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Los pinzones de las Galápagos (III)

Desde principios del otoño de 1838, Darwin dedicó el resto de su vida a demostrar que la selección natural era el motor de la teoría de la evolución de las especies.

CONCIENCIA AUTOR 87/Antonio_Cruz 17 DE ABRIL DE 2022 10:00 h
En la imagen, ejemplares de ualabí de bennet que tienen la curiosa costumbre de lamerse las manos para refrigerarse durante las horas cálidas del día. / Antonio Cruz

Las cuatro semanas que Darwin pasó en las islas Galápagos, le sirvieron para empezar a cambiar de ideas y a gestar la teoría de la transformación evolutiva de las especies y que, por tanto, fue el tiempo más decisivo de su vida. Igualmente fueron importantes las observaciones de los organismos de Australia, con animales tan extraños si se los compara con los del resto del mundo, como el ornitorrinco, el equidna y los marsupiales, supusieron para Darwin otros tantos argumentos en favor de los planteamientos evolucionistas. “La desemejanza entre los habitantes de regiones diferentes puede atribuirse a modificación mediante variación y selección natural, y probablemente, en menor grado, a la influencia directa de condiciones físicas diferentes.”[1]



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El 2 de octubre de 1836 el Beagle amarró por fin, después de tan largo periplo, en el puerto inglés de Falmouth. Darwin tenía tantas ganas de ver a su familia que no perdió ni un minuto. Tomó el primer coche hacia Shrewsbury, a donde arribó dos días después. Se presentó en su casa sin avisar, en el preciso momento en que su padre y sus hermanas se sentaban para desayunar. En medio de la alegría familiar y el caluroso recibimiento, el padre se volvió hacia sus hijas y les dijo: “Sí, la forma de su cabeza ha cambiado por completo”. Pero, en realidad, seguramente no era completamente consciente de todo lo que en realidad había cambiado dentro de su cabeza; eran las ideas gestadas en la cabeza de su hijo.



Después del feliz reencuentro con su familia, pasó tres meses en Cambridge, relacionándose con profesores de la universidad, hasta que finalmente se instaló en Londres. Allí clasificó, con la ayuda de otros especialistas, las inmensas colecciones que había recogido durante el viaje y que fueron publicadas en la obra Zoología del viaje del “Beagle”. Al poco tiempo escribió también su famoso Diario de investigaciones, que tuvo gran éxito.



Entre 1842 y 1846, una vez que terminó con todo el trabajo anterior, al que estaba obligado como naturalista de la expedición,  escribió y publicó otros tres libros importantes: Arrecifes de coralIslas volcánicas y Observaciones geológicas sobre Sudamérica. Sus investigaciones geológicas tuvieron un mal principio. En 1839 publicó un estudio acerca de unas extrañas “sendas paralelas” que podían observarse en la ladera de una montaña de Glen Roy, en Escocia. Llegó a la conclusión de que eran antiguas playas marinas formadas a consecuencia del hundimiento de la tierra. 



El ferviente defensor del darwinismo, Julian Huxley, lo explica así: “Fue ésta una de las pocas ocasiones en que las conclusiones científicas de Darwin resultaron totalmente erróneas; en realidad, aquellas sendas habían sido originalmente playas de un lago glacial represado. Su desilusión debió obligarle a ser sumamente cauto en la publicación de sus obras posteriores. Desde luego, su imprudencia le enseñó una lección: nunca volvería a extraer conclusiones antes de contrastarlas con gran número de datos recogidos a tal fin.”[2] Fue por su interés en los estudios geológicos que entró en contacto con famosos científicos ingleses, entre los que destaca Charles Lyell, geólogo que sostenía su teoría del uniformitarismo o del actualismo, afirmando que el presente es la clave del pasado. Es decir, que el estudio de los procesos geológicos actuales constituye un medio para interpretar los acontecimientos que ocurrieron en el pasado. Darwin aceptó estas ideas, y no sólo eso, sino que las fusionó con su principio de la selección natural. En su opinión los cambios geológicos progresivos afectaban también al conjunto de los fenómenos biológicos. 



