Decidir acabar con su vida mediante la eutanasia activa sería disponer de una vida ajena de forma completamente injustificada.
Hoy casi todo el mundo está de acuerdo en que el encarnizamiento terapéutico es algo inhumano y éticamente inaceptable. Prolongar la agonía del moribundo sólo sirve para hacerle sufrir más. Pero por otro lado, también resulta evidente que el personal sanitario debe procurar la salud de todos sus pacientes, así como intentar que vivan el mayor tiempo posible. ¿Cómo pueden conjugarse adecuadamente estas dos tendencias? La respuesta que debería asumir la medicina actual tiene que venir de la mano de un tratamiento más humano a los enfermos que están próximos a morir. No es posible seguir cometiendo el error de idolatrar la vida. Creer que la existencia humana es el bien absoluto y supremo frente a la muerte, que sería por oposición el mal absoluto, es una de las grandes equivocaciones de la cultura en la que vivimos. Hay que superar la idea que anida en tantos profesionales de la medicina moderna de que la muerte es el gran fracaso del médico.
Esto lleva en muchos casos a intentar prolongar la vida de manera casi irracional. Morir no es fracasar sino que constituye el destino del hombre desde que viene a este mundo. Conviene, por tanto, aprender a convivir con la idea de la muerte como aquella “vieja amiga” que nos espera detrás de la última esquina de la vida. Ante esta evidentísima realidad es menester educar a las personas para que sepan cómo afrontar su trance final. La decisión sobre los diferentes aspectos de la dolencia debe ser tomada siempre que sea posible por propio enfermo. En muchos casos será preferible decantarse por una mayor calidad de vida que por el impulso casi visceral de querer más cantidad de vida. El médico y la propia familia tienen que saber aceptar la voluntad del paciente. Hay situaciones en las que quizás sea mejor no realizar una determinada intervención quirúrgica que puede alargar la vida pero a costa de hacerle perder al enfermo importantes propiedades vitales.
¿Qué pensar de aquellas situaciones, que ya se están produciendo en muchos hospitales por todo el mundo, en las que se impone legal o ilegalmente la eutanasia al paciente terminal que se encuentra en estado de coma? En el caso del enfermo inconsciente que no ha manifestado su expreso deseo que se le aplique o no la eutanasia, nos parece que no resulta ético quitarle la vida aunque ésta esté notablemente empobrecida. La vida es un valor tan básico y personal que nadie posee atribuciones suficientes para arrebatarla a ningún otro ser humano. No obstante, conviene tener presente como señala el filósofo judío, Hans Jonas, que “hay una diferencia entre matar y permitir morir”[1]. No es lo mismo dejar morir que quitar la vida. Los familiares y el médico pueden decidir que no se prolongue artificialmente el proceso terminal del enfermo y que se le deje morir en paz. Esto es moralmente aceptable pero, por el contrario, decidir acabar con su vida mediante la eutanasia activa sería disponer de una vida ajena de forma completamente injustificada.
¿Y en el caso de que el enfermo pida expresamente que se le practique la eutanasia o lo haya dejado claramente especificado en un testamento vital? ¿Sería éticamente aceptable cumplir con su voluntad? En alguna de las fases por las que pasa un enfermo terminal, éste puede ser capaz de tomar una decisión drástica sobre su existencia que, en realidad, no refleje lo que verdaderamente anhela su corazón. Hay etapas de pesimismo, frustración, rabia o incluso desesperación en la vida del paciente terminal que ha sido informado de su enfermedad. Es dudoso que la eutanasia solicitada en tales momentos responda a un deseo genuino y meditado de morir. Quizás lo que se está solicitando es una mayor atención, sinceras muestras de afecto o que el dolor físico desaparezca. Generalmente cuando se solucionan tales problemas suele extinguirse también el deseo de acabar con la propia vida.
