Nuestra experiencia humana nos sugiere que la creación de información está siempre relacionada con la actividad de la conciencia inteligente.
Uno de los grandes problemas que tiene planteados actualmente la ciencia es el del origen de la información contenida en las moléculas de ácido desoxirribonucleico (ADN), ácido ribonucleico (ARN) y en las proteínas. ¿De dónde provienen todas esas instrucciones integradas en el minúsculo espacio de tales macromoléculas que son capaces de derramar la diversidad de la vida sobre este planeta? De hecho, se podría decir que la cuestión fundamental acerca de los orígenes de la vida equivale a este problema sobre el origen de la información biológica. Hoy por hoy, no existe ninguna explicación científica satisfactoria que sea capaz de resolver tal enigma. ¿Puede el azar generar este tipo de información o esto sólo puede hacerlo la inteligencia?
Hay una diferencia importante entre la información biológica y la información semántica. La primera es aquella que se transmite mediante la secuencia de bases nitrogenadas del ADN o la secuencia de aminoácidos de las proteínas. Esta información, aunque sea específica, no puede calificarse de semántica ya que, a diferencia del lenguaje escrito o hablado, el ADN no transmite su significado a un agente consciente, como lo hace un libro o una canción de los Beatles, sino a otras moléculas químicas. De manera que la transmisión de información mediante la duplicación, transcripción y traducción del ADN se parece mucho a la forma en que lo hacen los ordenadores o las computadoras. Tal como señaló el famoso diseñador de software, Bill Gates: “El ADN es como un programa de computadora pero mucho, mucho más avanzado que ningún otro que hayamos creado”.[1] Igual que con sólo dos símbolos (el cero y el uno) un programa de ordenador puede realizar determinadas funciones en el entorno de la máquina, también la secuencia formada por las cuatro bases del ADN es capaz de realizar múltiples funciones dentro de las células vivas.
No obstante, el concepto de información biológica recoge dos aspectos que lo caracterizan: el de complejidad, o improbabilidad de que ocurra por azar, y el de especificidad en la función precisa que se realiza. Ambos aspectos deben ser explicados por cualquier modelo que pretenda solucionar el problema del origen de la vida. La cuestión es que, hasta el presente, no existe ninguna solución satisfactoria proveniente de las concepciones naturalistas que resuelva el enigma de la evolución química. Aquel optimismo transformista, que caracterizó la segunda mitad del siglo XX y que asumía que la selección natural era la causa de la aparición de la vida, ha disminuido notablemente hoy ante la dificultad de explicar el origen de la información biológica.
Tengo en mi biblioteca un libro de bolsillo que compré cuando era estudiante de biología en la Universidad de Barcelona. De eso hace ya más de cuarenta años. Pues bien, al leer la contraportada del mismo, se aprecia dicho optimismo evolucionista. Dice así: “Las investigaciones acerca de Los orígenes de la vida han avanzado hasta un punto tal que resulta ya posible formular un conjunto coherente de hipótesis plausibles -apoyadas en experimentos de laboratorio y en las exploraciones de la radioastronomía- sobre los pasos a través de los cuales los constituyentes inorgánicos de la Tierra llegaron a estructurarse en seres vivos.” Este libro que rezuma tanta euforia darwinista fue escrito por el químico británico, Leslie E. Orgel, precisamente el creador del concepto de “complejidad especificada”. Casi al final de su obra, dice: “Es posible hacer una distinción más fundamental entre seres vivos y no vivos examinando su estructura y comportamiento moleculares. Para ser breves, los organismos se distinguen por su complejidad especificada.”[2] Es curioso que este mismo concepto, que actualmente utiliza tanto el movimiento del Diseño inteligente, fuera definido hace más de cuarenta años por un químico evolucionista.
Orgel explica que los cristales minerales no pueden considerarse seres vivos porque carecen de complejidad. Están formados por un gran número de moléculas simples que se repiten de forma idéntica. De otra parte, una roca como el granito o una mezcla de polímeros artificiales (como el nailon, la baquelita o el polietileno) sí que serían estructuras complejas pero, al contener muy poca información, tampoco son especificadas (o específicas). Únicamente los ácidos nucleicos y las proteínas de los seres vivos poseen ambas propiedades. No sólo son moléculas complejas sino también especificadas ya que se requiere mucha información que aporte las instrucciones necesarias para hacerlos tal como son y para que funcionen como lo hacen.
