El hecho de que el Creador sobrenatural se humanara en un indefenso niño de carne y hueso es el evento más extraordinario de la historia de la humanidad.
Según el primer capítulo del evangelio de Mateo, Jesús fue concebido “antes que se juntasen” la virgen María y José. No hubo ningún tipo de relación carnal previa. Como buen judío, el evangelista se apresura por señalar que la joven doncella “había concebido del Espíritu Santo” ya que si no hubiera sido así, el embarazo adúltero de una mujer desposada suponía la mayor afrenta moral y social en aquella cultura. Hasta tal punto esto era así que el justo José “quiso dejarla secretamente” puesto que la amaba tanto que “no quería infamarla”. Sabía perfectamente cuál era la sentencia desde el Levítico para el adulterio: pena capital. De ahí la necesidad de una revelación especial del ángel del Señor para eliminar las dudas razonables del honesto, pero también apesadumbrado, carpintero judío.
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Era menester una teofanía, una aparición del más allá aunque fuera en sueños, para convencer a un hijo de David de que su mujer no le había sido infiel sino que portaba en sus entrañas la simiente pura del Altísimo, que es la fuente de toda vida. Por eso a José se le especifica claramente que el nombre hebreo “Jesús” significa que “Dios salva porque Él es salvación”. Se le revela ni más ni menos que la misión fundamental del Hijo de Dios en la tierra: “salvar a su pueblo de sus pecados”. ¿Comprendería el humilde carpintero aquellas palabras? ¿Se las compartiría a su amada María? ¿Las guardarían ambos en su corazón? Por poco que conocieran las Escrituras, les sonaría la frase del profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mt. 1:23). Como decía Jerónimo en el siglo IV d.C., los nombres “Jesús” y “Emanuel” no significan lo mismo al oído pero sí al sentido. Dios salva cuando está con nosotros. El nombre profético Emanuel indica la naturaleza y personalidad de Cristo, mientras que el nombre propio Jesús muestra su misión salvadora.
José despertó del sueño revelador para hacer exactamente lo que el ángel le había mandado, recibir a su mujer como un esposo cariñoso y respetuoso. Mateo recalca expresamente que, además, “no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito”. Lo cual indica que después sí la conoció y tuvieron otros hijos de manera natural. El joven carpintero obedeció también al ángel del Señor al ponerle al hijo de María el nombre hebreo de “Yeshúa”.
Después de la creación del mundo, el milagro de la encarnación de Jesucristo es el mayor de todos los acontecimientos cósmicos. El hecho de que el Creador sobrenatural se humanara en un indefenso niño de carne y hueso es el evento más extraordinario de la historia de la humanidad. Un pequeño cuerpo humano albergó durante unos años en la tierra lo más grande y trascendente que haya existido jamás en el universo. Tal es el milagro extraordinario e inexplicable que celebramos los cristianos en Navidad.
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¿Por qué habríamos de renunciar a dicha celebración? ¿Por respeto a quienes no creen? ¿Porque vivimos en una sociedad laica con gran diversidad cultural y religiosa? Si nos olvidamos de nuestras raíces culturales y religiosas, dejaremos de saber quiénes somos. Por el contrario, debemos seguir siempre el consejo del apóstol Pablo: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:2). Si hay algo en este mundo que merece ser celebrado es precisamente la Natividad de Cristo. La voluntad de Dios es que sigamos recordando el nacimiento de Jesús y que, sobre todo, vivamos cada día del año como el Señor desea que lo hagamos.
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