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¿Apoya la ecología al evolucionismo?

¿Es capaz la biología evolutiva del desarrollo de explicar satisfactoriamente la macroevolución? No, tampoco lo es y por una razón bastante simple: jamás se ha observado en la naturaleza.

CONCIENCIA AUTOR 87/Antonio_Cruz 26 DE JUNIO DE 2022 20:00 h
De la mariposa macaón (Papilio machaon) se conocen más de quince subespecies repartidas por casi todo el hemisferio norte.

Desde el neodarwinismo, suele afirmarse que el estudio de las interacciones de los seres vivos con el ambiente en que viven ha contribuido de manera notable a entender los procesos evolutivos. El hecho de que la ecología recurra frecuentemente a las matemáticas, concretamente a la estadística, para realizar estudios demográficos en poblaciones experimentales de pequeños organismos, como levaduras, plantas fanerógamas, ciliados, insectos, arácnidos, crustáceos y otros muchos animales, con el fin de observar tasas de multiplicación, mortalidad, resistencia del ambiente, relación depredador-presa, dinámica de poblaciones, competencia interespecífica, etc., se ha interpretado como una ayuda valiosa para la teoría de la evolución. 



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Sin embargo, muchos ecólogos son reticentes al diálogo en el binomio matemáticas-biología ya que sus conclusiones no siempre se ajustan a la realidad. Lo cierto es que ningún estudio ecológico (por muy matemático que sea) demuestra que la teoría de que todos los seres vivos descienden de un único antepasado común sea verdadera. Es más, tal como señalaba el gran ecólogo catalán Ramón Margalef (1919-2004) (de quien tuve el privilegio de ser alumno): “todavía no se poseen modelos matemáticos enteramente satisfactorios en relación con la situación actual de la Ecología.”[1]



La primera dificultad tiene que ver sobre todo con lo que se entiende por “evolución”. Tal como señalaba el profesor Phillip E. Johnson, graduado de Harvard, “evolución puede significar cualquier cosa desde la declaración no polémica de que las bacterias ‘evolucionan’ una resistencia a los antibióticos hasta la magna declaración metafísica de que el universo y la humanidad ‘evolucionaron’ por medio únicamente de unas fuerzas mecánicas carentes de propósito. Una palabra tan elástica como ésta puede inducir a error.”[2] En efecto, la teoría darwinista explica la complejidad y diversidad de la vida por medio de pequeñas mutaciones genéticas y la supervivencia de los más aptos. Sin embargo, esto solo es válido para dar cuenta de las variaciones que ocurren dentro de las especies biológicas, no para transformar un pez en un anfibio o éste en un reptil y finalmente en un ser humano.



Cuando se dice que los estudios ecológicos contribuyen a la evolución, lo que se quiere decir en realidad es que tales investigaciones analizan pequeños cambios como, por ejemplo, el melanismo industrial de la polilla del abedul, la alteración en la frecuencia de alelos de las poblaciones animales (deriva genética) o la variación conjunta (coevolución) de insectos y aves con las flores de ciertas plantas de las que se alimentan. Pero todo esto entra dentro de lo que se conoce como microevolución (algo que nadie pone en duda porque es evidente en la naturaleza). No obstante, la ecología no tiene acceso a la macroevolución darwinista o doctrina que asume que todas las especies actuales derivan por transformación lenta y continua -gracias a mutaciones aleatorias y selección natural de las mismas- de un único antepasado común. Se trata de cosas distintas que, si se incluyen dentro del mismo término “evolución”, inducen a un flagrante error. 



Tal como señala el zoólogo inglés Colin Patterson: “La teoría de la selección es presa de su propia sofisticación: afirma que pequeñas diferencias de eficacia biológica son agentes efectivos de cambio evolutivo, pero tales diferencias no son detectables en la práctica.”[3] La microevolución produce ligeras variaciones a partir de la información genética ya existente en las especies y esto es algo detectable en la naturaleza, sin embargo la macroevolución requiere grandes cantidades de nueva información para poder hacer nuevos planes corporales y numerosas innovaciones complejas. El problema es que las mutaciones al azar y la selección natural son incapaces de generar dicha información sofisticada. Por lo menos, no tenemos experiencia de que esto esté ocurriendo en la naturaleza. 



