Un estudio de Lucas 7:11-17.
Este milagro acontece, de acuerdo con el evangelista Lucas, inmediatamente después de la curación del siervo del centurión; aquel que le dijo a Jesús de Nazaret:
“Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo. Por eso, no me tuve por digno de ir a ti. Más bien, di la palabra, y mi criado será sanado” (7:6, 7).
Ese milagro se produjo a cierta distancia; el que vamos a considerar ahora sucede con una aproximación indudable. En aquel la relación es de superior a empleado, en este, de madre a hijo.
En los dos el milagro es hecho en forma natural y simple, sin hacer nada de teatro.
Este día dos comitivas distintas iban moviéndose por dos caminos diferentes. En una procesión había vida; el porte de los que la formaban mostraba la vitalidad y la alegría de vivir; seguían a Jesús de Nazaret.
El Maestro a veces se paraba y contestaba una pregunta o les hablaba de las verdades eternas. Ese día parecía como cualquier otro día.
Quizás algunos todavía estaban pensando en la frase del Señor en relación con el centurión: “¡Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe!” (v. 9).
La santa Escritura nos dice que él iba a la ciudad llamada Naín. Esta es la única vez que esta ciudad se menciona. Está situada, según los expertos, a unos 12 kilómetros de Capernaúm. Naín no era una ciudad importante, y no sabemos de ningún discípulo que viviera allí.
¿Por qué Jesús se dirige a Naín? Y la respuesta es la misma que cuando él se dirigió al país de los gadarenos y cruzó el lago para encontrarse con un hombre que necesitaba ser libre de su condición de endemoniado.
Es la misma razón por la que Juan 4:4 nos dice que al Señor Jesús “Le era necesario pasar por Samaria”.
Pero por el otro camino venía otro numeroso séquito. Si en el grupo anterior había voces de gozo y alegría, en este había voces de dolor.
Aquí y allí se oía el llanto desgarrador de aquellos que han perdido un ser muy próximo y muy querido.
Los rudimentarios instrumentos musicales intensificaban la tristeza del afligido canto de los que acompañaban a una mujer. Ella, toda vestida de luto, por el duelo que una vez más desolaba su corazón.
Antes había perdido a su esposo. Algo se consoló, porque tenía a lo menos un hijo, ese hijo único que ahora la vida se lo quitaba. No sabemos cuál fue la enfermedad que le ocasionó la muerte.
Probablemente no fue un traumatismo, porque en esos casos suele mencionarse. Quizás fue una enfermedad infecciosa. Desde el principio de la historia del hombre la tuberculosis ha sido un enemigo que ha matado a través de los siglos una cuarta parte de la humanidad.
Podría haber sido la misma enfermedad que su padre había padecido. Pero esto no es lo importante, porque Jesús de Nazaret puede hacer el milagro independientemente de la enfermedad que sea.
Para el gran Médico divino no hay casos fáciles y casos difíciles. Él es el Todopoderoso; el eterno Hijo de Dios que como dice la Palabra: “Todo fue creado por medio de él y para él” (Col. 1:16).
Decíamos que las dos procesiones iban por distintos caminos y comienza nuestra lectura en Lucas 7:11: “Aconteció que poco después él fue a la ciudad que se llama Naín. Sus discípulos y una gran multitud le acompañaban”.
Las multitudes siguieron al Señor Jesús. Observemos con cuidado que el texto sagrado nos dice que iban con él muchos de sus discípulos.
No nos dice que iban todos; y quizás esto explica el hecho de que este mensaje no esté específicamente narrado en ningún otro Evangelio. Se podría argumentar que Juan sólo toma milagros muy especiales para su consideración.
Pero volviendo a nuestra historia nos preguntamos: ¿Cómo es posible que Dios permita que a ciertas personas les pasen tantas cosas?
La multitud que acompañaba a esta mujer sin duda lo sentía así. Nos imaginamos que ella andaría en los treinta y tantos años. No sabemos cuánto tiempo llevaba desde la penosa pérdida de su marido.
Quizás alguien habrá dicho: “Al menos tiene este hijo como consuelo; muchos de los rasgos del padre se ven en él”.
Sin embargo, ahora ha pasado lo que esta mujer como cualquier madre en su inconsciente temía: ha perdido a su único hijo. ¿Por qué Dios permite que estas cosas sucedan? ¿Por qué Dios permite que algunas personas sufran tanto?
