La deprimente visión de la raza humana como una especie a la deriva en un universo indiferente es la que viene caracterizando a muchos pensadores y científicos hasta el día de hoy.
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, conciben al hombre como la finalidad principal de la creación. Solo del ser humano, a diferencia de cualquier otro ser vivo, se dice que fue hecho a imagen de Dios y conforme a su semejanza (Gn. 1:26) para que señoree “en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1:28). De la misma manera, el salmista cantará refiriéndose al hombre: “Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar” (Sal. 8:5-8).
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Por su parte, el evangelista Juan recoge la más famosa frase de Jesús: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). El hombre y la mujer fueron tan valiosos para el Padre que incluso estuvo dispuesto a sacrificar a su propio Hijo Jesucristo para rescatarlos del poder del mal. También el apóstol Pablo les escribe a los cristianos de Roma: “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (Ro. 8:19). Es evidente que esta singular predilección divina por lo humano contribuyó sin duda al antropocentrismo característico de buena parte de la Edad Antigua y la posterior Edad Media.
Así mismo, desde otras perspectivas culturales, se pensaba que “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son”. Frase atribuida al sofista griego Protágoras (485-411 a. C.) e interpretada por algunos filósofos como que el ser humano es medida y centro de toda la realidad. Tal era la cosmovisión de Occidente: la Tierra como centro del universo y el hombre como cumbre de la creación. En la Divina Comedia de Dante Alighieri, poema escrito en el siglo XIV, se inmortaliza esta manera geocéntrica y antropocéntrica de ver el mundo, cuyas evidencias nos han llegado hasta el presente, no sólo a través de los libros sino también por medio del diseño de ciertos objetos, como algunos relojes planetarios medievales.
Sin embargo, en el año 1543 d. C. se produjeron dos acontecimientos que iniciaron la caída de esta cosmovisión. El primero fue la confirmación astronómica, realizada por Nicolás Copérnico en su obra De Revolutionibus, de que la Tierra no era el centro del sistema solar. Su teoría heliocéntrica le confería al Sol ese privilegiado lugar. Mientras que el segundo, se debe al médico Andrés Vesalio, quien revolucionó el conocimiento que hasta entonces se tenía de la anatomía humana. Su obra De Humani Corporis Fabrica, basada en la disección de cadáveres humanos -algo que hasta los siglos XIII y XIV había estado estrictamente prohibido- supuso un gran avance biológico y sentó las bases de la anatomía científica moderna. Ninguno de estos dos trabajos reflejaba ya las antiguas creencias acerca de que el ser humano ocupara un lugar especial en el cosmos o hubiera algún otro tipo de relación entre la humanidad y el universo. Nuestro planeta no era el centro del cosmos y nuestro cuerpo parecía formado por los mismos tejidos y órganos que el resto de los animales. Semejante desconexión entre el hombre y el cosmos venía a socavar la idea bíblica, asumida durante siglos, de que el mundo estaba especialmente diseñado por Dios para la vida humana o que ésta fuera su principal finalidad. El impacto que tales descubrimientos causaron en la cosmovisión de Occidente constituye la raíz del nihilismo contemporáneo.
Un siglo después, Galileo Galilei diseñó un telescopio con el que descubrió que había otros planetas parecidos a la Tierra y muchas más estrellas de las que se podían ver a simple vista. En su obra Siderius Nuncius (1610) sugería que quizás tales estrellas eran soles como el nuestro, rodeados por planetas similares al terrestre. Si esto era así, si había infinitos mundos poblados quizás por otros seres inteligentes, entonces los humanos sOlo seríamos una especie más de las miles o millones que podría haber en el cosmos, pero no la especie elegida por Dios.
El remache que faltaba para ajustar esta visión mediocre del hombre lo aportaron, en el siglo XIX, los famosos libros de Charles Darwin, El origen de las especies y El origen del hombre. Según tales obras, la humanidad era, como el resto de los seres vivos, solamente el producto del mecanismo ciego de la selección natural. Un mecanismo impersonal, aleatorio, que no pensaba y que, por tanto, no nos podía tener en mente desde el principio. Al aceptar semejante planteamiento, las antiguas creencias que concebían la Tierra, la vida y al hombre como realidades privilegiadas en el orden de todas las cosas, se vinieron abajo y dejaron de aceptarse, sobre todo en el mundo académico. Parecía que la ciencia le daba la espalda a la idea de un Dios providente que nos había creado con un propósito especial.
