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¿Creó Dios mediante la evolución?

No existen tantas evidencias de la evolución como la gente suele creer. El creador podría haberlo hecho todo a partir de la nada repentinamente, o bien por medio de la creación de tipos básicos de organismos que poco a poco se diversificaran por microevolución.

CONCIENCIA AUTOR 87/Antonio_Cruz 15 DE MAYO DE 2021 10:00 h
Foto de [link]Markus Spiske[/link] en Unsplash CC.

La palabra “evolución” tiene varios significados. Uno de ellos es el cambio evidente que experimentan todas las especies biológicas de este planeta, y que se pone de manifiesto por la increíble diversidad de razas, variedades e incluso especies similares dentro de determinados grupos. Algo real que nadie pone en duda y que se debe a la microevolución generada por la rica información que contiene el ADN y por las mutaciones que pueden ser seleccionadas de forma natural por el medio ambiente. Otro significado diferente sería el de la macroevolución, es decir, el de los grandes cambios supuestamente producidos a lo largo de las eras que propone el darwinismo entre un hipotético antepasado común, una microscópica célula primitiva, y todas las demás especies actuales, incluido el ser humano. 



La microevolución es un hecho, mientras que la macroevolución entre los grandes grupos de organización de los seres vivos sigue siendo un planteamiento indemostrado. No existe demostración científica de que los mecanismos que actúan en la primera hayan sido los responsables también de la segunda. Extrapolar la selección gradual de pequeñas diferencias, (debidas como decimos a la riqueza del ADN y a las mutaciones puntuales que ocurren dentro de los grupos biológicos, como por ejemplo los cambios de color en las alas de las mariposas o las variaciones en el tamaño del pico de los pájaros), a las enormes divergencias que requiere el origen de los artrópodos, los peces, los reptiles, las aves o los mamíferos es un gran acto de fe evolucionista. Al confundir estos dos significados distintos del término evolución, se generan numerosos malentendidos ya que en la naturaleza existen muchas evidencias de microevolución pero muy pocas que sugieran macroevolución. Cuando se afirma que hay mucha evidencia en favor de la evolución, se está hablando generalmente de ejemplos de microevolución, no de macroevolución.



En favor de esta última, según la cual todos los seres vivos proceden de un antepasado común, estaría la presencia casi universal de la molécula de ADN en las células de los organismos y del mismo o similar código genético. Desde el evolucionismo, este hecho se interpreta como una evidencia de que todas las especies derivan de una primitiva célula ancestral que ya poseía dicho ácido desoxirribonucleico así como el código necesario para traducir su información y formar las proteínas. Aunque se podría pensar también que Dios empleó el mismo diseño de la molécula de ADN para constituir a casi todos los seres vivos, no cabe duda de que la universalidad de la misma apoya la idea macroevolutiva del antepasado común.



No obstante, uno de los principales inconvenientes para la macroevolución gradualista lo plantea la paleontología. Las lagunas sistemáticas que evidencia el registro fósil no se pueden llenar con retórica. Faltan los fósiles que serían cruciales para demostrar que los organismos evolucionaron gradualmente. Se han descubierto cientos de miles de animales petrificados pertenecientes a las clases de peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos pero muy pocos que pudieran ser considerados como intermedios entre ellas. Tal como señala el biólogo y médico australiano, Michael Denton: “en los últimos años, varios biólogos y estudiantes de la teoría de la evolución han comenzado a plantear serias dudas sobre la validez del gradualismo darwiniano ortodoxo.”[1] Es verdad, que existen algunas formas que pudieran ser consideradas de transición, como el Ichthyostega, el Seymouria o el Archaeopteryx, pero se trata de un pequeño puñado de fósiles, cuando debería haber miles en los estratos rocosos de todo el mundo, si es que el gradualismo realmente se hubiera dado. 



Ante semejante dificultad para el darwinismo, de tantos huecos o brechas como pone de manifiesto la ciencia de los fósiles, algunos paleontólogos evolucionistas, como Steven Jay Gould y Niles Eldredge, propusieron en 1972 la teoría saltacionista o de los equilibrios puntuados. Según tal teoría, durante la mayor parte del tiempo las especies no cambian sino que permanecen estables (viven en un periodo de estasis) y sólo en breves momentos determinados (en tiempos geológicos) experimentan una revolución genética originando de repente especies nuevas. Para los gradualistas, la macroevolución actúa lenta y gradualmente en el tiempo como si fuera un patrón lineal o filogenético (anagénesis o gradualismo filético), mientras que para los saltacionistas o puntuacionistas, los cambios se producen por medio de acontecimientos rápidos de evolución con ramificaciones (cladogénesis), en los que una sola especie podría dar lugar a muchas especies descendientes.



