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El reto de los fósiles a la selección natural

Lo que tantos fósiles demuestran es que en el pasado existieron muchos más tipos básicos de organismos que en la actualidad.

CONCIENCIA AUTOR 87/Antonio_Cruz 24 DE ABRIL DE 2022 09:00 h
La selección natural no es una fuerza creadora sino únicamente estabilizadora y preservadora de las especies biológicas.

La teoría de la evolución, cuyo origen se debe a Charles Darwin, ha arraigado plenamente en la sociedad occidental. Es una teoría que ha logrado fundamentar gran parte de las ideologías actuales y que se ha venido enseñado durante muchos años en las universidades y centros de educación secundaria e incluso en la escuela elemental. Sin embargo, a finales del año 2016 se celebró en Londres, en la Royal Sociaty, un encuentro mundial de biólogos evolutivos con el fin de tratar acerca de los importantes problemas científicos que todavía sigue planteando dicha teoría. En este encuentro participaron investigadores de primera línea como: James Saphiro, Gerarg Muller, Elis Nobel y Eva Jablonka entre otros, a quienes se les pidió que tratasen acerca de las principales lagunas de conocimiento que tiene actualmente el neodarwinismo. 



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Se debatieron diversos aspectos y se puso de manifiesto, en primer lugar, la gran distancia que existe entre las opiniones de los eruditos y las del resto de la sociedad. Es decir, los divulgadores y la gente común continúan creyendo y enseñando principios, por medio de los libros de texto, que fueron descartados hace ya tiempo por los expertos en evolución. En resumen, se concluyó que la teoría de la evolución se enfrenta hoy a los siguientes problemas fundamentales que aún no han sido convenientemente explicados por lo evolucionismo. 



La genética ha puesto de manifiesto que la selección natural no es una fuerza creadora sino únicamente estabilizadora y preservadora de las especies biológicas. La selección natural existe en la naturaleza pero no crea información nueva sino que actúa manteniendo en perfectas condiciones a las especies ya existentes. Es capaz de eliminar a los individuos deficientes, enfermos o portadores de anomalías incompatibles con un determinado ambiente, protegiendo y depurando así el patrimonio genético de esa especie. Pero no aparecen genes nuevos capaces de generar órganos o funciones distintas que añadan más información gracias a la selección natural. Esta era una suposición fundamental del darwinismo que no se ha visto corroborada en el mundo natural. De ahí que muchos biólogos estén buscando algún otro mecanismo que sea capaz de dar cuenta de la gran diversidad de la biosfera.



Más bien, lo que puede observarse hoy es que las mutaciones o errores en el ADN se acumulan en el genoma y son fuente de desorden, disfunción y muerte. El genoma humano ha estado degenerando durante la mayor parte de la historia registrada. Mutaciones perjudiciales que en el pasado no existían, se han ido produciendo sólo en el período de la historia humana. El genetista norteamericano, John Sanford, ha estudiado este concepto de “entropía genética” y ha llegado a la conclusión de que, de la misma manera que según la segunda ley física de la termodinámica, el grado de entropía o desorden aumenta en los ecosistemas físicos cerrados, también en las células de los seres vivos (que son sistemas biológicos) se producen mutaciones degenerativas y desorganización.[1]



El grado de desorden se va acumulando lentamente en el ADN humano y la selección natural es incapaz de eliminarlo. Se ha comprobado que más del 90% de las mutaciones perjudiciales no pueden ser eliminadas por la selección natural. Existen desde luego mecanismos biológicos para solucionar el problema de las mutaciones, es decir, cuando se producen esos errores de copia, automáticamente hay una maquinaria en el ADN que repara esos errores, pero a pesar de la rapidez con que opera esa maquinaria bioquímica, los errores aumentan a mayor velocidad de lo que pueden ser eliminados. 



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En un conocido experimento evolucionista llevado a acabo a lo largo de varias décadas, en el que fueron cultivadas unas treinta mil generaciones de bacterias (Escherichia coli) bajo condiciones artificiales, sus autores concluyeron que habían demostrado la evolución en acción en el laboratorio. Sin embargo, cuando estos resultados se analizaron detenidamente lo que se comprobó fue precisamente todo lo contrario. No había habido evolución progresiva sino degeneración. Es cierto que algunas de las bacterias que mutaban crecían más rápidamente en el medio artificial del laboratorio, sin embargo lo hacían sólo porque estaban perdiendo los mecanismos que habitualmente utilizan en plena naturaleza pero no ganaban nada nuevo.[2]



El biólogo Michael J. Behe, un evolucionista proponente del diseño inteligente, escribió al respecto lo siguiente: “Las bacterias de Lenski y sus colegas, cultivadas en condiciones de laboratorio, no tenían que competir con otras especies distintas como ocurre en la naturaleza. Vivían en un ambiente estable, con abundantes nutrientes diarios, temperatura adecuada y sin depredadores que las eliminasen. Pero, ¿acaso los organismos no necesitan para evolucionar cambios en el ambiente y competencia por los recursos?”[3] La selección natural de las mutaciones al azar no puede ser la causa de la enorme biodiversidad que existe en el planeta. Este es el principal problema que tiene planteado actualmente el evolucionismo.



