Ninguna forma de vida, mucho menos la nuestra, podría haber prosperado en un cosmos estático y eterno, bombardeado continuamente desde la eternidad por una radiación tan intensa y letal como la que nos llegaría de las interminables estrellas.
En la época de Albert Einstein, la mayoría de los astrónomos creía que el universo era estático y eterno. Las preguntas sobre su origen o su posible final no tenían sentido y no se consideraban científicas. El cosmos siempre había estado ahí y siempre seguiría estando. Los filósofos y los teólogos podían especular o hablar de principio y fin del mundo pero, desde luego, los científicos no debían hacerlo. De hecho, esta supuesta inmutabilidad cósmica era lo que parecía reflejar el estudio del firmamento.
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Sin embargo, la famosa teoría general de la relatividad, elaborada en 1915 por este gran genio de origen judío, predecía que el universo debería estar expandiéndose o contrayéndose. Esto molestó tanto al propio Einstein que le llevó a modificar sus ecuaciones y a introducir artificialmente una “constante cosmológica” que supuestamente mantenía el universo en equilibrio estático y eterno.
No obstante, otros investigadores -como Alexander Friedmann y Georges Lemaître- siguieron la teoría de Einstein hasta sus últimas consecuencias y demostraron que, en efecto, el cosmos se expandía. Esto significaba que, si se recorría el camino inverso, se llegaba a un primer momento en el que el universo habría estado concentrado en un minúsculo punto. Luego el mundo (materia, energía, espacio y tiempo) no era infinito ni estático sino que había tenido un principio. Finalmente Einstein, al revisar en 1928 el trabajo del astrónomo norteamericano Edwin Hubble, reconoció dicha expansión y admitió que ése había sido el gran error de su vida. El modelo del Big Bang, que requiere un principio del cosmos, se impuso al modelo estático de un universo eterno. Posteriormente, muchas más comprobaciones astronómicas han venido a reforzar este modelo de la Gran Explosión.
Curiosamente, un siglo antes de la aceptación de la expansión cósmica, un astrónomo alemán, llamado Heinrich W. M. Olbers, se había hecho una pregunta aparentemente infantil: “¿por qué es oscuro el cielo nocturno?”. Esta cuestión se conoce como la paradoja de Olbers. Si el cosmos fuera eterno, estático e infinito -como creía Einstein al principio junto a muchos de sus colegas- el cielo nocturno no tendría que ser oscuro sino todo lo contrario. Un universo así generaría un cielo uniformemente iluminado. Un firmamento brillante de día y de noche. Un infinito número de galaxias haría que, se mirase donde se mirase del cosmos, siempre nos topáramos con el brillo de alguna estrella. No habría zonas oscuras donde enfocar los telescopios. Sin embargo, las estrellas destacan perfectamente sobre el firmamento porque éste es oscuro ya que tuvo un comienzo y no es infinito.[1]
Además, un universo infinito y eterno sería hostil para la vida, así como para el desarrollo de la tecnología y la ciencia humanas. Ninguna forma de vida, mucho menos la nuestra, podría haber prosperado en un cosmos estático y eterno, bombardeado continuamente desde la eternidad por una radiación tan intensa y letal como la que nos llegaría de las interminables estrellas. Por tanto, la creación del cosmos resulta fundamental para la vida, tal como afirma la Biblia: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1:1).
Notas
[1] González, G. y Richards, J. W. 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid, p. 223.
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