Las estructuras moleculares de los cristales, las rocas o los polímeros requieren muy pocas instrucciones para ser sintetizadas. No obstante, si se deseara fabricar la secuencia del ADN de una simple bacteria se necesitarían aproximadamente unos cuatro millones de órdenes concretas. El bioquímico que quisiera hacerlo requeriría de todo un libro de instrucciones, en vez de unas cuantas frases cortas. En las moléculas complejas de los polímeros las secuencias no son específicas sino aleatorias. En cambio, en el ADN y las proteínas la especificidad es determinante para asegurar su buen funcionamiento. De manera que el contenido en información es un criterio fundamental para distinguir bien las células vivas de la materia inerte.
A pesar de este acertado criterio de la información para distinguir lo vivo de lo inerte, Orgel seguía confiando en el naturalismo y en el poder de la selección natural para crear dicha característica propia de la vida. En este sentido escribió: “Ya que, como científicos, no debemos postular milagros, debemos suponer que la aparición de la vida está precedida necesariamente por un período de evolución. En primer lugar, se forman estructuras duplicativas que tienen un contenido de información bajo, pero no nulo. La selección natural conduce luego al desarrollo de una serie de estructuras de complejidad y contenido de información crecientes hasta que se forma una a la que estamos dispuestos a llamar ‘viviente’.”[3] ¿Han confirmado los hechos aquella fe de Orgel y tantos otros colegas, en el poder de la selección natural para generar información biológica? Después de seis décadas de propuestas naturalistas, se puede decir que la ciencia no ha encontrado la solución, a pesar de buscarla con ahínco.
Nuestra experiencia humana nos sugiere que la creación de información está siempre relacionada con la actividad de la conciencia inteligente. La música que hace vibrar nuestros sentimientos nace de la sensibilidad consciente del músico. Todas las obras de arte de la literatura universal se gestaron en la mente de sus escritores. De la misma manera, las múltiples habilidades de las computadoras fueron previamente planificadas por los ingenieros informáticos que realizaron los diversos programas. La información, o complejidad específica, hunde habitualmente sus raíces en agentes inteligentes humanos. Al constatar el fracaso de las investigaciones científicas por explicar, desde las solas leyes naturales, el origen de la información que evidencia la vida, ¿por qué no contemplar la posibilidad de que ésta se originara a partir de una mente inteligente? Esto es, precisamente, lo que proponen autores como William A. Dembski,[4] al afirmar que siempre que concurren propiedades como la complejidad y la especificidad en un determinado sistema, resulta posible deducir que su origen se debe a un diseño inteligente previo. Incluso aunque dicha actividad mental no pueda ser observada directamente.
¿No es esto lo que hacen también los arqueólogos al inferir, por ejemplo, que los minúsculos triángulos de la escritura cuneiforme fueron grabados en las tabletas de arcilla por seres inteligentes? ¿O los antropólogos cuando detectan inteligencia artesanal partiendo de la observación de ciertas flechas de sílex? Incluso los radioastrónomos, que buscan inteligencia extraterrestre -por cierto, aún no detectada en ningún rincón del universo-, están preparados para distinguir entre mensajes procedentes de una fuente inteligente y aquellos otros que sólo son ruido cósmico. Pues bien, de la misma manera, la biología molecular indica hoy que la información contenida en el ADN y las demás moléculas de los seres vivos solamente puede proceder de una fuente inteligente.
Decir que tal conclusión no es científica sino metafísica, porque no se puede demostrar la existencia de tal inteligencia original, no invalida ni refuta el hecho de que siga siendo la mejor explicación. En efecto, frente al fracaso de todas las interpretaciones naturalistas, la hipótesis del diseño es la más adecuada para dar cuenta del origen de la información biológica. Cuando se ha intentado responder al enigma de la vida desde todas las vías materialistas y se ha comprobado que conducen a callejones sin salida, ¿por qué no admitir que el origen de la misma se debió a la planificación de un agente inteligente anterior al ser humano? Quizás el naturalismo metodológico no sea un buen método científico para encarar adecuadamente el problema de lo que verdaderamente ocurrió al principio.
Notas
[1] Gates, B., The Road Ahead (Boulder, Colorado: Blue Penguin, 1996), p. 228.
[2] Orgel, L. E., 1975, Los orígenes de la vida, Alianza Universidad, Madrid, p. 195.
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