La teoría neodarwinista ha venido reivindicando, desde la década de los 30 del siglo XX, que los cambios macroevolutivos a gran escala serían el producto de la acumulación de pequeños cambios microevolutivos a pequeña escala, en las frecuencias de genes dentro de las poblaciones. Sin embargo, a principios de la década de los 70, esta idea empezó a desmoronarse bajo la influencia de una nueva generación de jóvenes biólogos evolutivos que eran también especialistas en paleontología y geología. Se trataba de los estadounidenses Stephen Jay Gould, Niles Eldredge y Steven Stanley, quienes se dieron cuenta de que el registro fósil no respaldaba la idea darwinista de un cambio gradual desde la micro a la macroevolución. En el año 1980, se celebró un congreso sobre macroevolución en el Field Museum de Chicago donde se evidenciaron las posturas enfrentadas. Los biólogos innovadores propusieron sus puntos de vista contrarios al gradualismo neodarwinista y así surgió una nueva corriente dentro de las filas del evolucionismo que opinaba que la macroevolución no podía derivarse de la microevolución.[4]



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En ese mismo congreso, estos jóvenes paleontólogos encontraron aliados entre otros jóvenes estudiosos de la biología del desarrollo. Disciplina que estudia los procesos mediante los cuales crecen y se desarrollan los organismos (ontogenia). Es decir, cómo los genes controlan el crecimiento y la diferenciación celular, cómo se forman los tejidos, órganos y en general toda la anatomía de los seres vivos. Los biólogos del desarrollo no se sentían cómodos con el neodarwinismo porque sabían que la genética de poblaciones, que era la expresión matemática de la teoría de Darwin, sólo cuantificaba los cambios en la frecuencia de los genes en las poblaciones pero no explicaba el origen de los propios genes ni de los planes corporales nuevos. Por tanto, también creían que la teoría neodarwinista no explicaba satisfactoriamente la macroevolución.[5]



Al fusionarse ambas tendencias, la de los estudiosos de los fósiles y la de los biólogos del desarrollo, surgió una nueva corriente evolucionista llamada abreviadamente “Evo-Devo” o biología evolutiva del desarrollo (Evolutionary Developmental Biology), que proponía la idea de que la evolución no se debía solamente a pequeñas mutaciones graduales a pequeña escala en el ADN sino que también podían darse grandes mutaciones con efectos notables para el cambio evolutivo. Tales mutaciones a gran escala podrían haberse producido en el desarrollo temprano de los embriones, alterando así la formación del plan corporal de los organismos. Estas mutaciones drásticas supuestamente habrían jugado un papel significativo en la aparición de nuevas especies, géneros y familias a lo largo de la historia de la vida. Algunos partidarios de la Evo-Devo se refieren a los genes homeóticos (Hox), que son los que controlan el lugar, el tiempo y la expresión de otros genes, como posibles candidatos susceptibles de producir tales cambios a gran escala.[6] Finalmente, los nuevos evolucionistas defensores del movimiento Evo-Devo rompieron con los neodarwinistas clásicos, sobre todo por sus ideas acerca de la magnitud de las mutaciones y del repentino cambio evolutivo.



¿Es capaz la biología evolutiva del desarrollo (Evo-Devo) de explicar satisfactoriamente la macroevolución? No, tampoco lo es y por una razón bastante simple: jamás se ha observado en la naturaleza. La idea de que las mutaciones en el desarrollo incipiente de los embriones pueden dar lugar a grandes cambios viables en las poblaciones, contradice los resultados experimentales observados durante más de cien años en animales como las moscas de la fruta (Drosophila melanogaster), gusanos nematodos (Caenorhabditis elegans), o ratones y otras especies. Invariablemente, los experimentos científicos han venido demostrando que las mutaciones tempranas provocadas en el plan corporal de los animales dan lugar a embriones muertos.[7] Es evidente que si nacen muertos no se pueden reproducir ni la selección natural puede hacer nada con ellos.



Tal es el dilema que tiene planteado actualmente el evolucionismo: o bien la mutación tiene muy poco efecto en el plan corporal de un individuo como para que éste sobreviva, se reproduzca y la transmita, o bien la mutación produce grandes cambios en un organismo que nace muerto. Dicho de otra manera: los cambios importantes que requiere la macroevolución no son viables y los cambios viables (microevolución) no son importantes puesto que no cambian el plan corporal de los organismos. 



 



Notas



[1] Margalef, R. 1974, Ecología, Omega, Barcelona, pp. 8-9.



[2] Johnson, Ph. E. 1995, Proceso a Darwin, Portavoz, Grand Rapids, MI, p. 17.



[3] Patterson, C. 1985, Evolución. La teoría de Darwin hoy, Fontalba, Barcelona, p. 71. 



[4] Gilbert, S. F. et al., 1996, “Resynthesizing Evolutionary and Developmental Biology”, Developmental Biology, 173: 362.



[5] Palopoli, M. & Patel, N., 1996, “Neo-Darwinian Developmental Evolution: Can We Bridge the Gap between Pattern and Process?”, Current Opinion in Genetics and Development, 6: 502.



[6] Schwartz, J. 1999, “Homeobox Genes, Fossils, and the Origin of Species”, The Anatomical Record, 257: 15-31.



[7] Nüsslein-Volhard, Ch. & Wieschaus, E. 1980, “Mutations Affecting Number and Polarity in Drosophila,” Nature, 287: 796.


 

 


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