Sin embargo, Lucas no dice nada en su evangelio acerca de la estrella de Belén que guió a los magos. Esto ha sido interpretado por algunos comentaristas como una prueba de que cada evangelista se basó en fuentes diferentes. Sin embargo, también pudiera ser que cada escritor tuviera distintas motivaciones al redactar su evangelio y resaltara aquellos acontecimientos que encajaban mejor con la orientación que él pretendía dar. Semejante comportamiento resulta frecuente en los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas).
Por ejemplo, Mateo finaliza su evangelio mediante una proyección universal, en la que Jesús ordena a sus seguidores que fueran a testificar y a hacer discípulos a todas las naciones (Mt. 28:18-20). Por lo tanto, es lógico que empezara también incluyendo a los magos como gentiles de otras naciones que adoraban a Dios. Asimismo esto se aprecia bien en el énfasis que se les da a los extranjeros en la genealogía de Jesús. En cambio, Lucas -como médico de procedencia y cultura griega- resalta las múltiples manifestaciones sobrenaturales que rodearon al Maestro. No habla de los magos ni de la estrella pero sí del ángel del Señor que se apareció a los pastores para anunciarles el nacimiento de Jesús. También se refiere a la revelación del ángel Gabriel al sacerdote Zacarías, esposo de Elisabet, para finalizar su evangelio con las apariciones de Jesús después de resucitado y la ascensión final. Se trata de relatos diferentes porque las motivaciones y los destinatarios también eran diferentes, no porque exista contradicción entre ellos.
El relato de Mateo es importante porque arraiga a Jesús en el espacio y en el tiempo. Nació en Belén de Judea y durante el reinado de Herodes el Grande, quien fue nombrado rey de los judíos por el Senado Romano, en el año 40 antes de Cristo. No se trata de ninguna divinidad mítica, como las de tanta religiones, sino de un Dios que se encarnó en una persona real de carne y hueso. Sabemos cuándo y dónde nació, creció, realizó su ministerio público, murió, fue sepultado y resucitó. Cientos de testigos lo vieron con sus propios ojos y creyeron en sus palabras. Todo esto da credibilidad al cristianismo y lo distancia notablemente de las demás religiones.
En cuanto al origen de la estrella que dirigió a los magos, son múltiples las opiniones que se han venido proponiendo a lo largo de la historia. Una de las más antigua es la que ofreció Orígenes, alrededor del año 200 d. C., cuando escribió: “Soy de opinión de que la estrella que se apareció a los Magos en las tierras de Oriente, fue una estrella nueva que no tenía nada que ver con las que se nos muestran en la bóveda celeste o en las capas inferiores de la atmósfera. Seguramente pertenece a la clase de los astros que, de tiempo en tiempo, acostumbran a aparecer en el aire y que los griegos, que suelen diferenciarlos dándoles nombres que hacen referencia a su configuración, les designan unas veces con el nombre de cometas, viguetas ígneas, estrellas con cola, toneles, o con otros muchos nombres”.1 De manera que Orígenes creía que probablemente había sido un cometa. Esta idea fue recogida posteriormente por numerosos artistas y representada en pinturas, belenes y árboles de Navidad. Sin embargo, el estudio de los fenómenos astronómicos ocurridos en los últimos milenios, procedentes de los griegos, romanos, babilonios, egipcios y chinos, no ha revelado la existencia de ningún cometa que pudiera verse en esa época desde el Mediterráneo.
En el año 1603, el astrónomo alemán Juan Kepler observó una conjunción de dos planetas, Júpiter y Saturno, en la constelación de Piscis. Como es sabido, los planetas del sistema solar dan vueltas alrededor del Sol, según órbitas diferentes y a velocidades distintas. En ocasiones, desde la Tierra, puede verse que algunos de tales planetas parecen juntarse hasta “tocarse” y emitir entonces mucha más luz, dando la ilusión óptica de ser una estrella muy luminosa. En realidad, son dos planetas superpuestos que suman la luz solar reflejada en ellos. Kepler llegó a la conclusión de que la estrella que vieron los magos debió ser precisamente una de tales conjunciones de Júpiter y Saturno, producida en el año del nacimiento de Cristo.2 Se trata de una hipótesis que todavía hoy goza de bastante aceptación.
Posteriormente, varios autores han venido proponiendo también otros posibles candidatos a estrella de Belén, tales como el planeta Venus, la explosión de alguna supernova, cometas como el Halley o el Hale-Bopp, meteoros e incluso alguna ocultación de planetas detrás de la Luna, con un fácil simbolismo de desaparición o muerte, al ocultarse, y nueva reaparición o nacimiento.3 Son muchas las posibilidades en juego que convergen en la misma cuestión: ¿se podrá saber algún día con exactitud cuál fue el fenómeno natural que originó la estrella de Belén?
Quizás, antes de responder a esta pregunta, habría que tener en cuenta las tres posibilidades consideradas por los especialistas en teología y en astronomía. Algunos consideran que el relato de la estrella de Belén nunca ocurrió sino que se trata de un mito inventado por Mateo para convencer a los no creyentes de que Jesús era el Mesías. No obstante, si esto fuera así, la honestidad del evangelista queda en entredicho y todo el evangelio se derrumba como un castillo de naipes. ¿Qué es verdad y qué ficción? ¿Dónde queda entonces la revelación y la inspiración divina? No creo que esta sea la opción correcta.
En el lado opuesto, está la creencia de que la estrella fue un suceso milagroso, una manifestación sobrenatural temporal a la cual la ciencia humana nunca podrá tener acceso directo, como ocurre también con el resto de los milagros. Esta posibilidad viene refrendada por la descripción de Mateo acerca de que la estrella se movía delante de los magos, les guiaba y se paró precisamente donde estaba el niño. Todo esto es algo que no tiene explicación científica porque pertenece al ámbito de lo metafísico y, desde luego, es una posibilidad que no puede rechazarse.
La última opción es que se describa un acontecimiento astronómico natural y, como hay varias hipótesis en juego, será sólo una cuestión de tiempo encontrar la verdadera. De hecho, muchos de los acontecimientos relatados en la Biblia han sido confirmados por los arqueólogos e historiadores y se sabe que realmente sucedieron. Los autores bíblicos fueron muy escrupulosos al respecto y procuraron explicar los hechos de la manera más fidedigna posible. De ahí que la aparición de la estrella de Belén pudiera haber sido también un acontecimiento astronómico e histórico. Es posible incluso que no se tratara sólo de un único fenómeno cósmico sino de varios que se pudieron dar sucesivamente en un cierto período de tiempo. Una conjunción de varios planetas en la constelación de Piscis pudo llamar la atención de los magos, combinada después con la ocultación de Júpiter detrás de la Luna, durante los meses de marzo y abril del año 6 a. C., e incluso finalizada en Belén con la explosión de una supernova brillante. Se trata de otra posibilidad abierta.
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El término Belén significa “casa del pan” y precisamente de allí surgió el verdadero pan, capaz de saciar de manera definitiva el hambre de todo ser humano. Jesucristo dijo: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Jn. 6:35). La luz de la estrella condujo a los magos hacia el genuino pan de vida. De la misma manera, la luz de Cristo continúa disipando las tinieblas del alma humana que se deja guiar por ella (Jn. 8:12).
1 Citado en Keller, W. 1977, Y la Biblia tenía razón, Omega, Barcelona, p. 344.
2 Ibid., 347.
3 Kidger, M. R., 1999, The Star of Bethlehem: An Astronomer's View, Princeton University Press, New Jersey.
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