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Solo una palabra

Toda obediencia implica el reconocimiento de la voluntad del Señor.

LA CLARABOYA AUTOR 604/Felix_Gonzalez_Moreno 01 DE ENERO DE 2022 19:00 h
Foto de [link]Konstantin Kleine[/link] en Unsplash.

“Y luego Jesús les dio permiso. Y saliendo aquellos espíritus inmundos, entraron en los cerdos, los cuales eran como dos mil; y el hato se precipitó en el mar por un despeñadero, y en el mar se ahogaron”.



(Marcos 5:13)



 



El centurión romano de Capernaúm creía en el poder extraordinario de la palabra de Jesús; por eso, le rogó que sanara a su criado con una palabra suya. Le dijo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, mas una palabra tuya bastará para sanarle.”



El permiso de Jesús



Una palabra. Solo una palabra de Jesús es suficiente para expulsar del hombre a aquella legión de demonios. El evangelista Mateo la registra: “¡Id!” (Mateo 8:32). Y a su voz los demonios entran en los cerdos y éstos se precipitan en el mar. ¡Este es el maravilloso  poder de la palabra de Jesús. Los evangelios registran numerosos casos del poder de la palabra del Señor. Tan solo una o dos horas antes había pronunciado Jesús dos palabras, una dirigida al viento huracanado: “¡Calla!”, y otra dirigida al mar embravecido: “¡Enmudece!” Y ambos callaron, enmudecieron, y dieron paso a una grande bonanza. Ahora la historia se repite. Solo una palabra basta. Y por la virtud de esa palabra, varios miles de demonios abandonan al hombre que habían poseído y maltratado durante mucho tiempo y entran en los cerdos.”



“Jesús les dio permiso”, por eso pueden entrar en los cerdos. No había ningún movimiento de los demonios que no controlase Jesús. Con su orden: ¡Id!, pareciera como si Jesús les estuviera facilitando un instante de desquite. Pero no se trata de esto, sino de un recurso de Jesús para completar su milagro. El permiso de Jesús no es ninguna concesión, no hay aquí ninguna indulgencia, aunque pudiera parecer algo así. Cuando Jesús permite algo, solo es para realizar su obra con tal eficacia que consiga la mayor gloria para Dios Padre. Por esta razón les permite a los demonios entrar en el hato de cerdos. 



Lo determinante en esta historia es su permiso. Todo lo demás está en segundo plano. Los demonios le están completamente sometidos. Gritan como locos, se retuercen de pánico, pero no pueden nada contra la palabra de Jesús que se mantiene en la escena desde el principio hasta el final con una calma y dominio propio maravillosos. Él es el Señor de todo lo creado. Y en su nombre se postrará todo lo que hay en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra (Filipenses 2:10-11). Los demonios se le sujetan como insignificantes perrillos muertos de miedo.



En realidad, los demonios no saben lo que les están pidiendo, porque no saben las consecuencias de lo que piden. Ellos albergan la esperanza de permanecer en aquella región, aunque fuera habitando cerdos, pero no será así, porque inmediatamente van a ser los artífices de su propia desgracia final. Y es que, la nueva casa que solicitan de Jesús, los cuerpos de los cerdos, será destruida por su propia rabia. No, Jesús no está haciendo concesiones. Él sabe lo que hace, y lo hace bien. Ha comenzado un trabajo y lo culminará con éxito. Su propósito es la liberación total: Liberación del pobre endemoniado, liberación de aquella región por la que nadie se atrevía a pasar por causa de la ira de los demonios y, finalmente, liberación de aquella región de Israel de los espíritus inmundos y de los animales inmundos que la contaminaban. El Mesías ha llegado, comienza algo nuevo: ¡Liberación total!



“Entraron en los cerdos”



“Y saliendo aquellos espíritus inmundos, entraron en los cerdos, los cuales eran como dos mil”. Los demonios proceden en aparente obediencia. Pero esta no es la obediencia que busca Dios de nosotros. La obediencia que agrada a Dios se da solo allí donde la voluntad divina es reconocida y amada. No existe posibilidad de observar una obediencia cristiana que no tenga en su base el amor. Los consejos divinos son expresión del amor. Proceden del amor del Señor por los aconsejados y del amor de éstos para con el Señor; por eso, la realización de esta obediencia es un encuentro recíproco del amor.



Los espíritus inmundos sabían quién era Jesús. Incluso habían recibido de él el permiso que habían pedido, e hicieron conforme a lo que se les había permitido. En apariencia son obedientes. El Señor los ha vencido y obligado a abandonar al hombre que poseían, y ahora Jesús les permite que entren en los cerdos. Hay aparentemente mucha obediencia a la palabra de Jesús que no es de veras obediencia. Nunca debemos olvidar que, en todo acto de verdadera obediencia, la sujeción y el amor al Señor constituyen lo esencial. Toda obediencia implica el reconocimiento de la voluntad del Señor. Hay obediencia que no encierra el aprecio de un reconocimiento genuino ni, mucho menos, amor. Es una acción que procede de la derrota, es capitulación preñada de ira larvada y contenida. Es la autoconciencia de la propia debilidad y de la impotencia más absoluta. 