En Romanos 8:18 el apóstol Pablo nos dice: “Porque considero que los padecimientos del tiempo presente no son dignos de comparar con la gloria que pronto nos ha de ser revelada”.
Nosotros no sabemos nada del estado espiritual de esta mujer. No sabemos si estaba como Pedro, próxima a desmayar, o si como Job en medio de sus tribulaciones, todavía podía confiar en Dios y decir:
“Pero yo sé que mi Redentor vive, y que al final se levantará sobre el polvo. Y después que hayan deshecho esta mi piel, ¡en mi carne he de ver a Dios, a quien yo mismo he de ver! Lo verán mis ojos, y no los de otro. Mi corazón se consume dentro de mí” (Job 19:25-27).
Esta es quizás una de las expresiones más claras de la fe en la resurrección de los muertos que se halla en el Antiguo Testamento.
Volviendo a nuestra historia, si la procesión funeraria hubiera salido treinta minutos antes, la viuda de Naín habría quedado desolada por el resto de su vida.
Si hubiera salido treinta minutos después, el milagro no se hubiera producido. Si la procesión de Jesús de Nazaret hubiera salido treinta minutos antes o después, tampoco el milagro hubiese acaecido.
Para mí es maravilloso cómo Dios obra de una manera increíble, y que está absolutamente por encima de nuestra capacidad de entenderlo.
Esto es lo que llamamos divina providencia. El apóstol Pablo en Romanos 11:33 exclama: “¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e ines-crutables sus caminos!”.
La Palabra del Señor no nos dice que nos cuesta entender; no nos dice que es difícil de comprender. Nos dice que sus caminos son inescrutables.
Supongamos que yo me subiera sobre una silla en mi jardín para ver las cumbres de las montañas del Himalaya. Sería ridículo, ¿no es así?
Mi posición un poco más elevada es absolutamente insignificante para poder divisar aquellas lejanas cumbres. Aunque ellas son muy altas, yo no podría jamás distinguirlas pues se hacen visibles mucho más allá de mi propio horizonte. Y así es con los caminos de Dios.
Por eso, prosigue Pablo: “Porque: ¿Quién entendió la mente del Señor? ¿O quién llegó a ser su consejero? ¿O quién le ha dado a él primero para que sea recompensado por él?” (vv. 34, 35; ver también Isa. 55:8, 9).
Volvamos al capítulo 7 de Lucas, versículo 12: “Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar un muerto, el único hijo de su madre, la cual era viuda. Bastante gente de la ciudad la acompañaba”. ¡Qué oportunidad nos permite el Señor de acompañar a los que sufren una pérdida como esta mujer!
Después de todo, solamente aquellos que conocen al Señor Jesús como su Salvador pueden dar una palabra de consolación efectiva cuando lo hacen guiados y bajo la dependencia absoluta del Espíritu Santo.
Cuántos se habrán acercado a esta mujer y le dijeron: “Mi sentido pésame, lo siento mucho”; pero en realidad, no suele ser así, apenas es un sentimiento superficial.
Prosiguiendo con el v. 12, recordemos que de acuerdo con la tra-dición local se enterraba al muerto el mismo día en que había fallecido.
No sabemos si la muerte fue inesperada; suponemos que el joven estaba enfermo y día a día su condición empeoraba hasta el momento en que expiró.
Un gran número de personas seguía al Señor y aquí otra multitud acompañaba a la viuda al cementerio mostrándole solidaridad. De pronto acontece algo inesperado nunca antes ocurrido en esa ciudad.
Alguien se acerca; y el evangelista nos dice: “Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: ‘No llores’” (v. 13). ¡Estas palabras son maravillosas!
El Señor la vio y se compadeció de ella. ¿Qué vio? A una mujer que iba a enterrar a su único hijo. Vio a una mujer seguramente con ropas de luto que denotaban el duelo de su corazón.
El rostro de esta mujer mostraba la aflicción, la congoja y el desconsuelo de la madre que ha perdido a su único hijo. Cada uno de la multitud que la acompaña podría decirle: “Lo siento mucho”.
