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El rey del pesebre

El pesebre, en toda su debilidad, tiene una carga subversiva que agita los valores predominantes de prestigio y poder del mundo contemporáneo.

KAIRóS Y CRONOS AUTOR 84/Carlos_Martinez_Garcia 26 DE DICIEMBRE DE 2021 22:00 h
Foto de [link]NeONBRAND[/link] en Unsplash.

En la Biblia hay imágenes llenas de mensajes éticos. La imagen del recién nacido Jesús en un pesebre es una de ellas. El sencillo espacio en el que acunaron a su hijo María y José fue, y es, un desmitificador de todos los poderes humanos. Desde ese inaudito lugar donde reposó el Verbo encarnado, como lo llama otro evangelista, Juan, se prefiguró el carácter del reinado del Príncipe de Paz, título mesiánico que aparece en el capítulo nueve del profeta Isaías y que musicalmente plasmó en forma sublime George Handel en 1742. El del rey del pesebre sería un reinado libre del dominio déspota, y marcado por el amor, la misericordia, el perdón, la justicia y la redención.



El capítulo 2 del Evangelio según Lucas es una pieza literaria magistral. Allí se refiere a dos personajes diametralmente opuestos, el emperador Augusto César y un niñito parido en las circunstancias más adversas. Acostumbrado a que sus órdenes fueran obedecidas por todos y todas en sus vastos dominios, la cabeza del Imperio romano decide desde el centro del poder la realización de un censo general. Esta medida repercute dramáticamente en los más remotos lugares bajo la hegemonía romana, tiene consecuencias para todos los habitantes, pero son los pobres quienes más sufren el edicto controlador dado desde Roma. 



El censo, en el caso de los judíos, tuvo por objetivo poner al día la recaudación de impuestos. Al tener que viajar a su ciudad de origen para ser empadronados (versículo 3), los peregrinos forzosamente recordaban su condición de dominados y explotados por una potencia extranjera y sus aliados locales. En el caso de José y María, la pareja debió hacer una larga, penosa y extenuante travesía. Debieron trasladarse desde Nazaret a Judea, más específicamente a Belén “por cuanto [él] era de la casa y familia de David” (versículo 4). Ella estaba embarazada, y la distancia a recorrer entre los dos puntos antes señalados era de ciento doce kilómetros. Con todo en su contra –condiciones de los caminos, recursos para sufragar el viaje, clima, estado físico y amenaza de enfermedades– José y María se vieron obligados a emprender jornadas extenuantes. El poder político y económico no se andaba con miramientos, lo esencial era, en lenguaje de los tecnócratas de hoy, “ampliar la base tributaria”, localizar y tener bien controlados a quienes debían aportar recursos para el sostenimiento de una maquinaria que sojuzgaba a sus colonias. Y la pareja formaba parte de esos ninguneados por las cúpulas que deciden desde la comodidad de sus condiciones privilegiadas lo que el pueblo debe hacer.



Imaginemos la llegada (¿después de cuántos días?) de María y su esposo a Belén. Sus cuerpos adoloridos, extenuados, con hambre y sed. Ella, con avisos de que su embarazo estaba a punto de llegar a término. José angustiado, preguntándose qué haría en caso de que su joven esposa no alcanzara a llegar a la ciudad para tener allí el alumbramiento. A los dos les sostenía la promesa que cada uno había recibido del ángel enviado por el Señor: a ella le prometió que de su vientre saldría el “Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32-33). A él, José, le dio confianza sobre el origen de lo que se estaba engendrando en la adolescente María (Mateo 1:20). ¿A qué más podían asirse en medio de polvorientos y oscuros caminos? Más grande que su cansancio, más poderoso que el autor del decreto que les hizo emprender un viaje martirizante, más grande y fuerte era el Señor que guardaba su salida y su entrada (Salmo 121:8). Por esto desafiaron todo, y su fragilidad fue fortalecida contra toda lógica.



El parto tuvo lugar en un sitio ajeno, lo normal era que el nacimiento aconteciera en el hogar de los padres. Quien años después les dijera a sus discípulos que no tenía un lugar propio para recostar su cabeza (Lucas 9:58), vino al mundo en un rincón muy distinto a los aposentos de un rey (Lucas 2:7). Sin la fastuosidad, sin las caravanas de sus súbditos, sin las celebraciones majestuosas que acompañaban la llegada de un primogénito real. Porque su reinado y su realeza era de otro tipo. El pesebre contrastaba con el prestigio que detentaban los reyes de la tierra, es su antagonista. Para comprender esto hay que desromantizar la imagen que tenemos del pesebre. Este lugar era mal oliente, lo dominaban las penumbras, la suciedad provocaba repugnancia. ¿Y en un sitio así fue dado a luz un rey? La crudeza del pesebre anunciaba un ministerio alejado de las marcas humanas de lo que es prestigiado y poderoso.



La centralidad de la imagen del pesebre la comprendemos mejor cuando nos percatamos de que Lucas se refiere en tres ocasiones a ese paupérrimo lugar. Ya vimos la primera mención del sitio (2:7). La segunda es cuando un ángel anuncia a los pastores, quienes “velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño” (Lucas 2:8), que vayan a ver al niño “envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (versículo 12) porque ese recién nacido es un Salvador y Cristo el Señor. Los pastores obedecen y presurosamente se dirigen a Belén. La escena que encuentran debió ser impactante para ellos. Y aquí viene la tercera mención lucana del ilógico espacio en el cual descansaba el neonato: “y hallaron a María, José y al niño acostado en un pesebre” (versículo 16).



¿Por qué subraya Lucas lo del pesebre? Estoy convencido de que lo hace para resaltar la naturaleza radicalmente distinta del rey que ahí yacía. Hay una conmovedora línea de continuidad entre el niño del pesebre, el maestro que conforma un círculo de discípulos inconcebible por las rígidas divisiones de su época, el profeta que llora por Jerusalén, el narrador de historias sencillas (las parábolas) que echaba mano de elementos de la vida cotidiana, el Cristo crucificado y el cordero inmolado cuya imagen es poéticamente descrita en Apocalipsis 5. El pesebre no es una bonita anécdota. Es la imagen misma del reinado de Jesús, a quien con excelsitud se refirió Isaías como “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (9:6).



¿Ante el pesebre de este rey, qué actitud tenemos? ¿La dulzona e inofensiva de las fiestas navideñas que en distintas sociedades han construido? ¿La indiferencia secularizadora que aprovecha la temporada para subir los índices de consumo, y que ha hecho de la Navidad un producto domesticable? Para los seguidor(a)s de Jesús hay otra alternativa, la misma que tomaron los pastores cuando contemplaron al bebé en el pesebre. Nos dice Lucas que ellos “volvieron glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto” (2:20). Lo visto y oído por los pastores era radical, contrario a lo descrito por las expectativas mesiánicas de los clérigos de aquella época (¿y de ahora?). 



El pesebre, en toda su debilidad, tiene una carga subversiva que agita los valores predominantes de prestigio y poder del mundo contemporáneo. Ante esa rústica cuna, frente al niño allí amorosamente depositado por su madre, traigo a la memoria las líneas de la salmista chiapaneca, Rosario Castellanos: “para la adoración no traje oro. (Aquí muestro mis manos despojadas)/ Para la adoración no traje mirra. (¿Quién cargaría tanta ciencia amarga?)/ Para la adoración traje un grano de incienso: mi corazón ardiendo en alabanzas”.


 

 


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