La realidad de la existencia de Dios no puede ser detectada por el método científico habitual porque trasciende dicha materialidad.
Algunos proponentes del llamado Nuevo ateísmo consideran la existencia de Dios equiparable a una hipótesis científica y pretenden, por tanto, ponerla a prueba para demostrar su falsedad o veracidad. De esta manera, llegan fácilmente a la equivocada conclusión de que, si no es posible establecer ninguna comprobación científica que confirme la realidad de Dios es porque éste no existe y el ateísmo es cierto. En este sentido, el biólogo ateo Richard Dawkins escribe: “Si se acepta el argumento de este capítulo, la premisa factual de la religión -la Hipótesis de Dios- es insostenible. Es casi seguro que Dios no existe. Con mucho, esta es la conclusión principal del libro.”[1] Se refiere a su obra, El espejismo de Dios.
¿Es Dios una hipótesis comprobable desde la ciencia humana, como cree Dawkins? ¿Puede el método científico refutar a afirmar su existencia? Como todo el mundo sabe, la ciencia trabaja con aquello que es tangible, material y se puede percibir de manera precisa. Sin embargo, la realidad de la existencia de Dios no puede ser detectada por el método científico habitual porque trasciende dicha materialidad. De ahí que las investigaciones de los hombres y mujeres de ciencia sean incapaces de demostrar o negar a Dios. Éstos estudian lo que es físico y natural pero la divinidad, por definición, pertenece a otro ámbito completamente distinto. Se trata de lo metafísico, es decir, de aquello que está por encima de la física; o lo sobrenatural, más allá de la naturaleza material del universo.
Negar estas otras realidades, como hacen los proponentes del Nuevo ateísmo, es caer en el trasnochado positivismo radical que rechazaba a priori cualquier realidad espiritual o trascendente, precisamente porque éstas no pueden ser detectadas por la ciencia de los hombres. Asimismo es incurrir en el cientificismo o cientifismo que considera que los únicos conocimientos válidos serían aquellos que se adquieren mediante las ciencias positivas y que, por lo tanto, éstos se deberían aplicar a todos los dominios de la vida intelectual y moral sin excepción. Aparte de lo que se descubre cada día gracias al método científico y del conocimiento que éste aporta a la humanidad, la ciencia es incapaz de responder a las preguntas acerca del sentido de la realidad. ¿Por qué existe el universo? ¿Hay alguna finalidad en el mismo? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Somos seres exclusivamente materiales o hay algo trascendente en el ser humano?
Las propias relaciones humanas muestran, por ejemplo, que aunque resulte difícil medir con precisión el amor que un esposo o esposa siente hacia su cónyuge, éste puede ser algo muy real. La ciencia sirve de bien poco cuando se pretende conocer los sentimientos más íntimos de una persona. Considerar la subjetividad de un ser humano como si sólo fuera un objeto de estudio más de la naturaleza, sería un grave error, tanto desde el punto de vista moral como del propio conocimiento. El método científico no resulta del todo eficaz para medir los sentimientos que reflejan, pongamos por caso, el brillo de los ojos de una persona enamorada. Para entender dicha verdad es menester abandonar la razón y dejarse llevar por esa otra realidad del sentimiento amoroso.
Hay espacios de la existencia en los que el método controlador de las ciencias naturales no puede entrar. Lo mismo ocurre cuando nos admiramos ante una obra de arte o frente a la belleza de la naturaleza. El análisis objetivo es incapaz de explicar el valor estético o las emociones que se producen en el alma humana al contemplar la hermosura o la bondad. Pues bien, algo parecido ocurre con el misterio de Dios. Lo esencial para llegar a descubrirlo no son las pruebas impersonales a favor de la “hipótesis científica” de su posible existencia, sino la experiencia íntima y personal. De la misma manera en que somos incapaces de reunir suficientes pruebas del amor de nuestros seres más queridos, aunque ellos nos importen mucho más que cualquier otra cosa en el mundo, y debamos abandonarnos siempre a la confianza, sin intentar demostrar intelectualmente dicha relación, también en el encuentro de la criatura humana con el amor infinito de Dios ocurre lo mismo. Para conocerle es menester arriesgarse a experimentar un profundo cambio de vida porque sin semejante transformación personal no es posible descubrir a Dios.