Pero aquí aparece aquel que tiene la autoridad divina de decir: “No llores” (ver también Sal. 116:15; Cant. 6:2; Juan 11:11; 1 Cor. 15:51-53; Fil. 1:23; 1 Tes. 4:14, 15).
Cuando el Señor Jesús vio a esta mujer se compadeció de ella. Notemos que no hay mención de que ella pidiera que el milagro se produjera.
Parecería que el dolor es tan profundo que sus labios no emiten ninguna palabra. El Señor Jesús, en su ministerio en la tierra, a veces hizo milagros en respuesta al pedido de la propia persona.
Por ejemplo, el ciego Bartimeo que clamaba e insistía: “¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí!” (Mar. 10:47). Él hizo milagros respondiendo al ruego de otras personas.
Por ejemplo, hemos mencionado al siervo del centurión; al para-lítico que fue llevado por cuatro hombres delante del Señor y la Escritura nos dice que el Señor Jesús vio la fe de ellos.
Pero aquí hay uno de los tantos casos en que el milagro de misericordia se hizo sin que la persona o el familiar lo solicitara. El centurión tenía mucha fe, tanto que el Señor Jesús la ponderó diciendo: “¡Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe!” (Luc. 7:9).
De esta mujer no sabemos nada; pero el Señor Jesús es muy misericordioso. Es Dios quien toma la iniciativa, quien primero se dirige hacia nosotros. Dios quien obra en la conversión del incrédulo. El Espíritu Santo trabaja y hace su obra de convencer de pecado, de justicia y de juicio.
Yo me pregunto: ¿Qué es lo que Jesús de Nazaret vio en esta mujer? Sus ojos hinchados de tanto llorar apenas se podrían ver. Su rostro cubierto con el velo del luto apenas se vería.
Yo les sugiero que el Señor Jesús vio más que el rostro lleno de dolor de una mujer que había perdido a su único hijo. Sin duda el Señor había visto la muerte en la ciudad en que se crió.
Muchos creen que José, el esposo de María, había fallecido y esta sería la razón por la cual Jesús la encomienda a Juan desde su cruz.
Ahora, yo me pregunto si Jesús al ver a esta mujer que ha perdido a su unigénito no piensa también en esa madre, Raquel, simbolizando al pue-blo de Israel que va a perder al Hijo unigénito (ver Mat. 2:18).
En Lucas 7:13 leemos: “Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: ‘No llores’”. ¡Cuánto consuelo hay en esas palabras! Aquí podemos distinguir tres frases conectadas en forma armoniosa.
Observamos, en primer lugar, que el Señor Jesús la vio. No la ignoró. ¡Qué fácil nos es ignorar lo que pasa a nuestro alrededor, sobre todo cuando es desagradable o nos cuesta emotivamente!
Pero el Señor Jesús mientras anduvo en este mundo siempre fue sensible a la necesidad. Él vio al ciego de nacimiento que se había pasado toda su vida pidiendo limosna y que algunos quizás pensarían que era parte del paisaje; algo así como parte de la estructura arquitectónica del templo.
Los discípulos en Juan 9:2 vinieron con la pregunta teológica: “¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?”. Pero el Señor Jesús reparó en el individuo. ¡Qué precioso es cuando el Señor en su gracia nos mira!
Pero notamos, en segundo lugar, que él se compadeció de ella. Sin duda había una distancia entre él y el cortejo fúnebre. Pero aquel para quien las distancias no existen sabe todo lo que sucede.
¿Creen ustedes que el Señor Jesucristo sabía que esta viuda había perdido a su único hijo, que no tenía tres o cuatro hijos más para que la consolaran?
Yo creo que aquel que es Dios manifestado en carne y todo lo conoce, lo sabía perfectamente. Ahora la Palabra dice que se conmovió. El dolor de esta mujer lo tocó. Lo hizo reaccionar. Jesús de Nazaret no era inmutable ante el dolor humano.
¡Qué precioso es a nuestros corazones reconocer que el Señor Jesucristo que hoy está en la gloria del Padre tiene compasión de nosotros!
A veces, caminando por la ciudad vemos un mendigo, cuyo aspecto parece bastante saludable y no mueve a la gente que pasa por allí a mucha compasión.
Un poco más adelante vemos a otro que sí nos conmueve. Quizás no es que esté pidiendo limosna con más intensidad pero lo cierto es que sabe cuáles son las notas que debe tocar.