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Con la lectura de un libro aparentemente con poca relación con todos los estudios anteriores, Darwin descubrió la idea que durante tanto tiempo había estado buscando, la selección natural. Era el libro del economista británico Thomas Robert Malthus (1776-1834), Ensayo sobre el principio de la población. Malthus decía que las poblaciones tendían a crecer en proporción geométrica si nada se lo impedía. Esto fue la clave para que Darwin pensara en un mecanismo que llevaba a la conservación de las variaciones más adecuadas para sobrevivir y a la desaparición de aquellas otras que eran menos aptas para la vida. Esta debía ser la solución, la naturaleza favorecía la supervivencia de las especies más adaptadas al entorno y eliminaba sin contemplaciones a los débiles e inadaptados. Tal selección era como una misteriosa fuerza que obligaba a todos los seres vivos a penetrar en los huecos que dejaba la economía de la naturaleza. Desde principios del otoño de 1838, Darwin dedicó el resto de su vida a demostrar que la selección natural era el motor de la teoría de la evolución de las especies.



[photo_footer]Las iguanas marinas (Amblyrhynchus cristatus) son reptiles endémicos de las islas Galápagos que se alimentan de algas tanto dentro como fuera del agua. Son los únicos lagartos marinos del mundo. Darwin atrapó algún ejemplar y lo arrojó al mar para ver cómo reaccionaba y pudo comprobar que invariablemente regresaba a la costa. Él lo achacó a la presencia de tiburones en las aguas, pero lo cierto es que estas iguanas sólo bucean por necesidad cuando tienen hambre. Suelen pasar más tiempo en tierra que en el mar. / Antonio Cruz).[3][/photo_footer]



El 11 de noviembre de 1838, Darwin pidió la mano de Emma, quien dos meses después se convertiría en su esposa. Su matrimonio resultó muy afortunado. En diciembre del año siguiente nació el primero de los diez hijos que tuvieron. La paternidad le permitió a Charles estudiar la conducta humana y las emociones, realizando experimentos y observaciones en sus propios hijos.



Darwin llevaba casi veinte años recopilando información que confirmara su teoría de la evolución, pero frecuentemente emprendía otros estudios que le impedían terminar su obra principal. No obstante, el 14 de mayo de 1856, animado por su amigo Hooker y por Lyell, empezó a redactar una obra definitiva sobre el tema que se titularía, La selección natural y sería un trabajo monumental de 2.500 páginas. Pero dos años después, cuando terminaba el décimo capítulo, recibió una carta inesperada, de un tal Alfred Russel Wallace, un joven naturalista residente en las islas Molucas que había llegado por su cuenta a las mismas conclusiones que Charles. El ensayo se titulaba Sobre la tendencia de las variedades a apartarse indefinidamente del tipo original. En pocas hojas explicaba perfectamente la teoría de la evolución por selección natural que tantos años había ocupado a Darwin. Además le pedía su opinión y su ayuda para poder publicarlo. Esa misma tarde escribió a Lyell contándole aquella coincidencia tan notable y diciéndole que estaba dispuesto a quemar su libro antes que Wallace u otros pudieran pensar que se había comportado con espíritu mezquino. 



La primera reacción de Darwin fue pues, renunciar a la publicación de su propia obra y cederle todo el mérito a Wallace. Pero Lyell y Hooker le convencieron para que se hiciese público un anuncio conjunto de las conclusiones de los dos autores y después, él escribiera un libro más breve de lo que pensaba, para publicarlo en el plazo de un año. Así nació, después de trece meses de redacción, El origen de las especies mediante la selección natural. La obra se publicó por primera vez en 1859 y tuvo un éxito absoluto ya que la primera edición, que contaba con algo más de mil ejemplares, se agotó el mismo día de su aparición. La carta de Wallace fue como un revulsivo que acabó con los temores de Darwin a publicar su teoría y los libros se fueron sucediendo uno tras otro. El mérito de su trabajo consistió en aportar un gran número de observaciones de campo a su teoría de la selección natural que, según él, explicaba definitivamente la evolución biológica. El éxito de su obra estuvo también, en el hecho de haber presentado tales ideas en el preciso momento en que la visión romántica de progreso estaba de moda y parecía indestructible. 



