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Los padres

Ni papá ni mamá han cambiado durante mi adolescencia y mi juventud. El que he ido cambiando he sido yo. Y mi forma de mirarles y entenderles.

CARTAS DE UN CRISTIANO EXJOVEN AUTOR 1017/Daniel_Bores_Garcia 20 DE NOVIEMBRE DE 2022 10:00 h
Imagen de [link]Harika G[/link] en Unsplash.

Tus sentimientos al leer esta carta serán diferentes dependiendo de dos elementos, fundamentalmente. En primer lugar, de tu edad. En segundo lugar, de las circunstancias familiares que te rodean mientas lees esto. Si eres un adolescente o un joven que aún vive en casa de sus padres, formas parte de uno de los grandes grupos en los que pienso al redactar este texto. Si eres un joven que ya se ha independizado de sus padres por motivos de estudios, laborales o porque te has casado y ahora formas tu propia unidad familiar, perteneces al otro gran grupo de lectores al que me dirijo ahora. Sin embargo, como he comenzado diciendo, la pertenencia al primer o segundo grupo determinará la forma en la que lees los párrafos siguientes.



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Vi en redes sociales una imagen con la que recuerdo estar totalmente de acuerdo. Representaba las diferentes etapas de los sentimientos que un hijo tiene por su padre. De todos es sabido que hasta la mitad de la etapa de educación primaria (curso arriba, curso abajo), el padre es un superhéroe para sus hijos. Puede hacerlo todo, es fuerte y sabe sobre cualquier tema. A partir de los diez u once años, sin que el padre haya cambiado un ápice, lo que cambia poco a poco (o a veces de golpe) es la mirada del niño hacia él. Ahora los héroes son los iguales (amigos) y el padre comienza a ser el aguafiestas que no se entera de nada. La fuerza la tienen otros, la de papá ya no es algo tan espectacular. Y saber, lo que se dice saber, papá sabrá mucho de lo suyo, pero bastante poco de lo realmente importante para un preadolescente. En definitiva, el héroe ahora no es más que un ciudadano de a pie y, en algunos casos, incluso el villano. Pasados los intensos años de la adolescencia y la primera juventud, la curva de admiración que había estado en números rojos comenzaba a subir vertiginosamente hasta colocarse casi a la altura del superhéroe. Esta etapa coincide normalmente con el momento en el que el joven se independiza y comienza a adquirir ciertos roles que demandan un nivel de responsabilidad y de toma de decisiones ante las que se siente abrumado. Y en ese momento piensa en papá. Y se hace una pregunta que lleva años sin hacerse, si es que alguna vez la hizo: ¿qué haría papá en este caso? Ya está, vuelve la llamada al superhéroe que debe acudir al rescate. Esa poca cosa que no se enteraba de nada parece ahora ser el modelo en el que nos miramos. Y ya ni te cuento si ese joven se casa, tiene hijos…



Como hijo de un pastor evangélico, he crecido escuchando a mi padre predicar en la iglesia y contar con cierta asiduidad los mismos chistes y anécdotas. He presenciado conversaciones en diversas situaciones en las que ya sabía lo que mi padre diría y cómo lo diría. Tengo que reconocer que mi padre no ha dejado nunca de ser un superhéroe para mí, pero también confieso que durante mi adolescencia cogí manías a ciertas cosas suyas. Supongo que al pensar en tu padre, si eres adolescente o lo has sido, sabes a lo que me refiero. A los dieciocho años me trasladé a vivir a otra ciudad, a un piso de estudiantes. Durante los primeros meses, incluso años, esa experiencia de autonomía me hizo distanciarme algo de él emocionalmente, porque yo creía que sabía cómo arreglármelas solo. Pero me duró poco. Y al volver a casa, en vacaciones, empecé a descubrir que, pese a que mi padre seguía siendo igual que hacía diez años, yo le miraba más alucinado que nunca. Recuerdo con cariño las innumerables veces que acudí a él durante años, y lo sigo haciendo, para pedirle consejo. Ahora, a mis treinta y dos años, firmaría cualquier documento que me asegurara ser a los sesenta como él.



Durante mi adolescencia, ¿cambió mi padre? No. Cambiaron las gafas con las que le miraba.



