La novela de Ignacio Manuel Altamirano es una invitación a imaginar los efectos del Evangelio en la sociedad.
A veces las utopías son verdades prematuras
Gastón García Cantú
La novela de Ignacio Manuel Altamirano es una invitación a imaginar los efectos del Evangelio en la sociedad. A casi siglo y medio de haber sido publicada La Navidad en las montañas, la obra sigue destacándose en la literatura nacional dado que, a diferencia de la literatura en inglés, no tiene a su lado múltiples libros que hayan tomado como inspiración el día de Navidad.
Antes de referirme a Navidad en las montañas es necesario dar algunos datos del personaje que la escribió y el convulsionado contexto donde ejerció su militancia ideológica y política. El nuevo horizonte del país reclamaba un esfuerzo educativo titánico. Para Ignacio Manuel Altamirano la victoria de los liberales tendría que ser acompañada de nuevos contenidos y prácticas educativas, con el fin de consolidar la emancipación del país y construir nuevos ciudadanos y ciudadanas que crecientemente ejercieran su libertad de conciencia.
En otras circunstancias a las del contexto histórico de Altamirano, sin embargo, las reflexiones pedagógicas del personaje son valiosas en los tiempos que vivimos. Él enfrentó adversidades que pudo vencer y en la lid fue determinante la luz de la educación que amainó las tinieblas que lo circundaban. En varias ocasiones escribió que era orgullosamente un indio puro, hijo de los integrantes de los pueblos originarios de México. Nació en Tixtla (13 de noviembre de 1834), hoy población perteneciente al estado de Guerrero, pero en la época del nacimiento de Altamirano formaba parte del estado de México.
A los doce años inició estudios primarios. En la escuela experimenta lo que significaba ser indio: “En el contexto social de su infancia, marcado por el racismo, recuerda el escritor que los niños eran separados en dos bancos: en uno se sentaban los hijos de los criollos y mestizos considerados ‘de razón’ y destinados a adquirir diversos conocimientos. En otro, los indígenas que ‘no eran de razón’ se dedicaban al aprendizaje de la lectura y a la memorización del catecismo del padre Ripalda”, consigna Edith Negrín, estudiosa de la vida y obra de Altamirano.
Gracias a una beca destinada a jóvenes indígenas, a los quince años ingresa al Instituto Literario de Toluca, y deja en Altamirano profundas huellas e influencia uno de sus profesores, Ignacio Ramírez, El Nigromante. Antes de continuar estudios en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán, en la ciudad de México, Ignacio Manuel se unió en 1854 a la llamada Revolución de Ayutla, movimiento organizado para combatir la dictadura de Antonio López de Santa Anna.
A partir de 1856 estudia derecho en el Colegio de Letrán, donde además de textos de jurisprudencia lee ávidamente sobre variadas temáticas. Asiste a las galerías del Congreso, donde tenían lugar intensos debates entre liberales y conservadores sobre la que sería la Constitución de 1857. Siguió con entusiasmo las exposiciones de los diputados liberales, particularmente de Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Francisco Zarco y Ponciano Arriaga, todos ellos partidarios que se incluyera en la nueva Constitución la libertad de creencias y cultos. Posición a la que se opuso terminantemente la jerarquía católica romana.
En 1860 Altamirano inicia su carrera parlamentaria, dos años después organiza, por autorización de Benito Juárez, cuerpos de combatientes contra la invasión francesa, Participó en el sitio de Querétaro, cuando el 15 de mayo de 1867 los liberales toman el último reducto del emperador Maximiliano de Habsburgo, Altamirano tiene un encuentro con él en su calidad de encargado del Ejército Republicano.
