Nuestras ideas teológicas no son abstracciones intrascendentes que tiñen de un color u otro nuestra fe. Las ideas filosóficas y religiosas son peligrosas.
Las ideas tienen consecuencias; por eso, conviene revisar muy bien lo que pensamos y creemos. Esa es la tesis número 5 de mi libro: 95 tesis para la nueva generación.
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Antes de que Lutero apareciera en escena, hubo varios personajes que prepararon el camino a la Reforma. Figuras como Pierre Valdo, John Wyclif o Jan Hus insistían en reformar la Iglesia mediante una purificación de las costumbres, es decir, una santificación individual y eclesial. El predicador Girolamo Savonarola, por ejemplo, era famoso por organizar la hoguera de las vanidades: una quema pública de objetos lujosos y asociados con la vida libertina. Savonarola denunciaba con ese acto la corrupción de la Florencia renacentista gobernada por los Medici. La valentía profética del predicador italiano le granjeó poderosos enemigos, como el inmoral papa Alejando VI, que lo excomulgó y lo condenó a la hoguera.
Lutero tenía catorce años el día en que Savonarola fue quemado como hereje. Su ejemplo de valentía profética fue uno de los modelos que inspiró la vocación del reformador. Más de dos décadas después —de camino a la Dieta de Worms, acusado también él de herejía y sin saber si volvería de ese viaje o si moriría como mártir—, Lutero llevó consigo una imagen del monje italiano.
Lutero no fue ni el primero ni el último en buscar purificar las prácticas y costumbres de la Iglesia de su tiempo. Sin embargo, su Reforma hizo algo diferente de las anteriores: se centró en una revisión de la dogmática. No solo se enfocó en las costumbres, la moralidad y las fallas individuales; «que la vida del papa y de los suyos sea como fuere. Ahora estamos hablando de su doctrina», dijo. No apuntó su artillería contra los pecados de la Iglesia, sino contra las enseñanzas pecaminosas.
«Hay que distinguir entre doctrina y vida», decía Lutero; «si no se reforma la doctrina, la reforma de la moral será en vano, pues la superstición y la santidad ficticia no pueden reconocerse sino mediante la Palabra y la fe». Aunque Lutero admiró a precursores de la Reforma como Savonarola, Wyclif y Hus, también los criticó por haber denunciado las deficiencias morales de la Iglesia, pero sin atacar la teología que estaba en su base. Habían apuntado a las consecuencias del problema, pero no habían hecho nada por tratar las causas.
C. S. Lewis dijo que podemos pasarnos la vida sin prestarle atención a las ideas teológicas, ignorando esa dimensión de la realidad. Pero eso no significa que no tengamos ninguna posición tomada sobre el tema. Más bien, significa que tenemos «un gran número de ideas equivocadas: ideas malas, mutiladas y obsoletas. Porque gran número de las ideas que en cuanto a Dios se hallan en boga en nuestra época son simplemente las que los verdaderos teólogos estudiaron hace ya siglos y descartaron».
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Nuestras ideas teológicas no son abstracciones intrascendentes que tiñen de un color u otro nuestra fe. No son un mero telón de fondo de la verdadera vida cristiana. Las ideas filosóficas y religiosas son peligrosas, «tan peligrosas como el fuego, y nada puede apartar de ellas esa belleza que les confiere el peligro. Pero solo hay un modo de cuidarnos de su peligro excesivo, y es penetrar en la filosofía y empaparnos de religión».
Revisar, deconstruir, meditar y filtrar nuestras ideas sobre Dios y el mundo debería ser uno de los primeros pasos para la reforma de nuestra espiritualidad cristiana. No es un trabajo destinado a los intelectuales con poca fe. No es una distracción de la verdadera espiritualidad. Como dijo Richard Weaver hace algunas décadas, las ideas tienen consecuencias.
Si predicamos la centralidad del Evangelio en todas las áreas de la realidad, lo que creamos de Dios, la Biblia, la salvación y la misión afectará notablemente (para bien y para mal) nuestra vida, nuestra comunidad de fe y la sociedad.
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