No obstante, a pesar de todas estas consideraciones, hay pacientes terminales que están convencidos de lo que solicitan. Lo han meditado libre y sosegadamente sin coacciones de ningún tipo. Pero aún así continúan pidiendo la eutanasia. Puede tratarse de personas mayores que carecen de responsabilidades familiares o que son conscientes de constituir una pesada carga para sus seres queridos. Criaturas a quienes el sufrimiento físico y moral se les hace tan cuesta arriba que se sienten incapaces de superarlo ¿Qué hacer en tales casos? Aparte de lo que dispongan las leyes de los diferentes países, ¿existen auténticas objeciones éticas que deslegitimen una petición de tales características? Al ser humano que no cree en un Dios trascendente es muy difícil convencerle de que el suicidio no sea una opción correcta. Para la ética secular que no contempla la existencia del Ser Supremo sólo hay un posible punto de referencia: la libertad y autonomía del propio hombre. Cuando se le da la espalda al Creador, la criatura humana se erige en medida de todas las cosas y desde este horizonte ético prácticamente no existen argumentos capaces de rechazar la eutanasia.
Si no hay una vida después de la muerte, si el hombre no es imagen de Dios y la existencia humana no es un don divino, ¿qué sentido puede tener el dolor, el sufrimiento y la propia muerte? Desde esta concepción no existen argumentos válidos que puedan negarle al ateo la capacidad de poner fin a su propia vida. Otra cosa será la disponibilidad del médico o las enfermeras que lo atiendan. Estos profesionales tienen todo el derecho de acogerse a la objeción de conciencia si así lo creen necesario y, desde luego, nadie puede obligarlos a practicar un acto que atente contra sus principios. Algunos médicos han diseñado sistemas para que sea personalmente el propio paciente quien se aplique la eutanasia.
Sin embargo, desde una concepción cristiana de la vida, la respuesta a la eutanasia es radicalmente diferente. El mal continúa siendo un mal aunque se realice queriendo hacer un bien. El que cree que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios y Señor de su vida, no es que se transforme de repente en un masoquista empedernido que busque siempre el dolor o el sufrimiento en esta vida, sino que entiende tales realidades como experiencias que pueden estar cargadas de sentido. La criatura que sufre y acepta de forma madura su pena puede llegar a ser más humana y a enriquecer su propia personalidad. Por el contrario, pretender huir siempre de todo sufrimiento es frustrarse constantemente ya que en esta vida tal pretensión resulta por lo general imposible.
La muerte desde la fe pierde, como decía el apóstol Pablo, “su aguijón”. Aunque muchas veces no se comprenda la tragedia del dolor y los caminos que Dios utiliza para llevar a cabo sus propósitos, el creyente aspira a identificarse con el sufrimiento de Cristo en la cruz y a confiar plenamente en él. El cristiano acepta que la vida es un regalo del Creador y espera en que, de la misma forma en que el grano de trigo tiene que morir y descomponerse primero antes de germinar y dar fruto, también su existencia terrena debe apagarse de forma natural antes de resucitar a una nueva vida como aconteció con el propio Jesucristo. Cuando esta fe anida en el alma humana, la eutanasia suele dejarse en las manos de Dios. Él continúa siendo el principio y el fin.
El creyente debe ver su propia muerte como la veía Jesús, como el encuentro definitivo con la Vida. Fallecer no es el fin, sino el principio. El día de la muerte coincide con el día del nacimiento a la verdadera Vida. De ahí que mientras habitamos en este mundo debamos dar muestras de vida en medio de tantas huellas de muerte, odio, injusticia e insolidaridad como nos rodean por todas partes. Los cristianos tenemos que seguir llevando el mensaje de la resurrección y de la vida a aquellas víctimas de esta cultura de la muerte. Nuestro ejemplo y nuestra manera de comportarnos ante tal salida pueden suponer un convincente testimonio. El que cree en Jesucristo como su salvador personal tiene que aprender a mirar cara a cara a la muerte.
Notas
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