Después de casi cincuenta años de manipulación genética, parece que el riesgo no es tan grande como antes se pensaba.
Desde que en el año 1970 la biología empezó a emplear todo el conjunto de técnicas capaces de aislar genes y estudiarlos para después modificarlos y transferirlos de un ser vivo a otro, en el seno de la comunidad científica comenzó a despertarse una gran inquietud moral, ¿serían peligrosos tales experimentos de ingeniería genética? ¿Podría ocurrir que cualquiera de estos microbios a los que se les introduce el gen de alguna enfermedad grave, como el cáncer, se escapara de los laboratorios y provocara una terrible epidemia? ¿Acaso no existe la posibilidad de que algún “científico loco”, o subvencionado por cualquier organización terrorista, diseminara entre la población bacterias cargadas con genes que produjeran venenos mortales?
Actualmente, después de casi cincuenta años de manipulación genética, parece que el riesgo no es tan grande como antes se pensaba. Se han realizado ya miles de liberaciones controladas de microorganismos manipulados al medio ambiente y, lo cierto es que no existen noticias de que se hayan producido desastres ecológicos importantes. En principio, cabe pensar que las medidas de control utilizadas son suficientes para garantizar la seguridad de estas prácticas. Lo cual no implica que no se deba continuar investigando el problema de liberar organismos modificados al ambiente, sino que es menester proseguir perfeccionando tales conocimientos. Pero, en contraste con lo que se pensaba durante los primeros años, hoy se cree que los beneficios de la ingeniería genética superan con creces a los riesgos y que gracias a ella la humanidad podrá solventar los principales problemas que tiene planteados.
No hay que cerrar la puerta al estudio científico de la vida en base a ciertas sacralizaciones falsas del mundo natural o del propio ser humano. La enseñanza que se desprende de la doctrina bíblica de la creación muestra que la criatura humana tiene la obligación de conocer y descubrir científicamente la naturaleza en la que ha sido colocada como imagen de Dios. Y, más aún, debe procurar con todas sus fuerzas humanizar esa creación. Frente a cualquier amenaza tecnológica el creyente debe intentar siempre servirse de la técnica y nunca convertirse en servidor de ella. Pero también es verdad que cuando la manipulación genética se vuelve arbitraria y reduce la vida humana a un simple objeto, entra en el terreno de la degradación y puede despojar al hombre de su libertad y autonomía. Como afirma Hans Jonas: “los actos cometidos sobre otros por los que no hay que rendirles cuentas son injustos”[1]. Toda manipulación genética del hombre que traspase la frontera de la libertad del prójimo y pretenda programarle o diseñarle según criterios ajenos a él, será opuesta a la ética cristiana. Contra esto último siempre habrá que seguir luchando.
Algunos autores alemanes se han referido de manera ingeniosa a las cuestiones éticas relacionadas con la biología, realizando un juego de palabras y empleando el término “gen-ética” para indicar la “ética del gen” o la reflexión en torno a las consecuencias humanas, ecológicas, económicas, políticas y sociales que pueden derivarse de la manipulación genética.[2] Es obvio que las investigaciones para descubrir los misterios de la creación, siempre que se realicen responsablemente, están respaldadas por las enseñanzas bíblicas. El Dios creador que se revela en el Génesis no es, ni mucho menos, una divinidad celosa en el sentido de que pretenda esconder para sí parcelas privadas de la creación, en las que el hombre no pueda penetrar. Descubrir los secretos más íntimos de la materia o de la vida no es profanar algún santuario especial o prohibido de Dios. La ciencia humana no comete ningún tipo de sacrilegio cuando descifra o manipula el ADN.
La orden primigenia dada a la primera criatura humana: “...llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1:28), autoriza e invita al hombre para que colabore y actúe sabiamente en el mundo. Dominar, someter, labrar y cuidar la tierra y a los seres vivos que la habitan son los verbos que reflejan el eterno deseo de Dios para el ser humano. Cuando todo esto se hace de manera equilibrada y teniendo en cuenta las posibles consecuencias para el presente y para el futuro de la humanidad, se está cumpliendo con la voluntad del Creador. Hoy no sería sabio pretender limitar el progreso o intentar volver a los tiempos pasados y querer vivir de espaldas a los avances biotecnológicos del mundo de hoy. La Palabra de Dios permite aquellas investigaciones en la naturaleza que respetan la vida humana y contribuyen a eliminar el sufrimiento y el hambre en el mundo.
La biología moderna ha descubierto que la estructura molecular básica del cuerpo humano es muy similar a la del resto de las criaturas vivas que habitan el planeta. Las sustancias bioquímicas que constituyen a los organismos son notablemente parecidas. Nuestros ácidos nucleicos comparten un elevado tanto por ciento de su secuencia nucleotídica con la de bastantes animales. Dios nos diseñó en su infinita sabiduría para que todas las criaturas fuesen similares en lo más íntimo de su organización interna. Por medio de los mismos materiales construyó el complejo entramado de la vida. ¿Qué mensaje puede tener esto para el hombre del tercer milenio? El hecho de que nuestras bases genéticas tengan tanto en común con los demás seres vivos, incluso con organismos tan distintos como pueden ser las bacterias, ¿no nos sugiere acaso la solidaridad y responsabilidad que debemos tener hacia el resto de la biosfera? No sólo formamos parte de ella sino que también estamos constituidos físicamente por las mismas sustancias que ella.
Quizá hoy debamos darle más importancia al verbo “guardar” que al “dominar”. Es posible que en la actualidad, más que pretender dominar una naturaleza salvaje que se muestra hostil y contraria frente a un hombre insignificante, tengamos la responsabilidad de guardar y conservar la tierra (Gn. 2:15) porque el desarrollo tecnológico humano la ha puesto en peligro, volviéndola frágil y débil. El hombre se ha tornado de repente poderoso, mientras que el planeta y la vida están amenazados de muerte. Por tanto, la única solución sólo puede venir de una actitud de amor y respeto hacia lo creado y de la convicción de que el ser humano debe volver a ser como aquél primer guardián protector del huerto de Edén. Un nuevo Adán.
[1] Jonas, H. 1996, Técnica, medicina y ética, Paidós, Barcelona, p. 133.
[2] Gafo, J. 1994, 10 palabras clave en bioética, Verbo Divino, Estella, Navarra, p. 220.
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