La vida es corta. No la acortes más viviendo solo algunas partes. Vívela integralmente, vívela íntegramente.
Durante la juventud, el espacio-tiempo parece un chicle. Uno cree poder moldearlo a su antojo; lo estira cuando quiere aprovechar lo máximo posible una situación y lo apelmaza cuando quiere pasar a la siguiente pantalla. Es una etapa en la que, por regla general, uno puede disponer de sí mismo con mayor facilidad, lo que le permite manejar su vida como se maneja el mando de una televisión. La película “Click” (2006) habla un poco de esto. Michael, el protagonista, recibe un curioso regalo: un mando a distancia con el poder de controlar el tiempo. Pronto Michael aprende a sacarle el máximo partido al invento, pasando a toda velocidad aquellos momentos desagradables (discusiones con su mujer, una cena familiar que no le apetece enfrentar, enfermedades) y avanzando hasta aquellos que, para él, merece la pena disfrutar. Para no destrozar la película a quien no la haya visto, solo diré que la cosa se empieza a poner fea progresivamente.
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He ido aprendiendo, aunque creo que no del todo aún, que uno no sabe lo importante que es un momento hasta mucho después de que haya pasado. A priori creemos saber si lo que nos viene va a ser o no bueno para nosotros, pero cuántas veces nos hemos tenido que corregir a nosotros mismos al darnos cuenta del gran error que hemos cometido. Ante una situación a la que debemos enfrentarnos, emitimos un juicio rápido y nos adentramos en ella con la decisión tomada acerca de lo mucho o poco que nos va a gustar, ayudar o afectar. Pero piensa un poco. Permite a tu mente recordar todas las veces en las que las cosas no han salido como creías que iban a salir. Reflexiona sobre las situaciones vividas que han salido justamente al revés de lo que habías planeado. Hay muy pocas cosas en la vida que puedan augurarse con un 100% de probabilidad: que un objeto caerá hacia abajo al soltarlo en el aire (si es más denso que el aire, claro), que si sales a la calle en medio de un chaparrón volverás a casa mojado o que practicar volteretas sobre ortigas va a producir un cierto picor. El resto de acontecimientos dependen de muchos factores: de ti mismo, de otros, del factor suerte (o probabilidad, si prefieres llamarlo así), etc. La vida no es una situación de laboratorio. Es una jungla.
Cuando vi “Click” por primera vez, me sentí identificado con Michael. Con 14 años conocí a Rebeca (mujer con la que llevo casado desde el 2011) en un campamento de verano en Pinos Reales (Madrid). Yo vivía con mis padres en Valladolid y ella era de Madrid. Yo iba a comenzar 3º de Secundaria y ella 2º. Durante los tres años siguientes, de haber tenido el mando mágico lo habría utilizado más de una vez. Algunos fines de semana cogía el autocar y me quedaba un par de días en casa de un amigo al que había conocido en el mismo campamento y aprovechaba para visitar a Rebeca. Cuando estábamos juntos casi no hablábamos (en los primeros años del SXXI algunos adolescentes éramos así de raros), de la vergüenza que nos daba. En los últimos 5 minutos antes de que yo tuviera que volverme a Valladolid intentábamos hablar de todo lo que no habíamos hablado durante el fin de semana. Recuerdo todavía (y si cierro los ojos muy fuerte puedo hasta sentirlo físicamente) el nudo en la garganta, que bajaba hasta el estómago, que se me hacía durante el viaje de vuelta en Alsa (compañía de la que me habrían tenido que hacer cliente vip). Las noches de mi vuelta a casa mi madre tenía curro. Ya con la luz apagada se sentaba al borde de mi cama y tenía que oír aquella frase recurrente de “es que no sé cómo voy a poder aguantar hasta la próxima vez que la vea”. Y mi madre, sabiamente, me animaba a vivir el presente. Y yo, adolescentemente, le animaba a dejar de decirme siempre lo mismo. En esos momentos yo habría apretado el mando mágico hasta la siguiente escena en la que Rebeca y yo estuviéramos juntos (sin hablar, por descontado). Nunca tuve el mando, gracias a Dios, pero de alguna forma mi cabeza presionaba el botón y algunas temporadas podían definirse como aquél vacío comprendido entre Rebeca y Rebeca. Entre nudo y nudo en el estómago. Entre lágrimas y más lágrimas. Más de quince años después, quisiera volver a esa etapa de mi vida para revivir de forma diferente esos paréntesis, que en realidad eran el 99% de mi tiempo. Pero sigo sin tener el mando mágico.
