La lectura, metafóricamente es navegación por mares ignotos. ríos conocidos, lagos transparentes o turbios.
Fue un continente para la memoria, los sueños y tragedias de los seres humanos. Una de las acepciones de continente, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es “cosa que contiene en sí a otra”. Por su parte el Diccionario de uso del español, de María Moliner, menciona que “se aplica a la cosa, vasija, envoltura, etc., que contiene a otra”. El papiro, como continente de la escritura, revolucionó la fijación de las letras plasmadas en el material y su difusión.
Tres palabras hebreas han sido traducidas en la Biblia como junco, precisa Antonio Cruz. “La primera es agmón, y se refiere a una planta con numerosos tallos erectos, delgados, largos y cilíndricos, unidos en la base, que crece junto a los ríos o embalses de agua dulce […] La Biblia [la] usa como símbolo de fragilidad y humillación (Is. 58:5-6), así como de pequeñez o insignificancia (Is. 9:14-15)”. Otro término bíblico en castellano para junco es gomé, “un vegetal de mayor tamaño que el anterior, que también crece junto a los ríos y de cuyos gruesos tallos fue fabricada la arquilla que salvó a Moisés, cuando era un bebé (Ex. 2:3)”. Agrega que “se trata del famoso papiro egipcio (Cyperus papyrus) del que asimismo se realizaban láminas, a modo de papel, para escribir sobre ellas […] El término hebreo gomé fue traducido al griego como pápyros, (Job 8:11); biblos, (Is. 18:2) y elos, (Is. 35:7). Antiguamente era muy abundante a orillas del Nilo pero hoy prácticamente ha desaparecido”. El tercer vocablo “hebreo del Antiguo Testamento que, en ocasiones, se ha traducido por “junco” es suph (Is. 19:6). Aunque, en realidad, corresponde mejor al carrizo o a la espadaña”.
Me parece llamativo que gomé haya sido el material con el que se construyó la canastilla en la que fue puesto el bebé Moisés para salvarle la vida. Su madre “preparó una cesta de papiro, la embadurnó con brea y asfalto y, poniendo en ella al niño, fue a dejar la cesta entre los juncos que había a la orilla del Nilo” (Éxodo 2:3). Allí lo encontró la hija del faraón e incorporaría a la familia real. Igualmente gomé era el junco del que, tras cuidadosa elaboración, salían las tiras para formar los papiros. Entonces tenemos que de los juncos podían obtenerse pequeñas embarcaciones y el antecedente de nuestro papel, sobre el cual escribieron múltiples autores y autoras hasta que fue desplazado paulatinamente por el pergamino y éste, después, por el papel. Considero fascinante que los juncos sirvan tanto para navegar sobre ellos como para contener escritos. La lectura, metafóricamente es navegación por mares ignotos, ríos conocidos, lagos transparentes o turbios.
La imagen de los libros como juncos recientemente la ha divulgado Irene vallejo en El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (tercera edición, Ediciones Siruela, Madrid, 2019). La obra es cautivante, modelo de cómo presentar un tema vasto y que requiere erudición de forma sencilla pero no simplista. De manera un tanto sorpresiva para los editores y autora, el volumen ya rebasó las doscientas mil copias vendidas y tiene contratos para ser traducido a treinta y dos idiomas.
Mario Vargas Llosa, autor de obras maestras literarias (de él mis favoritas son Pantaleón y las visitadoras, El hablador y La fiesta del chivo), es contundente al opinar sobre el bello libro de Irene Vallejo: “Me impresionó mucho El infinito en un junco, que leí de corrido. Mi impresión fue tan entusiasta que hice algo que no suelo hacer: escribirle a la autora una cartita muy cariñosa felicitándola por la belleza de un libro maravillosamente escrito, en el que toda la sabiduría está disuelta en una crónica simpática, agradable, nada pretenciosa, explicando la maravilla que es la lectura y los inmensos beneficios que ella nos depara”.
Sin tener la más mínima idea de la autora, ni haber leído y tampoco escuchado sobre El infinito en un junco, un tanto guiado por olfato lector, adquirí la obra el 20 de enero del 2020. El mismo día compré de Mario Vargas Llosa Tiempos recios, novela que narra la conspiración de la Agencia de Inteligencia Americana (CIA, por sus siglas en inglés) para deponer de la presidencia guatemalteca a Jacobo Árbenz y sustituirlo por el dictador Carlos Castillo Armas. Leí la novela de Vargas Llosa y, en las primeras semanas de confinamiento a causa de la pandemia desatada por el COVID-19. Más tarde comencé El infinito en un junco. Recorrí sus páginas absorto, con mayor fascinación que la recuerdo provocaron en mí La historia interminable, de Michael Ende, y Corazón de tinta, de Cornelia Funke. Como no fui niño lector, estos dos libros me hicieron imaginar lo que habría podido ser la epifanía de la lectura en la infancia.