Para los hijos varones, lo de mamá suele ser otra cosa. Creo que una chica exjóven podría hablar mucho mejor sobre su proceso hija-mamá. De todos modos, aunque con algunas diferencias, el proceso ha sido similar. Y el resumen, el mismo. Ni papá ni mamá han cambiado (más que lo que uno cambia por el simple hecho de ir cumpliendo años) durante mi adolescencia y mi juventud. El que he ido cambiando he sido yo. Y mi forma de mirarles y entenderles. Y de necesitarles.



Lo de la necesidad es un concepto que me encantaría abordar desde un punto de vista filosófico. Pero no quiero perder lectores, así que me ahorraré el intento. No obstante, cualquiera entiende que pasamos por diferentes etapas en cuanto a lo que necesitamos de nuestros padres. La autonomía, al desarrollarse, cambia profundamente nuestras necesidades. Debe hacerlo, porque de otra forma no podríamos crecer adecuadamente. Pero si puedo darte un consejo, con el corazón en la mano, te diré que no confundas autonomía con desprecio. Sentirte libre y capaz es genial. No hay padre y madre en el mundo que puedan oponerse a ello, porque que tú te sientas así es un premio al trabajo que han ido haciendo durante años. Es la satisfacción del pájaro adulto cuando ve que su cría vuela por sí misma y que ya no le necesita para desplazarse o para buscar su propia comida. Pero esto no debe estar reñido con mantener el vínculo de amor y cariño con ellos. Yo reconozco haber sido algo duro con mis padres en los momentos en los que más libre me he sentido, quizá como una expresión incorrecta de esa libertad. No concibo una cría de pájaro despreciando a su madre sólo porque ya no la necesita. Tampoco concibo a un joven haciendo daño a sus padres como expresión de su autonomía. Hay algunas cosas irremediables, pero si la lectura de este texto puede ayudarte a reflexionar un poco, me daré por satisfecho.



Hay un pasaje en la Biblia que me hace temblar. Bueno, hay varios, pero en relación a los padres hay uno especialmente que me pone los pelos de punta. Antes de leerlo, te pregunto: ¿hasta qué punto crees que es importante para Dios que sus hijos respeten y obedezcan a sus padres? Ahora sí, a leer:



Si alguno tuviere un hijo contumaz y rebelde, que no obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre, y habiéndole castigado, no les obedeciere;  19 entonces lo tomarán su padre y su madre, y lo sacarán ante los ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar donde viva; 20 y dirán a los ancianos de la ciudad: Este nuestro hijo es contumaz y rebelde, no obedece a nuestra voz; es glotón y borracho. 21 Entonces todos los hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá; así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá, y temerá. (Deuteronomio 21:18-21. RV1960).



Lo primero que se te vendrá a la cabeza será dar gracias a Dios por no vivir en aquel tiempo en el pueblo de Israel. ¿Te imaginas? Estás en una de esas etapas de rebeldía y tus padres llaman a los hombres de la ciudad y te apedrean hasta la muerte. Sin anestesia.



Ya me sé la cantinela de que ahora no vivimos bajo la ley, sino bajo la Gracia. Que anda que no había castigos duros por el pecado en el Antiguo Testamento y que hay que interpretarlo a la luz de toda la Biblia. Bla, bla, bla. Pero la clave está en el mensaje que Dios quiere trasladar a su pueblo: es necesario que haya un orden y dentro de ese orden es lógico que los hijos escuchen la voz de sus padres. Lo del castigo podemos dejarlo aparte, si quieres. Quedémonos con la urgencia de la obediencia a los padres.



Proverbios 23:22 habla de escuchar a nuestros padres, aún cuando ellos sean ancianos. La Ley está llena de advertencias sobre la obediencia a los padres (Éxodo 20:12, Deuteronomio 5:16, Levítico 19:3). Y en el Nuevo Testamento hay varios pasajes en los que se habla del mismo tema (Colosenses 3:20, Efesios 6:1-3, 1ª Timoteo 5:4). Parece clara la apuesta que Dios hace sobre la relación de obediencia de hijos a padres. Quizá preguntes: ¿y por qué Dios le da tanta importancia a este tema? Una de las respuestas, que hay varias, es que Dios mismo ha visto durante miles de años los efectos de la rebeldía familiar. Esa es la razón por la que el mensaje se mantiene desde mil quinientos años antes de Jesús (los escritos del pentateuco) hasta los libros bíblicos que más tarde se escribieron (las epístolas).



