Tanto las primeras comunidades cristianas como las presentes han debido plantearse cómo hacer misión.
La vitalidad del cristianismo depende de sus propias fuerzas y no de apoyos externos que le faciliten llevar a cabo su misión. Tal es la tesis central de Nilay Saiya y Stuti Manchanda en “Paradoxes of Pluralism, Privilege, and Persecution: Explaining Christian Growth and Decline Worldwide” (Paradojas del pluralismo, el privilegio y la persecución: explicando el crecimiento y el declive cristianos en todo el mundo), trabajo publicado en Sociology of Religion.
La investigación sustenta la tesis central en tres paradojas: la del pluralismo religioso, la del privilegio mediante apoyos gubernamentales y la de los resultados de la persecución. Glosé las tres en la entrega anterior. Hoy quiero referir que desde las primeras comunidades cristianas hasta las presentes ellas han debido plantearse cómo hacer misión. Siguiendo el modelo de la encarnación de Jesús (Filipenses 2:5.11) ha existido continuidad entre quienes comprendieron y practicaron la misión cristiana desde abajo, sin recurrir a imposiciones. Así fue hasta que con el giro constantiniano comenzó el dominio creciente del modelo imperial. Con todo, siempre ha tenido presencia, incluso en los momentos más duros del ala imposicionista, un remanente que llamaba a regresar al paradigma de Jesús. Ésta corriente la ilustra bien Juan Driver en La fe en la periferia de la historia. Una historia del pueblo cristiano desde la perspectiva de los movimientos de restauración y Reforma radical (Ediciones Semilla, Guatemala, 1997). Adicionalmente y para seguirle la pista a las transformaciones en el entendimiento e instrumentalización de la misión cristiana es imprescindible la obra de David. J. Bosch, Misión en transformación. Cambios de paradigma en la teología de la misión (Libros Desafío, Grand Rapids, 2000).
El modelo encarnacional de Jesús lo reivindica en el siglo XVI, por ejemplo, Bartolomé de las Casas, explicándolo en Del único modo de atraer a los pueblos a la verdadera religión (Fondo de Cultura Económica, México, 2017). Inició en 1536 la redacción de su alegato en favor de presentar el Evangelio a los indígenas del llamado Nuevo Mundo de la misma forma que lo hizo Jesucristo, llamando al seguimiento voluntario y totalmente ajeno a violencia “evangelizadora” sufrida por los pobladores originarios. Igual posición defendió Las Casas en la controversia de 1550 que sostuvo con el teólogo imperial Juan Ginés de Sepúlveda, en Valladolid. En la misma centuria, en Europa, los anabautistas de la vertiente constructora de paz se opusieron a la cristiandad católica y protestante que favorecieron el modelo de iglesias territoriales, con exclusión de cualquier otra.
En México, entre 1827 y 1830, el doctor en teología y sacerdote católico José María Luis Mora apoyó decididamente a James Thomson, distribuidor de materiales bíblicos enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. Mora se identificó con el pequeñísimo sector que consideraba innecesarios el poder político y económico acumulados por la Iglesia Católica durante el régimen colonial. Acumulación que contrastaba con la pobreza de Jesús y la Iglesia Primitiva, poniéndoles como ejemplo a seguir en la tarea de cristianizar a los pobladores del México independiente. En su tiempo y después Mora fue señalado de haberse convertido al protestantismo, hecho del que no hay evidencias contundentes. El doctor Mora fue un católico sui géneris, un católico evangélico.
Jacques Ellul, sociólogo y teólogo francés, ha desnudado bien los efectos nocivos para el cristianismo que se aleja del paradigma de la encarnación y adopta el camino de los privilegios al ceñirse a los poderes reinantes. Certeramente apunta que “el pensamiento evangélico [centrado en el Evangelio] es lo opuesto exacto a esto (la tentación del poder, de ejercer la violencia y la dominación). Uno se hace cristiano únicamente por la conversión. Por la acción del Espíritu Santo se opera una mutación del hombre viejo, naturalmente perverso, y se hace de él un hombre nuevo. Sólo la conversión, y cuando es ésta consciente, reconocida, cuando hay ‘fe del corazón y confesión de la boca’, produce un cristiano. A este nuevo nacimiento, opuesto al nacimiento natural, lo confirma el signo exterior del bautismo que implicaba, al parecer, un reconocimiento expreso de la fe” (La subversión del cristianismo, Ediciones Carlos Lohlé Buenos Aires, 1990).
En otra obra, Anarquía y cristianismo (Editorial Jus, México, 2005), Ellul realiza una aleccionadora radiografía del enfoque de la misión cristiana que se identifica con, y sacraliza, a los poderes para “cristianizar” a la sociedad. En la pequeña obra, pequeña solamente por su tamaño, el radical y provocativo librito expone las bases bíblico teológicas del poder y la participación política, entendida ésta no nada más como acceso a puestos de gobierno y/o representación popular. Tendría que ser punto de referencia para los protestantes/evangélicos interesados en alcanzar altos puestos gubernamentales y ocupados en crear partidos políticos de pretendida orientación cristiana, partidos que frecuentemente son absorbidos por el establishment corrupto y corruptor.