[photo_footer]Alfred Russel Wallace (1823-1913) a la edad de sesenta y dos años.[/photo_footer]



Por lo que respecta a sus convicciones filosóficas o religiosas, conviene señalar que las expresó casi siempre en privado, en cartas personales a los amigos, y que no fueron escritas pensando en que después se publicarían. A pesar de haber estudiado teología en su juventud, a Darwin no le gustaba hablar de estos temas. Seguramente, la manifiesta convicción cristiana de sus más íntimos familiares, así como el ambiente religioso general de la Inglaterra victoriana, le hacían sentirse cohibido para confesar públicamente su falta de fe. Sin embargo, en una de estas cartas escrita hacia el final de su vida respondió: “Pero, puesto que me lo preguntáis, puedo aseguraros que mi juicio sufre a menudo fluctuaciones... En mis mayores oscilaciones, no he llegado nunca al ateísmo, en el verdadero sentido de la palabra, es decir, a negar la existencia de Dios. Yo pienso que, en general (y, sobre todo, a medida que envejezco), la descripción más exacta de mi estado de espíritu es la del agnóstico.”[4]



En cuanto al problema del mal en el mundo, en su obra Recuerdos del desarrollo de mis ideas y de mi carácter, escribió también: “Nadie discute que existe mucho sufrimiento en el mundo. Algunos han intentado explicarlo en relación al hombre con la suposición de que esto mejoraría su moral. Pero el número de personas en todo el mundo no es nada comparado con todos los demás seres sensitivos, y éstos muchas veces sufren considerablemente sin ninguna mejoría moral. Un ser tan poderoso y sabio como un dios que pudiera crear el universo, parece omnipotente y omnisciente a nuestra mente limitada, y la suposición de que la benevolencia de Dios no es limitada, es rechazada por nuestra conciencia, porque ¿qué ventaja podría significar el sufrimiento de millones de animales primitivos en un tiempo casi interminable? Este argumento tan viejo de la existencia del sufrimiento contra la existencia de una Primera Causa inteligente, me parece que tiene peso; aunque, como acabo de comentar, la presencia de mucho sufrimiento coincide bien con el punto de vista de que todos los seres orgánicos fueron desarrollados por variación y selección natural.”[5]



El 19 de abril de 1882 Darwin falleció de un ataque al corazón cuando tenía setenta y tres años. Fue enterrado en la abadía de Westminster y entre los que llevaron su féretro había tres destacados biólogos amigos suyos, Huxley, Hooker y Wallace. El nieto del primero, el naturalista ateo sir Julian Huxley, escribió al final de su biografía sobre Darwin, las siguientes palabras: “De esta manera acabaron unidos los dos mayores científicos de la historia de Inglaterra: Newton, que había acabado con los milagros en el mundo físico y había reducido a Dios al papel de un Creador del cosmos que el día de la creación había puesto en marcha el mecanismo del universo, sometido a las leyes inevitables de la naturaleza; y Darwin, que había acabado no sólo con los milagros sino también con la creación, despojando a Dios de su papel de creador del hombre, y al hombre, de su origen divino.”[6] Esto es precisamente lo que todavía hoy quieren creer algunos. Sin embargo, tal como pensaba el apóstol Pablo, la evidencia de las cosas creadas no nos permite pensar así.



 



Notas



[1] Darwin, Ch. 1980, El origen de las especies, Edaf, Madrid, p. 372.



[2] Huxley, J. & Kettlewel, H.D.B., 1984, Darwin, Salvat, Barcelona, p. 97.



[3] Bacallado, J. J. y De Armas, R. 1992, Islas Galápagos: volcán, mar y vida en evolución, Lunwerg Editores, Barcelona, p. 136.



[4] Citado en Abbagnano, N. 1982, Historia de la filosofía, T. 3, Hora, Barcelona, p. 284.



[5] Darwin, Ch. 1983, Recuerdos del desarrollo de mis ideas y carácter, Nuevo Arte Thor, Barcelona, p. 80.



[6] Huxley, J. & Kettlewel, H.D.B., 1984DarwinSalvat, Barcelona, p. 194.


 

 


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