Luego me pasó lo mismo con la universidad. Quería terminar la carrera y después ya sería feliz. Y al terminarla quería terminar el máster y después ya sería feliz. Y al terminarlo quería terminar el doctorado y ya sería feliz. Y al terminarlo quería encontrar un mejor trabajo y ya sería feliz. Y al encontrarlo quería encontrar otro y…
¿Te suena esto? Me da que sí.
Un día lo hablábamos Rebeca y yo. Echábamos de menos a nuestro Lucas (el mayor de nuestros hijos) bebé. Ya estaba hecho un mayorcito; andaba, comía solo, hasta se vestía sin ayuda. Rebeca y yo recordábamos sus primeros meses de vida, tan vulnerable, tan frágil, tan precioso. Y habríamos apretado el botón para volver a vivirlos. Nos reíamos al recordar que esos primeros meses fueron cansadísimos: noches sin dormir, carreras al hospital cada dos por tres, montañas de pañales, paseos interminables con el carro hasta que se quedaba dormido, cansancio y más cansancio. Cuando era un bebé, en los momentos de mayor estrés deseábamos que creciera, aunque fuera solo un poquito. Y cuando creció, deseábamos volver atrás, aunque fuera solo un poquito.
El caso es no estar conformes. Será que somos seres humanos.
Salomón, en Eclesiastés 3, dice que todo tiene su tiempo. Que hay un tiempo para nacer y para morir, para reír y para estar de luto, para abrazarse y para despedirse, para intentar y para desistir. Para todo. El mando mágico nos permitiría vivir solo los buenos y librarnos de los malos.
Error. De hecho, es la propia frase la que es errónea. ¿Qué tiempo es el bueno? ¿y el malo? ¿qué criterio marca la diferencia?
Teníamos un apartamento alquilado para los días de fiesta de las vacaciones de Semana Santa. Los niños llevaban semanas esperando poder ir a la playa. Una semana antes la predicción del tiempo nos avisaba de que sol, lo que se dice sol, no iba a hacer. Ya era tarde para anular la reserva: habíamos hecho el pago. Fuimos de todos modos. Cayó agua como para llenar el Mediterráneo tres veces. Y nos volvimos un día antes; por cierto, conduciendo nueve horas bajo el diluvio.
¿Días malos?
Pantanos llenos, ciudades sin contaminación, prados verdes, cultivos creciendo.
¿Días malos?
Depende. Para nosotros lo fueron. Pero también fuimos nosotros los que, al llegar a Madrid, pudimos respirar un aire más puro. Nosotros los que, semanas más tarde, caminábamos por un parque verde y florido. Nosotros los que pudimos abrir el grifo sin miedo a que el agua se acabara.