Desde luego, la ciencia no puede demostrar a Dios porque éste no entra en su reducido terreno de estudio. Sin embargo, ¿acaso el cosmos no ofrece indicios de sabiduría, susceptibles de ser explicados mejor en el marco de un agente creador inteligente, que mediante el materialismo darwinista? ¿Estaba errado el salmista al afirmar que los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos (Sal. 19:1)? ¿No debemos considerar inspiradas las palabras del apóstol Pablo cuando dice que las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas?
El estudio científico de la naturaleza revela complejidad, información e inteligencia en las entrañas de la materia y la vida. Tal constatación es perfectamente científica y no pretende salirse del ámbito de la ciencia. Por ejemplo, el argumento del doctor Michael Behe acerca de la complejidad irreductible que muestran los seres vivos es un razonamiento estrictamente científico, basado en la estructura de órganos y sistemas biológicos que pueden ser estudiados en la naturaleza. Este argumento pone de manifiesto que la teoría darwinista hasta ahora aceptada, presenta serios problemas para seguir explicando la realidad. Apelar a la acumulación de pequeñas mutaciones casi imperceptibles ocurridas y seleccionadas al azar, a lo largo de millones de años, para dar cuenta de los sofisticados sistemas biológicos que encontramos hasta en las células más simples, resulta ya insuficiente. No es que al descartar el darwinismo materialista deba imponerse inmediatamente la alternativa del diseño como una conclusión obligada. El hecho de que el gradualismo de Darwin sea incapaz de explicar la realidad, hoy por hoy, no implica necesariamente que no pueda encontrarse otro mecanismo natural capaz de hacerlo.
Sin embargo, lo que pone de manifiesto la hipótesis científica del diseño inteligente es una grave anomalía del paradigma darwinista que parece insuperable frente a los conocimientos actuales. Otra cosa distinta sería reflexionar acerca del origen o la identidad de tal inteligencia. Sin embargo, es evidente que semejante ejercicio no es científico sino filosófico o teológico. Por ejemplo, Michael J. Behe, responde así a esta cuestión: “¿Cómo tratará la ciencia ‘oficialmente’, pues, la cuestión de la identidad del diseñador? ¿Los textos de bioquímica se deberán escribir con declaraciones explícitas de que ‘Dios lo hizo’? No. La cuestión de la identidad del diseñador simplemente será ignorada por la ciencia.”[2] Behe es perfectamente consciente de que la ciencia no debe incurrir en el campo de la filosofía o la metafísica pues, si así lo hiciera, quedaría inmediatamente descalificada.
Ahora bien, cuando las diversas ciencias experimentales llegan al límite de sus posibilidades, ¿acaso debe detenerse el razonamiento humano? Este es precisamente el ámbito del razonamiento filosófico. El evolucionismo, tanto ateísta como teísta, o el Diseño inteligente están imposibilitados por su propio método para hablar de Dios. Sin embargo, la filosofía puede proporcionar múltiples argumentos racionales a favor, o en contra, de la existencia de un ser sobrenatural. Esta disciplina es capaz de ofrecer explicaciones extraordinarias allí donde las ordinarias se agotan. La conclusión que propone el Diseño, acerca de que el cosmos y la vida parecen haber sido diseñados inteligentemente, es una conclusión lógica hecha en base a datos científicos. Y aunque no sea una deducción concluyente para todo el mundo, sí que es racionalmente legítima. Pero el territorio científico del diseño se interrumpe precisamente aquí, en la frontera que delimita la cuestión acerca de la identidad de semejante inteligencia previa. El método científico no dispone de visado para traspasar esta frontera. Las implicaciones del Diseño universal pertenecen a otro país, al de las conclusiones de naturaleza filosófica que no se preocupan por cómo son las cosas, sino por cuál es su razón de ser. Tal inferencia es legítima e incluso imprescindible en el conocimiento de toda la realidad.
Dios no es una hipótesis de la ciencia pero sí una consecuencia lógica y argumentable desde la razón humana.
Notas
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