¿Por qué soy cristiano? Porque Dios ha obrado en la Historia y porque Él me ha convencido de la verdad del Evangelio por el testimonio de su Espíritu en mí.
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“Y les contaron los que lo habían visto, cómo le había acontecido al que había tenido el demonio, y lo de los cerdos”
(Marcos 5:16)
La declaración de nuestro texto es de gran importancia porque apunta claramente a la naturaleza histórica del fenómeno que está describiendo el pasaje. De modo que los evangelios no son relatos inventados por la Iglesia, sino auténticos sucesos históricos.
Cuando los pueblerinos y granjeros llegaron al lugar de los hechos, recibieron el testimonio de los que habían visto lo ocurrido. A estos testigos oculares pertenecen dos grupos. Por un lado, los discípulos de Jesús, aunque ellos no abren la boca en todo este relato; por otra parte, los porqueros. Excluimos a otras personas porque a esas horas de la noche nada invitaba a transitar por aquellos sombríos parajes.
Pero lo que ahora nos interesa es abundar en la naturaleza histórica del suceso, pues, como ya hemos visto, los teólogos liberales tildan nuestro relato de sainete, historieta, cuento, etc. De todo menos de real. Sin embargo, el hecho de que se hable de “testigos”, es decir, de “los que lo habían visto”, subraya que se trata, efectivamente, de una historia, de un acontecimiento histórico de toda confianza. Además, la cantidad de detalles que se nos ofrece a lo largo de todo el relato apunta en esta misma dirección. Nuestro texto, pues, es historia. Solo una interpretación interesada puede negar la historicidad de este relato para convertirlo, en el mejor de los casos, en mera teología.
Los evangelios constituyen el fundamento histórico para la fe cristiana. Satisfacen plenamente dos preguntas conocidas por todo historiador profano: ¿Quisieron escribir los evangelistas un relato histórico? Y ¿qué valor histórico tienen sus libros?
El evangelista Lucas comienza su obra con una declaración en el más pleno estilo de la historiografía antigua: “Me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden” (Lucas 1:3). Y no existe ni un solo antiguo lector que haya negado a los evangelios su intencionalidad histórica. Los lectores cristianos, desde Papías a Agustín, confirmaron las declaraciones históricas de los evangelios; por otra parte, los lectores no cristianos, como Celso, Galo y Porfirio, las atacaron, pero no les negaron sus pretensiones históricas. No existen voces de la antigüedad que hayan supuesto que los evangelios no fueran informes de hechos o sucesos reales.
El cuestionamiento del valor histórico de los evangelios es bastante moderno. Los que así piensan, argumentan que no hay orden cronológico en los evangelios, lo cual apunta a contradicciones y falta de rigor. Pero las aparentes contradicciones que algunos historiadores y teólogos modernos pretenden descubrir en la comparación de los evangelios se explica porque los evangelistas agruparon su material por temas, y no solo por orden cronológico. Así ocurre, por ejemplo, en la comparación de la primera predicación en Mateo y Lucas. Mateo registra como primera predicación de Jesús el sermón del monte (5-7), mientras que Lucas coloca al principio la predicación en Nazaret (4:16-30) y después el sermón del monte (6:20-4). No obstante, con esta práctica los evangelistas estaban completamente dentro del marco de los convencionalismos de sus contemporáneos para la confección de obras históricas y biográficas. Quien opine que estas trasposiciones de relatos indica que los evangelios relatan la vida de Jesús con muy poca fiabilidad, se equivoca y no hacen justicia a su carácter narrativo e histórico.
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Pero el mayor problema en relación con la fiabilidad histórica de los evangelios lo constituye para los escépticos el tema de los relatos de milagros. En este punto es de la mayor importancia para todos que tengamos en cuenta que los teólogos y las personas que no creen en los milagros no fundamentan su escepticismo en las debilidades de los relatos evangélicos, sino en el a priori filosófico, religioso o idealista, con que se acercan a los mismos.