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Por ejemplo, esto es lo que sugería el famoso premio Nobel de Fisiología y Medicina (1965), Jacques Monod, al afirmar que: “La biosfera es, en mi opinión, imprevisible en el mismo grado que lo es la configuración particular de los átomos que constituyen este guijarro que tengo en mi mano”[1]. En otras palabras, ningún ser vivo, ni siquiera el hombre, puede pretender ser el producto de una planificación previa. Supuestamente sólo seríamos el resultado del azar.
De la misma manera, el paleontólogo evolucionista Stephen Jay Gould escribió años después: “Me temo que Homo sapiens es una cosa tan pequeña en un universo enorme, un acontecimiento evolutivo ferozmente improbable, claramente situado dentro del dominio de la contingencia”[2]. Es decir, existimos pero podríamos perfectamente no existir porque sólo somos un detalle, no un propósito. Esta deprimente visión de la raza humana como una especie a la deriva en un universo indiferente es la que viene caracterizando a muchos pensadores y científicos hasta el día de hoy. Y así, el ser humano como imagen de Dios se ha convertido actualmente en un mero subproducto tardío de la evolución sin propósito. Tal es el sustrato ideológico sobre el que se forman la inmensa mayoría de los jóvenes universitarios del mundo.
Sin embargo, esta cosmovisión naturalista no tuvo en cuenta ciertos descubrimientos científicos -prácticamente simultáneos a la aparición de la teoría de la evolución- que volvían a sugerir la centralidad de lo humano en el diseño del cosmos. En efecto, se trata de los trabajos del británico William Whewell (1794 - 1866) acerca de la insólita idoneidad de la molécula de agua para la vida[3] y del químico William Prout (1785 - 1850) sobre las singulares propiedades del átomo de carbono[4], también para permitir la existencia de los seres vivos en la Tierra. Parece una ironía que casi en la misma época en que el filósofo ateo Friedrich Nietzsche proclamaba la “muerte de Dios”, un par de químicos hallaran evidencias científicas que indicaban todo lo contrario. Es decir, que ciertas sustancias (como el agua y el carbono) parecían diseñadas por una mente inteligente para hacer posible la vida -en especial la humana- en nuestro planeta. Estos dos trabajos fueron estudiados por el gran naturalista británico, Alfred Russel Wallace -que había propuesto también una teoría de la evolución independiente de la de Darwin-, señalando que el medio natural terrestre proporcionaba indicios de haber sido planificado para la vida basada en el carbono[5].
A tales estudios siguieron otros que profundizaron en las curiosas propiedades térmicas del agua, como su calor específico, que resulta ser más alto que el de cualquier otra sustancia común. Esta elevada capacidad calorífica del líquido más abundante del planeta está relacionada con la cantidad de energía necesaria para aumentar su temperatura. Es decir, para que un kilo de agua aumente su temperatura un grado centígrado, se necesita una energía de 4184 julios. Sin embargo, solamente se requieren 385 julios para hacer lo mismo con un kilo de cobre y sólo 130 julios para lograrlo con un kilo de plomo. Esta singular característica del agua se debe a unos enlaces muy especiales, llamados puentes de hidrógeno, que posee entre sus moléculas. Tales enlaces son tan fuertes que requieren mucha energía para hacerlos vibrar y aumentar así su temperatura.
El hecho de que el agua tenga tan alto calor específico contribuye de manera notable a la regulación del clima en la Tierra y, por tanto, al mantenimiento de la vida. Las grandes masas de agua oceánica regulan las fluctuaciones extremas de la temperatura. De ahí que las ciudades costeras se calienten y enfríen más lentamente, o experimenten menos fluctuaciones térmicas, que aquellas otras ciudades y pueblos del interior de los continentes. Si se tiene en cuenta que los océanos cubren aproximadamente el 70% de la superficie terrestre, este efecto del calor específico del agua resulta esencial para regular la meteorología y la vida en el planeta.