La verdadera obediencia no siempre acierta a comprender lo que se le manda, pero está convencida de que es lo mejor para el afectado y para la gloria de Dios. Por eso, cuenta entre sus distintivos con la prontitud y la mejor disposición. Jesús mismo le dijo a su discípulo Pedro, cuando éste se negaba a dejarse lavar los pies por él porque no lo entendía: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después”. Como Pedro persistiera en su negativa, Jesús le ayuda, diciéndole: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”. La reacción de Pedro fue inmediata: “Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza” (Juan 13:7-9). Todavía no entiende, pero obedece rápidamente. Esta es la obediencia que agrada a Dios; la que nace de la convicción de que Dios siempre tiene razón y busca lo mejor para nosotros.



Lo mismo le ocurrió a Pedro con motivo de la pesca milagrosa. Para devolverle el favor de haberle prestado su barca para predicar a la multitud, Jesús le dice a Pedro: “Simón, boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red” (Lucas 5:4-5). La palabra de Dios, el consejo divino, puede parecer en ocasiones absurdo y contradictorio, como lo era pescar de día. Pero Pedro ha quedado prendado de las palabras  que ha oído de boca de Jesús desde su barca, y, aun sin entender, obedece. Y es que, su corazón ha sido conquistado plenamente por el Señor y el amor le hace obediente. Solo el que ama obedece y solo el que obedece ama. 



Como demuestra el caso de la pesca milagrosa que gusta Pedro, es posible que el consejo divino me resulte difícil de entender, inexplicable y que incluso, con arreglo a mi juicio, procedería de otra manera, pero lo importante no es que yo lo entienda, sino que mi apreciación personal me sea menos importante que la del Señor. Lo importante para mí es el amor, entonces el poder obedecer se me convierte en una gracia que me es concedida.



“Se ahogaron”



“Y el hato se precipitó en el mar por un despeñadero, y en el mar se ahogaron”.  Antes el espíritu era uno, ahora son dos mil o más los espíritus inmundos. Increíble progresión. Así es el mal. Como la pandemia que nos está azotando en este año 2021. Al principio parece uno solo, pero rápidamente se multiplica, crece exponencialmente, y adquiere miles de caras, miles de formas perversas y perjudiciales. Otra comparación: antes esta legión  de espíritus estaba en un solo hombre, pero ahora han entrado en una manada de dos mil cerdos. Se puede comparar también el abismo en que se encontraba el hombre poseído, con el abismo en el que desemboca esta manada. Aquél vivía una vida indigna de un ser humano, mientras que los cerdos abocan en la muerte. En realidad, es lo mismo estar muerto que estar poseído de esta manera. En cambio, cuando Jesús libera, le posibilita al hombre una vuelta a la humanidad, una vida en dignidad y, sobre todo, una vida en el seguimiento de Jesús, aunque sea en la distancia. En cambio, los cerdos, completamente ajenos a la fe, desembocan en la muerte.



Marcos nos dice que este endemoniado era tan violento, que se autolesionaba con piedras. Mateo, por su parte, nos dice que éste hombre y su compañero “eran feroces en gran manera, tanto que nadie podía pasar por aquel camino”. Tenían aterrorizados a todos los habitantes de la comarca y  nadie se atrevía a pasar por aquellos caminos, porque eran conscientes de que sus vidas estaban en peligro. Y los tres evangelios sinópticos nos hablan del final fatal de la manada de cerdos que se ahogaron en el mar. Estas son tres evidencias de que el demonio es enemigo de la vida. Jesús dijo del diablo que “ha sido homicida desde el principio” (Juan 8:44).



En la destrucción del hato de cerdos vemos el terrible poder destructor del diablo. ¡Cuánto tuvo que haber sufrido aquel pobre hombre poseído por tanta maldad destructiva! El diablo solo sabe robar, destruir y matar. Ahora las víctimas de su perversa inclinación a la destrucción y la muerte son inocentes animales. La rabia de aquella legión de espíritus fue tan grande que los animales no pudieron sufrirla y se precipitaron en el mar. Fueron los demonios los que mataron a los cerdos y no Jesús. Los demonios saben mucho, pero no lo saben todo. No sabían el desenlace final de su historia en aquella región. 



La vida es seguida por el silencio de los cementerios. El suceso que sufre el hato de cerdos nos deja ver de nuevo la relación entre el mundo satánico y la inclinación a la muerte. Donde gobierna Satanás, rige la miseria, la enajenación mental,  la vida se desvirtúa y se corrompe, y desemboca en la muerte desgraciada. Todo lo contrario del brillo que adquiere la vida cuando se vive en el seguimiento de aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy la vida”, Jesús. 



Los demonios saben mucho, pero no lo saben todo. Así, no supieron calcular el efecto inmediato de su asalto a la piara de cerdos. Los animales aterrorizados por aquellos espíritus destructivos  se precipitaron al mar en una estampida incontrolable. De modo que se quedaron sin cuerpos donde morar. Y sin cuerpos que les sirvieran de hogar para perpetrar su violencia homicida y destructiva en la tierra, se quedaron sin moradas y cayeron en el abismo. Porque no tener lugar donde morar no es otra cosa que juicio, ser quitado de en medio, no tener lugar. En Apocalipsis 20:11 se nos dice acerca de nuestro cielo y tierra, nuestra actual morada física: “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos”. Ningún lugar: juicio. Así también aquellos demonios de la región de Gérgesa desaparecieron: Fueron juzgados, quitados de en medio, arrojados al abismo.


 

 


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