La mayoría de los profesores universitarios de Europa central no creen en los milagros por razones ideológicas. De entre ellos, unos pocos teólogos son ateos. Sus conclusiones son lógicas: Puesto que no existe un dios que pueda intervenir en la Naturaleza desde fuera, los milagros son imposibles, no existen. Estas son también las conclusiones del español Antonio Piñero, profesor de Historia, especializado en los evangelios y en el cristianismo antiguo. Otros académicos especializados en Biblia son de una clara tendencia teísta o panteísta. Éstos piensan que, puesto que Dios y Naturaleza son esencialmente idénticos, el milagro resulta imposible. Sin embargo, la gran mayoría de los profesores liberales del Nuevo Testamento, como D.F. Strauss, R. Bultman y el contemporáneo G. Theissen, representan una especie de variante del deísmo, que sostiene que Dios se ha distanciado de su Creación y básicamente no interviene en la Naturaleza.
Como vemos, prejuicios ideológicos. Creo que todo partidario de semejante cosmovisión debería preguntarse cómo fundamenta su razonamiento deísta, y cómo tiene la absoluta seguridad de que Dios no hace milagros o no los quiere hacer. No existe una respuesta filosófica convincente a estas preguntas. Se trata de un mero prejuicio al que harían bien en renunciar.
Los negacionistas de los milagros tienen una grave debilidad en su argumentación. Y es que, fundamentan su fe exclusivamente en la subjetividad. Mientras, los cristianos tradicionales tenemos un fundamento objetivo y otro subjetivo: ¿por qué soy cristiano? Porque Dios ha obrado en la Historia y porque Él me ha convencido de la verdad del Evangelio por el testimonio de su Espíritu en mí.
Así que, la fiabilidad histórica de los evangelios nos invita a creer en los milagros y, además, el testimonio del Espíritu en nosotros nos confirma en esa misma dirección. La Biblia nos presenta en casi todas sus páginas a un Dios que hace milagros en favor de los hombres y, especialmente de los que creen en él. El texto de la historia que estamos tratando no contiene defectos o detalles por los que se pueda cuestionar su historicidad. Los que pretendan descubrirlos solo se están engañando a sí mismos siguiendo sus criterios filosóficos, las ideologías sobre las cuales sustentan sus vidas.
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Los testigos son los mismos que han huido para contar lo que han visto. Ahora, de vuelta al escenario de los hechos y ante los propios protagonistas, relatan con calma y detalles a sus paisanos lo que habían visto, “cómo le había acontecido al que había tenido el demonio, y lo de los cerdos”.
Cuentan lo que han visto, pero solo vieron el fenómeno externo y no su verdad y realidad internas. No saben que han visto al Hijo de Dios realizar una obra divina, una acción sobrenatural. El acontecimiento en sí, es decir, el encuentro y enfrentamiento entre el Espíritu divino y los espíritus diabólicos no han sido capaces de apreciarlo. Les ha ido como a los acompañantes de Pablo en el camino de Damasco. De ellos dirá Pablo que: “Vieron a la verdad la luz, y se espantaron; pero no entendieron la voz del que hablaba conmigo”. Esto es trágico, oír la voz de Cristo y no entenderla; ver obrar al Señor resucitado y no saber discernir lo que está ocurriendo. ¡A cuántas personas les ocurre esto!
Sin embargo, los porqueros gergesenos cumplen una función y, sin que su voluntad tuviera libre concurso en todo esto, cumplen una misión y se convierten en una especie de testigos. Se espera de ellos que cuenten lo que han visto y, ciertamente, ellos están dispuestos a hacerlo, y no piensan decir nada contrario a la verdad percibida. Pero a pesar de las nobles intenciones, lo cierto es que su informe no refleja lo que ha ocurrido de verdad. Y es que, les falta la capacidad para haber comprendido la verdad de lo sucedido que están contando. Su testimonio es objetivo, pero no es cristiano, porque les falta la visión de la fe y del amor divino, lo que les facilitaría la capacidad para ver de verdad.
