Trump y la insurrección

Joe Biden: “No es una protesta, es una insurrección”.

Cuando Joe Biden pronunció esta frase hace unos días eligió de manera muy precisa sus palabras. El término insurrección es sinónimo de levantamiento y sublevación para iniciar un ataque. Significa la rebelión de un grupo numeroso de personas que pueden ser tanto civiles como militares contra la autoridad. Comenzamos.

Según una grabación difundida el domingo día 3 de enero, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, le pidió al principal funcionario electoral de Georgia que “encuentre” suficientes votos para anular el resultado de la elección del pasado noviembre en ese estado. “Solo quiero encontrar 11.780 votos”, dijo Trump al republicano Brad Raffensperger, secretario de estado de Georgia, según el audio de una llamada telefónica publicado por el prestigioso periódico “The Washington Post”¹.

Vayamos ahora a una síntesis del discurso de Trump el día 6 de enero, poco antes del acto en el que el Congreso debía certificar la victoria del demócrata Joe Biden en los comicios de noviembre, evento que no pudo celebrarse por la toma del Capitolio por parte de las masas enfurecidas. Atentos a la retórica incendiaria para agitar a las masas:

“… No cederemos nunca… defenderemos el robo… Nunca nos daremos por vencidos… Todos los que estamos aquí hoy no queremos que nuestra victoria electoral sea robada por demócratas radicales envalentonados… No van a tomar la Casa Blanca. Vamos a luchar hasta el final… caminaremos hacia el Capitolio y vitorearemos a los nuestros… y probablemente no estaremos animando tanto a algunos de ellos, porque nunca recuperaremos a nuestro país con debilidad. Tienes que mostrar fuerza y tienes que ser fuertes…”.²

Pasadas algunas horas después de la toma del Capitolio, cuando todo era un caos, Trump hizo un envenenado llamamiento a la calma con estas palabras:

“Pido a todo el mundo en el Capitolio que sea pacífico. Nada de violencia. Recuerden, somos el partido de la Ley y el Orden, respeten a nuestros grandes hombres y mujeres de uniforme”.

En el mismo discurso culpó a su vicepresidente Mike Pence, que presidía la sesión en el Congreso, del caos generado en Washington por no haberse arrogado poderes, que no le otorga la Constitución, para revocar la victoria electoral de Biden, con estas palabras: “Mike Pence no tuvo la valentía de hacer lo que debería haber hecho para proteger a nuestro país y a nuestra Constitución… ¡Estados Unidos exige la verdad!”.

En un segundo mensaje algunas horas más tarde, Trump se dirigió a las turbas que habían interrumpido el orden constitucional en su país con estas delicadas palabras: “… Se tienen que ir a casa, tenemos que tener paz… Esta fue una elección fraudulenta, pero no podemos hacerle el juego a esta gente… Les queremos, son muy especiales”³.

Ni una sola palabra de condena por los hechos sucedidos. Muestras de afecto, amabilidad y comprensión hacia los violentos que pretendían impedir el trascendental acto institucional. Insistencia patológica en la teoría de la conspiración. Ninguna asunción de responsabilidad en los dramáticos hechos sucedidos.

Lo sucedido en la historia de los Estados Unidos en los últimos días tiene un responsable último: Donald Trump. Alguien que lleva cuatro años jugando con las reglas de la democracia, pero tiene unos cómplices evidentes, que son todos aquellos miembros de su partido que no quisieron o no supieron pararle en su deriva⁴. El resultado final ha sido la absoluta polarización de la sociedad norteamericana completamente partida en dos y con un potencial de violencia emergente que será muy difícil detener. La imagen que los Estados Unidos ha dado al mundo es una muestra de cómo la democracia puede ponerse en peligro cuando se sujeta a sus instituciones a un continuo y permanente estado de deterioro sin control.

Trump no es una anécdota, sino una corriente sintomática que habla alto y claro de años de mentiras, de hechos alternativos, de gobernanza bananera, de liderazgo unipersonal déspota, de estrategias políticas y económicas pirómanas que acaban teniendo consecuencias nefastas para la consolidación de la democracia. Democracia que cuesta mucho construir, pero que puede venirse abajo como un castillo de naipes, a no ser que la ciudadanía entienda y asuma el necesario protagonismo que de ella se espera en la construcción de la convivencia para consolidar estados de derecho sólidos y duraderos.

En este mundo, por descontado, es necesaria la autoridad política para gobernar y gestionar las responsabilidades y los derechos, la seguridad, el orden y los recursos económicos y su reparto equitativo. Pero la tarea de gobierno debe encomendarse a personas sabias, honradas, decentes, integras, que se hayan ganado el respeto de la ciudadanía, dotadas de experiencia, de visión de la realidad, de sentido de estado, de justicia y con un verdadero y sincero interés por servir al pueblo; no importa que sean ricas o pobres, mediáticas o desconocidas, porque es de más valor el discernimiento que la fuerza y porque es mucho lo que está en juego. Pero sucede que, a menudo, la realidad es otra: Unas veces son los necios e inexpertos los que ocupan los primeros lugares; otras, son gente corrupta y opresora; otras, sólo cuentan el dinero, las apariencias y el clientelismo. ¡Es absurdo e impresentable tener que soportar a los autócratas sin escrúpulos sin que nadie pueda llamarles a cuentas por miedo a males mayores!

El pueblo ha de tomar la palabra, cuando llega el momento de elegir a sus representantes para ejercer pacíficamente la acción, aplicar el discernimiento y poner en crisis las propuestas de políticos salvapatrias incendiarios y agitadores, persuadido de que siempre es mejor apostar por la sabiduría, la paz, la prudencia, el derecho y la justicia, que por el poder despótico, la apelación a las vísceras, el discurso del odio, la excitación de las emociones y el arribismo político que solo busca lo suyo arruinando toda esperanza de futuro⁵. Desde esas premisas de resistencia y sumisión puede ser comprendido, invocado y acogido el principio bíblico de sujeción a la autoridad, que en los estados de derecho la elige el pueblo, aunque siempre aparezca situada bajo el escrutinio y la palabra última del Dios eterno: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Rom. 13:1).

 

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