Por supuesto, Darwin era gradualista y creía que la aparición repentina de una nueva estructura, órgano o especie biológica sería un milagro y, por tanto, la rechazaba por considerarla contraria a su teoría. En este mismo sentido de negar a tales “monstruos esperanzados” se manifestaba en el siglo XX el gran biólogo neodarwinista, Erns Mayr:



La aparición de monstruosidades genéticas por mutación (…) está bien fundamentada, pero evidentemente se trata de fenómenos que dan lugar a monstruos que sólo pueden designarse como “desesperados”. Estarían tan completamente desequilibrados que no tendrían la menor posibilidad de escapar a la eliminación mediante la selección. Darle a un tordo las alas de un halcón no lo convierte en mejor volador. De hecho, teniendo todos los demás equipamientos de un tordo, probablemente difícilmente podría volar.  (...) Creer que un cambio tan drástico produciría un nuevo tipo viable, capaz de ocupar una nueva zona adaptativa, equivale a creer en milagros.”[2] 



El saltacionismo apela a acontecimientos casi milagrosos que no pueden comprobarse en la realidad. Creer que el azar de las mutaciones acumulara los genes necesarios para formar las adaptaciones repentinas y sistemáticas capaces de hacer una pluma de ave, un pelo de mamífero, la respiración aerobia, el esqueleto interno, una placenta o un huevo amniótico, por ejemplo, es algo que supera con creces las posibilidades estadísticas. No se conocen mecanismos que pudieran producir semejante complejidad biológica a partir de una simple bacteria primitiva y en el tiempo de que se dispone para ello. Como comentaron John D. Barrow y Frank J. Tipler, proponentes del principio cosmológico antrópico en 1986, “todo esto sería tan improbable que antes de que pudiera ocurrir, el Sol habría dejado de ser una estrella de primera magnitud y habría incinerado la Tierra.”[3]



De la misma manera, el famoso motor de la evolución, constituido básicamente por las mutaciones aleatorias y la selección natural, que hasta ahora se consideraba como la causa de la lenta transformación de unas especies en otras diferentes, resulta que más bien contribuye a la estabilidad de las especies pero, al no aportar información genética nueva, es incapaz de crear nuevos organismos. El biólogo norteamericano de la Universidad de Lehigh, Michael Behe, niega que la selección natural de las mutaciones al azar pueda haber dado lugar a tantos órganos y funciones “irreductiblemente complejas” como hay en todos los seres vivos.[4] Las múltiples máquinas moleculares microscópicas que existen en el interior de las células no podrían haber empezado a funcionar por primera vez a menos que todas sus piezas hubieran estado operativas y en su lugar adecuado desde el principio. Una lenta evolución gradual de tales máquinas no habría sido viable ya que la propia selección natural las habría eliminado prematuramente.



En resumen, no existen tantas evidencias de la evolución como la gente suele creer. Desde luego, la Biblia tampoco explica claramente cómo creó Dios el mundo, la vida y los seres biológicamente complejos, puesto que no es un libro de ciencia, ni ese es su propósito. El creador podría haberlo hecho todo a partir de la nada repentinamente, o bien por medio de la creación de tipos básicos de organismos que poco a poco se diversificaran por microevolución en especies parecidas, o incluso como dice el filósofo cristiano William Lane Craig: “podría haberse valido de etapas más primitivas de organismos vivos como materia prima para la creación de formas superiores, mediante cambios sistémicos que serían altamente improbables de acuerdo a cualquier explicación naturalista”.[5] Por supuesto, tales orígenes serían difíciles de entender desde el naturalismo ya que la ciencia no tiene acceso al milagro. Sin embargo, lo que resulta cada vez más evidente es que la ciencia no es enemiga de la fe y que la información del ADN y la alta complejidad biológica requieren una inteligencia cósmica tal como la que se describe en la Escritura. 



 



Notas



[1] Denton, M. 1986, Evolution: a theory in crisis, Adler & Adler, Chevy Chase, MD, p. 228.



[2] Mayr, E. 1970, Populations, Species and Evolution, Harvard University Press, Cambridge, Mass, p. 253.



[3] Barrow y Tipler, 1986, The Anthropic Cosmological Principle, pp. 561-565.



[4] Behe, J. M. 1999, La caja negra de Darwin, Andrés Bello, Barcelona.



[5] Craig, W. L., 2007, “¿Es verdadera la teoría neo-darwiniana de la evolución?” en Zacharias, R. y Geisler, N. 2007, ¿Quién creó a Dios? Vida, Miami, p. 87-88.



 

 

 


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