Ellul desarrolla una incisiva crítica de los poderes políticos. Hace, a partir de una panorámica bíblica y no nada más citando algunos textos aislados, lo que podríamos llamar una desacralización del poder. Dice que su postura, además, tiene constante presencia en la historia cristiana, ya que, aunque a veces muy disminuido siempre ha existido un anarquismo cristiano en todas las épocas. Refiere al anabautismo del siglo XVI, al de perfil pacífico y contrario a la unión Iglesia-Estado, al que erróneamente se ha tenido por apolítico cuando era anarquista.
Dado que existe una percepción popular y generalizada del anarquismo como sinónimo de exacerbado desorden y violencia, Ellul aclara de entrada su deslinde y se manifiesta absolutamente pacifista y nos dice cuál es el hilo que corre por el cristianismo anarquista que proclama: “…implica primero la ‘objeción de conciencia’ a todo aquello que constituye nuestra sociedad capitalista (o socialista degenerada) e imperialista (por igual, sea burguesa o comunista, blanca, amarilla o negra)”. Nos llama a desenmascarar los mecanismos de poder y dominio establecidos por toda organización humana, así como el derecho a denunciar su propaganda que reduce el pensamiento crítico y pretende la uniformización intelectual. Pero una cosa es la crítica a los poderes constituidos y otra un idealismo que lleva a crear imágenes románticas de los seres humanos, que serían capaces de organizarse socialmente sin principios de autoridad. Por cierto que es necesario redimir el concepto autoridad, que generalmente se concibe como control y dominio cuando, nos dice Fernando Savater, la palabra tiene un origen distinto y significa hacer crecer.
Por lo anterior el anarquismo de Ellul, a la vez que una crítica de los poderes constituidos es un llamado a construir nuevos principios de autoridad lejanos a la jerarquización verticalista y dominadora, para en su lugar construir otros modelos de servicio. Por eso nos subraya que él “no cree en la sociedad anarquista pura, sino en la posibilidad de crear un nuevo modelo social… entre más aumente el poder del Estado y de la burocracia, más necesaria será la afirmación de la anarquía, única y última defensa del individuo, es decir, del hombre”. El anarquismo por el que aboga Ellul se nutre de la Palabra, así lo deja en claro en el capítulo “La Biblia, fuente de anarquía”. El autor hace un estimulante recorrido por Las Escrituras, y demuestra, así lo considero, que la crítica del poder en la Biblia es una constante, lo mismo que el llamado para que en el pueblo de Dios no se divinice al poder ni a quienes lo detentan. En concordancia con el teólogo anabautista/menonita John Howard Yoder, en su The Politics of Jesus, Ellul rescata la vía política de Jesús y establece su normatividad para los seguiodore(a)s del Cordero inmolado: “Todos los jefes de las naciones, cualquiera que sea la nación, cualquiera que sea el régimen político, las tiranizan. No puede haber poder político sin tiranía. A los ojos de Jesús es una evidencia y una certeza. En otras palabras, no hay poder político bueno cuando hay jefes poderosos… Jesús no aconseja salir de la sociedad e ir al desierto, sino permanecer dentro constituyendo comunidades que obedecen a otras reglas. Lo que se basa en la convicción de que no podemos cambiar el fenómeno del poder. Esto es de alguna manera profético si pensamos en lo que se convirtió la Iglesia tan pronto entró en el terreno político y comenzó a hacer política. Se corrompió por la relación con el poder como por la creación en ella misma de esas autoridades”.
La eclesiología encarnada del Equipo Menonita en el Chaco argentino, de la que da cuenta el volumen Misión sin conquista. Acompañamiento de comunidades indígenas autóctonas como práctica misionera alternativa (Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2011), relata el proceso el cual “los autores de este libro han redescubierto una manera de hacer misión que contrasta notablemente con otra manera que cobró fuerza en la medida en que la misión cristiana se asoció con el poder político y económico de los imperios a partir del emperador Constantino. En efecto, la historia de la misión transcultural, tanto católica romana como protestante, es una historia de luces y sombras: luces que se derivan del espíritu de abnegación y sacrificio de muchos de los misioneros; y sombras que resultan del espíritu de conquista propio de su cultura” (C, René Padilla, en el prólogo de Misión sin conquista).
Jesús resistió la tentación del poder político (Mateo 4:8-10), encarnó su misión con el poder del Espíritu y entre la gente. Si pretendemos seguirle debemos hacerlo confiando en el mismo Espíritu, y no en los poderes efímeros que corroen la misión de la Iglesia.
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