Durante el siglo XIX se estudió también el efecto refrigerante de la evaporación, así como la naturaleza gaseosa del dióxido de carbono (CO2) y se relacionaron con la aptitud ambiental del planeta para la existencia de los seres vivos. Mientras que, en el siglo XX, se incluyeron en tal lista la naturaleza singular de la química del carbono y la extraordinaria reacción de la fotosíntesis que, simplificando mucho las cosas, convierte la luz en azúcar. Asimismo se descubrió la idoneidad única del agua para aportar energía a las células. Todos estos descubrimientos juntos pueden compararse con la revolución copernicana de 1543 porque señalan un cambio radical de cosmovisión. Si en el siglo XVI Copérnico se dio cuenta de que el Sol era el centro del sistema solar, durante los siglos XIX y XX se descubrió la impresionante idoneidad del mundo para la biología general y, en especial, para la biología humana. Esto desmiente la mencionada creencia de Monod y Gould, de que el hombre es solo un accidente de la evolución sin propósito, y pone de manifiesto que nuestra existencia estaba ya prediseñada en las leyes naturales así como en la estructura de los átomos. De alguna manera, el ser humano vuelve a ser el centro de todo.
Tal argumento es el que se defiende en el último libro del bioquímico Michael Denton, The Miracle of Man, en el que puede leerse: “No es sólo nuestro diseño biológico el que fue misteriosamente previsto en el tejido de la naturaleza. (…) Ésta también estaba sorprendentemente preparada, por así decirlo, para nuestro singular viaje tecnológico desde la producción de fuego hasta la metalurgia y la tecnología avanzada de nuestra civilización actual. Mucho antes de que el hombre hiciera el primer fuego, mucho antes de que el primer metal fuera fundido a partir de su mineral, la naturaleza ya estaba preparada y apta para nuestro viaje tecnológico desde la Edad de Piedra hasta el presente”[6]. Denton pasa revista en su obra a las singularidades del ciclo del agua en la naturaleza, así como a las características y requerimientos de la vida aeróbica, la atmósfera, la respiración humana, la circulación sanguínea, el oxígeno, los sistemas muscular y nervioso e incluso cómo el Homo sapiens pudo empezar a hacer ciencia y descubrir el universo.
Todo está relacionado y el azar no parece ser la mejor respuesta. Nuestro metabolismo depende de múltiples factores cuánticos, atómicos, químicos, bioquímicos y celulares sin los cuales el maravilloso ajuste fino de cada uno de nuestros órganos sería inútil. Pero además, sin la radiación del Sol y sin la transparencia de la atmósfera no podría haber fotosíntesis, ni oxígeno, ni ATP o la energía que se requiere para el metabolismo. Sin agua ni átomos de hierro no habría sangre. En fin, es como si “alguien” en un misterioso acto de presciencia hubiera manipulado minuciosamente las leyes naturales desde el principio para que nuestro diseño anatómico y fisiológico pudiera funcionar bien en la Tierra y además fuésemos capaces de estudiar el cosmos y desarrollar una civilización tecnológica. Algunos, desde su cosmovisión naturalista, apuestan por la casualidad o por una inteligencia alienígena que habría creado así la vida y el planeta azul. En mi opinión, la mejor conclusión nos lleva al Dios creador que se nos revela en la Biblia, un ser trascendente y espiritual pero también personal, que nos concibió desde el principio a su imagen y semejanza, haciéndonos algo menores que los ángeles para que pudiéramos amarle, adorarle y servirle.
Notas
[1] Monod, J. 1977, El azar y la necesidad, Barral, Barcelona, p. 53.
[2] Gould, S. J. 1991, La vida maravillosa, Crítica, Barcelona, p. 298.
[3] Whewell, W. 1833, “Bridgewater Treatise n. 3”, Astronomy and General Physics Considered with Reference to Natural Theology, William Pickering, London.
[4] Prout, W. 1834, “Bridgewater Treatise n. 8”, Chemistry, Meteorology, and the Function of Digestion Considered with Reference to Natural Theology, William Pickering, London, 440.
[5] Wallace, A. R. 1911, The World of Life: A Manifestation of Creative Power, Directive Mind and Ultimate Purpose, Chapman and Hall, London.
[6] Denton, M. 2022, The Miracle of Man. The Fine Tuning of Nature for Human Existence, Discovery Institute Press, Seattle, p. 24.
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