Quizá me pase un poco con esta reflexión, pero creo que sería capaz de justificarla teológicamente ante cualquiera que me lo demandara. La rebeldía de un hijo se explica como se explica la teología del pecado. Porque la rebeldía de un hijo es la rebeldía del ser humano contra su padre creador. Es esa misma ansia de libertad y autonomía. Más bien, de independencia. Es ese deseo de abrir los ojos, conocer y experimentar el bien y el mal y ser independiente (Génesis 3:5). ¿Crees que el proceso de rebeldía de los hijos, que suele darse con pocas excepciones durante la adolescencia o la primera juventud, es simplemente parte de nuestra condición como seres humanos creados por Dios? Yo no lo creo. Yo creo firmemente que en el plan original de Dios no se contemplaba una etapa de ruptura emocional entre padres e hijos. Estoy convencido de que esta etapa no es más que otro síntoma del pecado (enfermedad) que forma parte de nuestra naturaleza caída. Por lo tanto, como cristianos podemos y debemos tratar de hacer algo al respecto. No nos dejemos caer en el “es lo típico de la edad” o en el “es una etapa por la que pasamos todos, ya se le pasará”. Porque un cristiano famoso no debería caer en las drogas o la bebida por el simple hecho de que parece un patrón común en casi todos los famosos del mundo. O porque un empresario cristiano debe declarar todos sus beneficios, por mucho que sepa que “trucar” algunas facturas sea el pan nuestro de cada día.



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Dicho esto (sabía yo que algún día caería en la trampa de usar este nexo entre ideas, que tanto aborrezco de tertulianos, sobre todo de fútbol y política), también tengo que decir que, como con tantas otras circunstancias relacionadas con nuestra naturaleza de pecado, Dios escribe recto en nuestros renglones torcidos. En otras palabras, Dios utiliza nuestros fracasos como seres humanos pecadores para hacernos mejores seres humanos creados. La adolescencia y la primera juventud son etapas críticas (en el sentido literal de la palabra), pero también de impresionantes oportunidades para la obra de Dios en nuestra vida. Quizá en algún momento se me ocurra escribir una carta sobre el pecado, pero ahora me centraré en esas relaciones (quizá algo deterioradas) entre hijos y padres. Y os diré que he visto muchas vidas transformadas por el perdón y la reconciliación familiar. En realidad, en cualquier reconciliación entre personas hay en el fondo una reconciliación con Dios, y esto es lo que produce que la sanidad que se produce también afecte a nuestra salud espiritual en la más estricta individualidad. Perdono y soy perdonado. Por tanto, me acerco más al Dios del perdón. Experimento la Gracia en el abrazo a mis padres. Y en ese abrazo, estoy abrazando a Jesús.



No es difícil imaginarse la escena del reencuentro entre el padre y el hijo en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32). Te hago la siguiente pregunta: ¿quién de los dos (padre o hijo) cambió más durante la historia? Claramente el hijo. Quizá salió de la casa un pringao y volvió un hombre hecho y derecho (aunque bastante tocado, la verdad). Parece más claro que se fue un chico que lo tenía todo y volvió otro que no tenía ni dónde caerse muerto. Pero el que no había cambiado era el padre. Nuestra perspectiva como adolescentes o jóvenes es que nuestro alrededor ya no es el que era, que ya nadie nos comprende, que hace tiempo que ya no hay conexión, etc. Pero nos haríamos un favor si pensáramos que una de las características de la adolescencia y la primera juventud es la gran velocidad a la que se suceden los cambios (psicológicos, emocionales, físicos…). Para que te hagas una idea, durante tu adolescencia o juventud tú vas en un Ferrari y tus padres van en bici (como han ido siempre). Cuando mires atrás y notes la distancia que os separa, piensa si acaso ésta ha sido producida por tu exceso de velocidad, no por su constante pedaleo. Y en ese momento, frena. Abre la puerta de tu buga y echa a andar hacia atrás, en dirección contraria. O, si lo prefieres, espera sentado junto al camino. Quizá, cuando tus padres lleguen pedaleando, añores el suave traqueteo de esas bicis con las que recorriste tantos años de tu vida. Quizá entonces quieras subirte a la tuya y disfrutar juntos del camino. Eso sí, sin rueditas.


 

 


1
COMENTARIOS

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Angel
19/11/2022
21:23 h
1
 
Bonita reflexión
 



 
 
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