Por otro lado, actualmente se conocen más de 300.000 especies distintas en estado fósil, sin embargo, las formas de transición que requiere el darwinismo no se han encontrado. Las principales clases de plantas y animales fósiles aparecen de golpe y ya perfectamente formados. No hay estadios intermedios ni se observan cambios evolutivos graduales en el mundo de los fósiles. Se han descubierto, por ejemplo, muchas clases de protistas fosilizados (organismos unicelulares o pluricelulares muy sencillos sin tejidos diferenciados) desde el precámbrico inferior, muchos otros invertebrados con aspecto de medusas y gusanos desde el precámbrico superior, peces desde el ordoviciense, aves en el jurásico, etc. y así hasta llegar al propio ser humano; pero a pesar de tal abundancia de fósiles, apenas hay algunos que puedan considerarse como auténticos fósiles de transición. Si la hipótesis del gradualismo darwinista fuera cierta, debería haber miles y miles de estas formas intermedias. Pero, lo cierto es que no existen tales fósiles a medio camino entre los grupos bien establecidos. 



[photo_footer]La inmensa mayoría de los fósiles hallados, como este trilobites que fotografié en el American Museum of Natural History de Nueva York, pueden ser clasificados en grupos bien definidos pero no suele haber apenas fósiles a medio camino entre los grupos bien conocidos.[/photo_footer]



Hubo una época, en la que se decía que el registro fósil era pobre porque todavía no se había buscado bastante, pero que cuando se rastrearan mejor los estratos de rocas sedimentarias, se encontrarían muchos eslabones perdidos. Sin embargo, actualmente puede afirmarse que se ha encontrado más bien todo lo contrario. Por ejemplo, ahí tenemos la famosa explosión del cámbrico. En un breve período de tiempo aparecieron de golpe todos los tipos básicos de organización que conocemos hoy y algunos más que se extinguieron después. Este hecho comprobable le da por completo la vuelta al famoso árbol de la evolución darwinista. El propio Carlos Darwin decía que el árbol de la evolución quizás debió originarse a partir de una sola célula que apareció en el mar primitivo y, a partir de ahí, se fue diversificando dando lugar a todos los serse vivos actuales. Sin embargo, lo que tantos fósiles demuestran es que en el pasado existieron muchos más tipos básicos de organismos que en la actualidad y que, a pesar de eso, no se ha encontrado ninguna forma que sea significativamente intermedia entre los distintos tipos fundamentales. 



Este problema del registro fósil llegó a ser tan grave que algunos científicos evolucionistas, como el famoso paleontólogo, Stephen Jay Gould, llegaron a perder la fe en la selección natural darwinista. Las evidente lagunas que mostraban los fósiles y el hecho de que la mayoría de las especies aparecieran ya perfectamente formadas en los estratos, le hicieron dudar de que el gradualismo y la selección natural de Darwin fuera la causa de la evolución. De ahí que Gould propusiera su nueva “teoría de los equilibrios puntuados” en la que supuestamente la evolución no avanzaría gradualmente, como sugirió Darwin, sino mediante saltos mutacionales bruscos seguidos por largos períodos de estasis en los que no habría cambio biológico o evolución. 



De manera que quizás la evolución de las especies pudiera parecerse a la vida de un soldado, “largos períodos de aburrimiento seguidos por breves instantes de terror”. Pero, ¿dónde podrían ocurrir tales macromutaciones bruscas? Gould dijo que quizás podrían haberse producido en los embriones, por lo que sería muy difícil detectarlas en los ejemplares fósiles. En otras palabras, la antigua teoría ya abandonada de que “algún día un reptil puso un huevo y lo que salió del huevo fue un pollito” volvía a contemplarse como posibilidad real. Ciertas macromutaciones embrionarias podrían haber contribuido a que nacieran ejemplares significativamente diferentes a sus progenitores. El problema es que no habría manera de verificar semejante hipótesis ya que apenas hay fósiles de embriones tan bien conservados como para estudiar tales divergencias. De ahí que actualmente los autores más eclécticos digan que quizás el cambio evolutivo se haya producido unas veces de forma gradual y otras según el equilibrio puntuado. Aunque, lo cierto es que ni el gradualismo de Darwin ni el equilibrio puntuado de Gould pueden explicar las muchas lagunas que muestra el registro fósil. Esto no lo dicen los creacionistas, ni los partidarios del Diseño inteligente, sino los propios biólogos evolutivos.



 



Notas



[1] Sanford, J. C. 2014, Genetic Entropy, FMS Publications, USA.



[2] Paul D. Sniegowski, Philip J. Gerrish & Richard E. Lenski, 1997, “Evolution of High Mutation Rates in Experimental Populations of E. coli”, Nature, 387 (June 12): 703-704.



[3] Behe, M. J., 2008, The Edge of Evolution, Free Press, New York, p. 141.


 

 


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