Al Señor Jesús, una y otra vez lo vemos en los Evangelios siendo movido a la compasión. La palabra en griego es splanknizomai y tiene la idea de enternecimiento en las entrañas (ver Mat. 9:36; 14:14; 15:32; 18:27; 20:34; Luc. 15:20).
En todos estos casos hay algo en común: hay alguien que tiene una necesidad y la persona actúa en respuesta a esa situación.
Nosotros los creyentes en el Señor Jesucristo también sentimos; nuestro corazón reacciona a las cosas espirituales. El apóstol Pablo nos dice en 2 Corintios 5:14, 15:
“Porque el amor de Cristo nos impulsa, considerando esto: que uno murió por todos; por consiguiente, todos murieron. Y él murió por todos para que los que viven ya no vivan más para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”.
En tercer lugar, Lucas 7:14 nos dice: “Luego se acercó y tocó el féretro…”. Notemos los detalles: Se acercó. El Hijo de Dios se acercó. Dios se acerca a nosotros una y otra vez (ver 1 Tim. 3:16).
Notemos también que se acercó al féretro. Él hizo algo que el judío religioso tradicionalista nunca hubiera hecho: tocar algo que de alguna manera estaba contaminado por un muerto.
Sin embargo, Jesús de Nazaret no tiene miedo a ser contaminado porque él es tres veces santo. Él se acercó al ciego, hizo lodo con sus dedos y lo tocó. Él tocó al leproso y le dijo: “Quiero, sé limpio”; y no se contaminó.
Noten que el hecho de tocar el féretro era algo tan inusual que los que lo llevaban pararon. La caravana de la muerte se ha detenido y aquel que es la resurrección y la vida va a obrar un milagro.
No hay preparación teatral. Todo sucede de una manera muy sencilla. Me imagino el momento en que los que lo llevaban se detienen.
¿Para qué se detienen? ¿Podrá Jesús de Nazaret hacer algo en esta situación sin esperanza? El Maestro con voz firme expresa: “‘Joven, a ti te digo: ¡Levántate!’.
Entonces el que había muerto se sentó y comenzó a hablar. Y Jesús lo entregó a su madre”. Al parecer los judíos no usaban ataúdes como nosotros.
Las Escrituras no nos dicen qué dijo el joven, ni lo que vio en esas horas que estuvo bajo el poder de la muerte.
Comentando sobre este pasaje yo he dicho que lo primero que supongo que el joven dijo fue lo que dice la mayoría de las personas cuando se despiertan de un desmayo o de un estado de inconsciencia; las personas preguntan: “¿Dónde estoy?”.
Y me imagino cuál habrá sido su reacción cuando le dijeron que estaba en camino al cementerio para ser enterrado. Notemos que la Escritura dice: “…lo entregó a su madre”.
La Palabra de Dios guarda silencio ante una escena sin duda tremendamente con-movedora. Los ojos de todos los que están presentes no lo pueden creer.
El joven está vivo. El Maestro se lo entrega a su madre. Ella lo toma, lo abraza, lo besa y dice: “¡Mi hijo está vivo!”. Creo que de corazón alaba a Dios por esta misericordia.
No sabemos cómo actúa la multitud. Quizás exclaman: “¡Viva el Maestro Jesús de Nazaret!”. Pero ¡qué precioso es para nuestros corazones el saber que un día los féretros de los creyentes quedarán vacíos!
La Escritura nos dice en 1 Tesalonicenses 4:14: “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de la misma manera Dios traerá por medio de Jesús, y con él, a los que han dormido. Pues os decimos esto por palabra del Señor: Nosotros que vivimos, que habremos que-dado hasta la venida del Señor, de ninguna manera precederemos a los que ya durmieron”.
- Dos caravanas que se encuentran y el plan perfecto de Dios ➣ La situación sin esperanza de la viuda.
- La incapacidad total del joven muerto (ver Ef ➣ La compasión del Señor Jesús.
- El poder del Señor Jesucristo ➣ La resurrección de los muertos.
Tomado del libro: Un médico examina los Milagros de Jesús.Pu blicado por Casa Bautista de Publicaciones Editorial Mundo Hispano. Autor: Dr. Roberto Estévez .
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