Para mí El infinito en un junco tiene un acompañante que también me maravilló: Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, del que tengo tres ediciones distintas y sobre el que vuelvo a nutrirme de vez en vez. Manguel, con espíritu generoso ha dicho de la obra de Irene Vallejo: “El encanto particular de este libro reside en su estilo. Vallejo ha decidido sabiamente prescindir o liberarse del estilo académico y ha optado por la voz del cuentista, la historia entendida no como ristra de documentos citados, sino como fábula. Otros autores (Greenblatt, Turner, Straten, Cánfora, Reynolds, Wilson, Casson y muchos más) proveen el trasfondo histórico y filológico de la historia del libro antiguo, pero para el lector común y corriente (a quien reivindicaba Virginia Woolf) es más conmovedor y más inmediato este encantador libro de Vallejo, por ser simplemente un homenaje al libro de parte de una lectora apasionada”.
Por oficio y placer gran parte de mis actividades tienen que ver con andar de junco en junco, de libro en libro, navegando en distintas épocas, condiciones humanas, utopías subversivas, dolorosos cauces que flagelan la vida propia y de otros, vislumbrando horizontes borrascosos que pueden tornarse lumínicos y conmovedores. Leer es navegar, con el anhelo de llegar a buen puerto para hacerse de más provisiones y continuar haciendo surcos en el mar.
Además de los juncos/libros relacionados con investigaciones que tengo en curso, este año estoy leyendo la Biblia en una edición que ha refrescado mi encuentro cotidiano con la Palabra, se trata de la Biblia cronológica, en la que los escritos bíblicos están ordenados por el tiempo en que sucedieron y no en el orden clásico más conocido en que aparecen, por ejemplo, en la traducción Reina-Valera.
Adicionalmente a las obras sobre temas que investigo para escribir artículos, ensayos y libros, hago lecturas variadas y un tanto, aparentemente, azarosas que luego resultan serendípicas. Últimamente algunos libros de este tipo que he disfrutado son La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, de Santiago Posteguillo; El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte; Elogio de la educación, de Mario Vargas Llosa; What Is God’s Kingdom and What Does Citizenship Look Like?, de César García; El príncipe y el mendigo, de Mark Twain y Moby Dick, de Herman Melville.
Los dos últimos libros mencionados quise leerlos para disminuir mi deuda con las obras clásicas de las que solamente conocía el título. La de Twain es, me parece, sobre la compasión, lo que significa súbitamente estar en los zapatos del otro. Tom Canty, niño cuya familia paupérrima vivía en un “nauseabundo callejón” londinense, en un abrir y cerrar de ojos intercambia posición y vida con el príncipe Eduardo (hijo y heredero al trono del rey Enrique VIII), la causa fue su parecido físico con el infante nacido en el mismo año y día que Tom. Cada uno experimenta cambios al transformarse en el otro.
En cuanto a Moby Dick, la monumental novela es la narración de la obsesión del capitán Ahab por cazar a la enorme ballena blanca. Melville es prolijo en contar la travesía del barco Pequod capitaneado por Ahab, quien se aferra a triunfar donde otros experimentados marineros han fracasado paralizados de terror ante los embates de la descomunal ballena. Moby Dick tiene varias citas bíblicas explícitas y otras entreveradas en la narración. Ismael, integrante de la tripulación y personaje que narra el irracional viaje al abismo del capitán Ahab, en la última página del voluminoso libro, da fe de cómo terminó la desaforada aventura del enloquecido Ahab y a la que arrastró a su tripulación. Melville usó la frase final de Job 1:19, “solamente escapé yo para darte la noticia”, para hacer un símil con el sobreviviente Ismael y el recuento que comparte de cómo terminó la tragedia del Pequod.
Los juncos/libros me invitan a continuar navegando, a viajar incesantemente, incluso y, sobre todo, cuando todavía no hay condiciones para emprender viajes que físicamente me lleven a otras geografías y formas de vivir la vida.
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