Vivimos en una época que tiene una extraordinaria capacidad para la denuncia, pero muy poca habilidad para el anuncio.
Romper todo no significa reformar la Iglesia ni cambiar el mundo. Esa es la tesis número 16 de mi libro 95 tesis para la nueva generación.
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Hay gente que solo quiere ver el mundo arder. Esa es la idea que aparece recurrente en la trilogía de Batman: El caballero de la noche, de Christopher Nolan. Rodeada por sus propias contradicciones existenciales, la brújula moral de Batman se ve presa de una escalada cada vez más explícita de anarquía y nihilismo. Desde el método para purificar el pecado social de Ra’s al Ghul, hasta el cinismo mediático de Bane, pasando por la erotización del caos social del Joker y Harvey Dent, las películas de Nolan sondean en el maremágnum del espíritu de nuestra época. Para purgar a occidente de sus vicios añejos, tenemos que prender fuego el mundo, incluso si nosotros mismos ardemos en el proceso.
El deseo de reformar la Iglesia era un grito incontenible de la cristiandad para cuando Lutero apareció en escena. Uno tras otro, los esfuerzos institucionales habían fracasado en la tarea de la reforma. El concilio de Constanza (1414-1418), el de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1445) y el Quinto Concilio Lateranense (que terminó siete meses antes de la publicación de las noventa y cinco tesis), todos intentaron cambiar las cosas. Todos fallaron. No es sorprendente que los reformadores hayan rechazado hacer las cosas por el camino del conciliarismo. Para reformar la Iglesia de verdad necesitaban ir más profundo, revisar con más compromiso las estructuras, llevar sus convicciones hasta las últimas consecuencias.
Así empezaron a surgir, ya en los primeros años de la Reforma, un sinfín de movimientos que ponían todo en entredicho: querían romper todo lo conocido para perseguir sin ataduras el ideal intangible de la verdadera espiritualidad. Algunos grupos radicales creían que el mejor camino era derribar todo el edificio de la tradición cristiana. Esa intuición llevó a Thomas Müntzer a incitar la guerra de los campesinos, que dejó casi ciento cincuenta mil muertos.
Un punto álgido de las críticas de los grupos radicales fue la doctrina de la Trinidad: una palabra que no aparece en ninguna parte de la Biblia y que Tertuliano acuñó a principios del siglo III. Más de uno veía allí un claro ejemplo de la desviación de la Iglesia.
«“Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra; y en Jesucristo, Hijo unigénito, nuestro Señor; y en el Espíritu Santo”. Si falta uno solo de estos artículos, está perdido todo», explicó Lutero en uno de sus sermones. El reformador era muy consciente de que la doctrina de la Trinidad representaba un quebradero de cabeza para la lógica y un blanco fácil para cualquiera que quisiera ponerla en duda. Sin embargo, insistió en preservar intacta su verdad e importancia. Si en otros puntos había predicado la ruptura, en este abrazó plenamente la continuidad con una verdad recibida del pasado.
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La actitud de Lutero le hizo ganar enemigos en ambos lados de la disputa. Los católicos veían en él a un diabólico destructor de todo lo sagrado; los radicales lo denunciaban por tibio y hasta decían que era un aliado del papa. La Reforma, siguiendo su ejemplo, se esforzó por mantener un complejo equilibrio de dos partes. Primero: limpiar la Iglesia de sus inmensos pecados y cambiar el mundo para bien. Y segundo, como dijo Lutero a unos extremistas en una ocasión, no tirar al bebé con el agua sucia de la bañera.
Coquetear con el caos se ha vuelto un símbolo de sofisticación intelectual: debemos de(con)struir toda fuente de certeza y arrojarnos, en un acto de libertad adulta, a los brazos de la bruma. Vivimos en una época que tiene una extraordinaria capacidad para la denuncia, pero muy poca habilidad para el anuncio. En otras palabras: sabemos reconocer cada recoveco del mal y la opresión a nuestro alrededor, pero no tenemos imágenes precisas de la belleza, la verdad o la justicia.
Es tanta la maldad en la que habitamos que quisiéramos que todo colapsara para que surgiera, de las cenizas de la vieja sociedad y como un ave fénix, un mundo mejor. Sin horizontes muy claros, sin anclas éticas, sin saber qué vale la pena construir y por qué motivos, tiramos abajo los pilares de antaño por el mero placer parricida de desafiar la suerte.
La deconstrucción de tradiciones religiosas es uno de los lemas de mi generación. Emprender esa tarea de revisión habilita respuestas potentes a los nuevos desafíos y, de paso, denuncia muchos de los falsos ídolos que han brotado en la espiritualidad cristiana. Pero el problema de muchos de esos esfuerzos es que han perdido su vínculo irrenunciable con la fuente de vida. Su proceso de revisión se va pareciendo, de a poco, a la épica nihilista del Joker. La brújula deja de apuntar a la verdadera experiencia con Cristo y se vuelve un errático sendero de críticas a la institución y desconfianza hacia todo lo aprendido. Estiran la cuerda que sostiene la fe hasta el máximo de su capacidad y esperan, contra todo pronóstico, que no se rompa.
“Ignoro por qué extraordinario accidente mental” —decía hace más de un siglo Chesterton— hay personas que piensan que progreso e independencia del pensamiento son cuestiones que van de la mano. Cuando lo cierto es que, a partir de un pensamiento totalmente autónomo, todo individuo “ha de empezar por el principio y solo llega, con toda probabilidad, tan lejos como su padre. Pero si algo tiene la naturaleza del progreso, ese algo debe ser, sobre todas las cosas, el estudio detallado y la aceptación de todo el pasado”.
Toda innovación se basa en la tradición. Cualquier acto de creatividad y progreso tiene hundidas sus raíces en el pasado del que abreva, al que critica, al que continúa y ramifica, del que aprende y desaprende, actualiza e imita. Los seres humanos no tenemos la gracia de la creación ex nihilo, de la nada. Lo que sucede, más bien, es que cada generación vuelve a moldear, ante nuevos escenarios y desafíos, el barro que el pasado le dejó como herencia.
Romper todo no es lo mismo que reformar la Iglesia. Esperar que todo implosione y arda hasta la purificación tampoco equivale a cambiar el mundo para bien. El camino al futuro de la fe está pavimentado por la humildad ante los planteos de un mundo en cambio constante, pero también por la fidelidad ante las milenarias certezas de la fe. La bronca y el hastío por las cosas que no soportamos más no pueden quitarnos la capacidad de sorpresa ante la misteriosa experiencia de la salvación. Si eso pasa, la Liga de las Sombras ya ganó la batalla.
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