En Efesios 5:16 y en Colosenses 4:5 se nos insta a aprovechar bien el tiempo. No los buenos tiempos solo. Todo el tiempo. En Juan 11 la Biblia nos narra la muerte de Lázaro, un amigo de Jesús. Leyendo el pasaje, parece que Jesús usó el tiempo de una manera un poco diferente a lo habitual. Cuando una de las hermanas de Lázaro le dice a Jesús que Lázaro está enfermo, Jesús decide quedarse un par de días más en la ciudad en la que estaba antes de ir a Betania, donde estaba su amigo debatiéndose entre la vida y la muerte. Si llamas al 112 porque hay una persona a punto de morir, no creo que te contesten “iremos dentro de un par de días”. Más bien irán lo más rápido posible, para atajar la enfermedad cuanto antes. Pero Jesús esperó. Tanto que él mismo sabía antes de emprender el camino a Betania que Lázaro ya había muerto durante esos dos días. Al llegar a Betania se encuentra un panorama desolador: Lázaro ya está en el sepulcro y toda la familia está desolada. Le echan en cara no haber llegado antes (razón no les faltaba) y hasta los judíos que vivían por la zona se preguntan cómo alguien capaz de dar vista a un ciego no podía haber intentado sanar a Lázaro antes de que muriera. De hecho, por lo que leemos en Juan 4:43-54, Jesús ya había demostrado que era capaz de sanar a distancia. Podía haberlo hecho con Lázaro sin haber tenido que desplazarse hasta Betania. Podía haberse ahorrado mucho tiempo. Pero no lo hizo. Es más, Jesús tampoco trata de devolver a la vida a Lázaro nada más llegar (no sé mucho de esto, pero si ya es difícil resucitar a uno que lleva un rato muerto, más difícil será hacerlo cuanto más tiempo pase), sino que llora. Genio y figura. Llega tarde y encima llora. Y después, eso sí, hace el milagro y su amigo resucita.
Yo lo habría hecho de otra forma. Habría ido más rápido. Habría sanado a Lázaro a distancia o me habría teletransportado a Betania en un milisegundo. Que ser Jesús tiene sus ventajas. Y si no hubiera funcionado, no habría perdido tiempo en llorar. Nada más llegar habría reducido a polvo la roca del sepulcro usando mis superpoderes, habría tocado el corazón de Lázaro y habría dicho: “resucita”. Sin más.
¿Por qué Jesús hace toda esta maniobra? Ni idea. Pero esta historia me sirve para aprender que Dios tiene su tiempo. Y haciendo caso a las recomendaciones de su antepasado Salomón, Jesús experimenta aquello de que hay un tiempo para todo. Para correr y para esperar, para reír y para llorar, para enfermar y para sanar, para morir y para resucitar.
Buceando por la Biblia encontramos bastantes historias en las que el tiempo juega un papel fundamental. ¿A qué viene la pila de años que tiene que esperar David desde que es ungido hasta que es proclamado Rey? ¿por qué tiene que estar José dos años en prisión, siendo inocente, antes de convertirse en la segunda persona más poderosa del imperio egipcio? ¿por qué el pueblo de Israel tiene que dar una vuelta a Jericó cada día durante una semana antes de poder conquistarlo? ¿por qué tuvo que vagar por el desierto durante décadas? ¿por qué Naamán tiene que bañarse siete veces en un río infecto antes de quedar sano de la lepra?
Porque hay un tiempo para todo. Porque lo que pasa entre el deseo y su cumplimiento es vida, es aprendizaje, es crecimiento. Porque terminar no es llegar a la meta, sino haber andado bien el camino. Porque la enfermedad fortalece el organismo y la fiebre hace crecer el cuerpo.
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Hace años compuse una canción que en una de sus estrofas decía:
“No hay parón sin movimiento, no hay consuelo sin llorar,
Y es que no hay sueño sin cansancio, no hay calma sin tempestad.
No hay despedida sin encuentro, no hay cicatrices sin sangrar.
No hay primavera sin invierno y no hay mar sin manantial”
Intentar comprender por qué pasan las cosas es un deporte de riesgo. De hecho, es absurdo. Pero aprender a aprovechar el tiempo no implica entender el por qué de cada minuto. Basta con tratar de que nuestra vida sea una continua alabanza (“Bendeciré a Jehová en todo tiempo”, Salmo 34:1), basta con amar a los demás cada segundo (“En todo el tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia”, Proverbios 17:17), basta con vivir cada día como si fuera el último, porque podría serlo.
Amigo, amiga, tempus fugit. La vida es corta. No la acortes más viviendo solo algunas partes. Vívela integralmente, vívela íntegramente. No hagas planes sin contar con Dios, porque no sabes lo que pasará mañana. Como dijo el apóstol Santiago (Santiago 4:13-15), “la vida es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece”.
Haz que haya valido la pena cada segundo que vivas. Que nunca tengas que lamentar los minutos que tiraste al contenedor, porque cuando quieras recuperarlos ya se los habrá llevado el camión de la basura.
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