En 1871, ya con el reconocimiento público y de sus pares como un gran escritor, Altamirano rememoró su experiencia hacia finales de 1863 en un pueblo dominado por el cura y en el cual la escuela estaba en ruinas, con un profesor sin recursos y a quien se le adeudaban cuatro meses de su magro salario. Altamirano describió la opulencia del sacerdote, el desprecio que tenía por los indígenas y la identificación con las fuerzas invasoras que, según el clérigo, derrotarían a los liberales. Ejemplificó la situación descrita en el poblado con la predominante en el país y, por ende, la necesidad de fortalecer al sistema educativo con recursos y programas pedagógicos liberadores (El Federalista, 20 de febrero de 1871).
Una semana después, en el mismo diario, Altamirano describió las características de la escuela modelo. Abogó por lo que llamaba la ilustración de las masas, ya que solamente los gobiernos absolutistas se fundaban sobre la carencia de instrucción: “La ignorancia del pueblo es una base insegura para las instituciones democráticas”. Tenía que dejarse el tutelaje, que consideraba incapaces mentalmente a las personas, para construir un sistema educativo donde fructificara la libertad de pensamiento y, en consecuencia, de ciudadano(a)s libres que decidieran informadamente sobre su vida personal y asuntos públicos. Es cierto, argumentaba, que hubo cambios políticos, pero quedaron intocadas estructuras que continuaron la colonización de las conciencias.
Para Ignacio Manuel Altamirano era imprescindible construir un nuevo piso educativo/cultural: “No hay que engañarnos sobre nuestro triunfo de ahora. Las cabezas de hidra de la ignorancia renacen más formidables cada vez, y no sería sorprendente que a la vuelta de diez o veinte años, nuevos esfuerzos de los enemigos de la República, vinieran a probarnos que habíamos edificado sobre arena”. Clamaba por un entramado educativo público sólido al que se dotara de recursos para ser capaz de hacer florecer mujeres y hombres libres.
Ignacio Manuel Altamirano escribió una novela breve y muy reveladora del país que soñaba. Consideraba que la literatura debía usarse como herramienta pedagógica para difundir un horizonte ético distinto al prevaleciente. La Navidad en las montañas visualiza la utopía en un país dividido y con el reto de reconstruirse en todos los órdenes, incluyendo el de cimbrar un nuevo piso cultural que cincelara ciudadanía conocedora, y practicante, de sus derechos y responsabilidades.
Por insistencia de Francisco Sosa, quien “casi lo secuestró por tres días”, Altamirano escribió la novela en diciembre de 1871: “Recuerdo bien que deseando usted que saliese algo mío en el Álbum de Navidad que se imprimía, merced a los esfuerzos de usted, en el folletín de La Iberia, periódico que dirigía nuestro inolvidable amigo Anselmo de la Portilla, me invitó para que escribiera un cuadro de costumbres mexicanas; prometí hacerlo, y fuerte con semejante promesa, se instaló usted en mi estudio, y conociendo por tradición mi decantada pereza, no me dejó descansar, alejó a las visitas que pudieran haberme interrumpido; tomaba las hojas originales a medida que yo las escribía, para enviarlas a la imprenta, y no me dejó respirar hasta que la novela se concluyó”.
El Álbum de Navidad, en el que colaboraron varios escritores, incluyó el escrito de Altamirano como capítulo final. La obra colectiva comenzó a publicarse a partir del 20 de diciembre de 1871 en el diario La Iberia. En 1873-1874 La Navidad fue reproducida por el periódico El Radical (del 30 de diciembre al 6 de enero). Desde su aparición el volumen le valió, rememoraba el autor, “el favor público y aun el elogio de los críticos”. Para José Emilio Pacheco “fue el primer mexicano que se enfrentó a la novela como obra de arte e intentó resolver técnica y estéticamente los dos problemas simultáneos que entraña el género: escribir y narrar. Llegó a la maestría en dos relatos: La Navidad en las montañas y Antonia”.