En ellos se puede apreciar toda la distancia que hay entre un testigo creyente, como fueron, por ejemplo, los evangelistas en este caso, y otros no creyentes, que solo puede ofrecer un relato lineal ordenado de sucesos, pero que no saben interpretar. En cambio, los discípulos presentes de Jesús sí que vieron y entendieron lo ocurrido, pero no consta en el relato que abrieran sus bocas. Tal vez porque los mismos gergesenos los consideraban parte implicada en el asunto y por eso no les interesaba lo que pudieran decir.
El testimonio del evangelista Marcos es el que le ha facilitado el apóstol Pedro, que sí fue testigo visual y oyente de esta historia. En sentido objetivo, su testimonio es el mismo que el de los porqueros, porque hay una objetividad cristiana que se corresponde con la pura objetividad fáctica, pero va más allá de la pura facticidad al captar, por la fe, el secreto íntimo del acontecimiento y, por tanto, su significado profundo.
Y todavía hay otro parecido más entre el testimonio de los evangelistas que registran por escrito lo sucedido y el de los porqueros incrédulos. Y es que, los testimonios de ambos constituyen una invitación a que testigos y oyentes examinen lo ocurrido y se dejen afectar interiormente por el fenómeno que han presenciado. De esta manera estarían dando oportunidad para que la fe empezara a echar raíces en sus corazones.
Los testigos contaron lo que habían visto: “Cómo le había ido al que había tenido el demonio, y lo de los cerdos”. Estas son las dos cosas sobre las que informaron. Conocían desde hacía tiempo al hombre que había sido sanado y pudieron constatar que ahora se encontraba en su juicio cabal. Esto era algo maravilloso para ellos. Pero no acertaban a darse una explicación. Conocían el estado anterior del hombre, y el actual. Pero no sabían cómo había pasado de uno a otro.
Los testigos no eran creyentes cristianos ni judíos, y no sintieron que lo ocurrido pudiera tener algo que ver con ellos mismos. Seguramente se preguntaron por el significado de todo aquello, pero no se preguntaron ¿qué significa esto para mí? No comprendieron que aquello era una invitación personal para que pudieran creer en Jesús. Simplemente, contaron lo que habían visto, y de esta manera hacían que sus oyentes se hicieran preguntas y que ellos mismos buscaran también de darse una respuesta personal. Contaron lo que no habían creído y no se habían apropiado personalmente, pero lo relatado provocaba preguntas en los oyentes. Esta es la fuerza del testimonio. Y así ocurre también cuando los cristianos damos testimonio de nuestra fe. Nuestros oyentes se hacen preguntas. Y estas preguntas serán, en ocasiones, la semilla para la nueva fe.
Contaron también lo de los cerdos. Indudablemente una gran pérdida económica. Hoy un cerdo vivo vale en España entre ochenta y cien euros, por lo que el valor de la piara ascendería a unos ciento sesenta mil o doscientos mil euros. Una cantidad considerable. Y toda esta pérdida para que Jesús salvara a un solo hombre. A muchos lectores la sanidad del poseído les trae sin cuidado, ante la enorme pérdida económica que han tenido que sufrir personas ajenas. Les parece escandaloso que Jesús inflija semejante pérdida a gente que no conoce y que la correspondencia entre beneficio, liberación del poseído, y las pérdidas, dos mil cerdos ahogados, no tengan proporcionalidad. Bueno, este es el criterio de los incrédulos, pero los cristianos sabemos valorar la salvación de una sola persona. Y para Jesús la salvación de un individuo vale más que el mundo entero.
Curiosamente, los gergesenos afectados por la pérdida no reparan en ella. Creen que todavía perderán más si Jesús continua en su región. Así que la dan por buena a cambio de que Jesús abandone sus tierras para siempre.
En cuanto a los lectores que todavía consideran excesiva las pérdidas para tan pírrico beneficio, les diremos que los cerdos ahogados todavía son útiles para hacer chacina, con lo cual las pérdidas quedarían considerablemente mitigadas.
Al final, cada cual a los suyo: unos al seguimiento de Jesús y otros a hacer chacina. Unos al Espíritu y otros a la carne.
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