Particularmente dos obras tuvieron influencia en la gestación de La Navidad en las montañas. Una fue la que Altamirano consideró “el cuento más bello y conmovedor que hemos leído”, A Christmas Carol (1843) de Charles Dickens. La otra una extensa novela del liberal mexicano Nicolás Pizarro, El monedero (1861), en la cual un sacerdote evangélico, en el sentido de guiarse por las enseñanzas del Evangelio, funda una comunidad llamada Nueva Filadelfia, donde, apunta la investigadora María del Carmen Millán, “todas [las] teorías sociales [del padre Luis] están desprendidas de las doctrinas evangélicas; la cualidad más valiosa, la caridad; el defecto más reprobable, la traición”.
La trama de La Navidad en las montañas se desenvuelve en vísperas de la celebración del 25 de diciembre, alcanza la cúspide el mencionado día y concluye el 26, cuando uno de los dos protagonistas, un capitán liberal juarista sale del poblado en el cuál conoció de cerca el ministerio transformador del cura vasco, ex carmelita descalzo, fray San José de San Gregorio. El capitán encontró en su camino al sacerdote, quien le invita para acompañarle al pueblo donde reside y sirve a la comunidad. El militar, férreo anticlerical, paulatinamente va descubriendo en el clérigo virtudes que van a contracorriente del predominio y estilo de vida ejercido por los déspotas eclesiásticos que ha conocido en México. Se sorprende cuando los pobladores lo llaman hermano cura y la “gente no mostraba una bajeza servil, que una costumbre idólatra ha establecido en casi todos los pueblos”. Además vivía de su propio trabajo como cultivador y artesano, no cobraba por los servicios religiosos ni exigía diezmos. Había movilizado al pueblo para construir la escuela y que fuese dirigida por un profesor al que se le pagaba decorosamente por su trabajo.
Otra sorpresa contrastante con lo tradicional es el templo en que oficiaba quien renunció a los carmelitas descalzos. El capitán no encontró “en esta iglesia de pueblo, lo que había visto en todas las demás de su especie, y aun en las de ciudades populosas y cultas, a saber: esa aglomeración de altares de malísimo gusto, sobrecargados de ídolos, casi siempre deformes, que una piedad ignorante adora con el nombre de santos y cuyo culto no es, en verdad, el menor de los obstáculos para la práctica del verdadero cristianismo […] Pueblos hay en que las doctrinas evangélicas son absolutamente desconocidas, porque allí no se adora más que a San Nicolás, san Antonio, san Pedro o san Bartolomé, y estos santos eclipsan con su divinidad aun a la misma personalidad de Jesús”.
El capitán observó que “la pequeña iglesia no contenía más altares que el que estaba en el fondo y que se hallaba a la sazón adornado con un belén”. En el servicio de Navidad el “órgano comenzó a acompañar las graves y melancólicas notas del canto llano, con su acento sonoro y conmovedor”. A diferencia de los oficios religiosos tradicionales, el sacerdote predicó en “lengua vulgar […] la narración sencilla del Evangelio sobre el nacimiento de Jesús. Supo acompañarla de algunas reflexiones consoladoras y elocuentes, sirviéndole siempre de tema la fraternidad humana y la caridad, y se alejó del presbiterio dejando conmovidos a sus oyentes”.
Altamirano conoció bien a varios personajes del inicial protestantismo en el valle de México, de ello dejó constancia en varios artículos periodísticos. Tengo la hipótesis en una investigación en desarrollo que el sacerdote podría ser uno de los curas católicos que se desvinculó del catolicismo romano y se involucró con las nacientes células evangélicas. El autor de la novela sostiene que el sacerdote existió realmente y él plasmó literariamente el singular ministerio del ex fraile.
Ante el cuestionamiento sobre las razones para trabajar en la redención personal y social, el sacerdote responde que su principal objetivo era formar el carácter moral de los pobladores porque “yo no pierdo de vista que soy, ante todo, el misionero evangélico. Sólo que yo comprendo así mi cristiana misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso: el Evangelio no sólo es la Buena Nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social”. El capitán nunca olvidó la “hermosa Navidad pasada en las Montañas”.
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