El apóstol Pedro nos da una serie de pautas a seguir en cuanto a la actitud del apologista en su defensa del Evangelio de Jesucristo.
No cabe duda de que el texto por excelencia de la apologética cristiana es el de 1ª Pedro 3:14-15: Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros. El apóstol Pedro escribió estas palabras en Roma, poco antes de morir durante la persecución de Nerón.
La carta iba dirigida a los cristianos de origen pagano que habitaban la zona norte y este de Asia Menor (en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia) (1 Pe. 1:1). Su finalidad era consolarlos y fortalecerlos ante la persecución, el sufrimiento y la calumnia que padecían por parte de sus vecinos paganos, simplemente por predicar el nombre de Cristo. Y Pedro les dice además: Si sois vituperados (es decir, difamados, afrentados, ofendidos, menospreciados, etc.) por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros. (1 Pe. 4:14).
Han transcurrido más de dos mil años desde que el apóstol escribiera estas palabras y todavía siguen siendo necesarias o pertinentes para nosotros hoy. Los paganos continúan estando a nuestro alrededor y se siguen burlando de Cristo y del Evangelio. Sólo hay que leer obras como las del biólogo ateo Richard Dawkins, o ver películas como El Código Da Vinci y otras tantas. El inglés Dawkins ha publicado numerosos libros y ensayos cuyos títulos, en algunos casos, son suficientemente clarificadores sobre su pensamiento: La improbabilidad de Dios, El espejismo de Dios, Por qué es prácticamente seguro que Dios no existe, Conozcan a mi primo el chimpancé, etc. Mientras que la famosa novela de Dan Brown llevada al cine, El Código Da Vinci, se hizo popular sobre todo por sus afirmaciones indemostrables acerca de que Jesús tuvo relaciones maritales con María Magdalena, de la que tuvo una hija.
El secularismo avanza en Occidente y cada vez se hace más necesario presentar defensa y dar razones de la esperanza que hay en nosotros. El apóstol Pedro nos da una serie de pautas a seguir en cuanto a la actitud del apologista en su defensa del Evangelio de Jesucristo.
“No os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis”. El miedo en exceso es casi siempre un mal consejero y, a veces, genera comportamientos agresivos que pueden provocar en nosotros respuestas desproporcionadas, e incluso crueles. Tal como escribió Daniel Defoe en su famosa novela Robinson Crusoe (1719): “El miedo del peligro es diez mil veces más terrorífico que el peligro mismo”. Si confiamos solamente en nosotros mismos y en nuestras posibilidades personales es fácil que nos acobardemos, pero si confiamos en que el Señor está siempre a nuestro lado y controla todo lo que nos ocurre, superaremos cualquier temor.
Según el apóstol Pedro, debemos santificar a Dios en nuestros corazones. Jesucristo se debe sentar en el trono de nuestra vida y cada uno de nuestros pensamientos debe estar sujeto a su autoridad. Como dice el evangelista Mateo: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro” (Mt. 6:24).
Según el apóstol Pedro, antes de dedicarnos a defender el Evangelio, debemos defender nuestra fidelidad al Evangelio. El apologista cristiano debe, ante todo, estar seguro de que toma su cruz cada día para seguir al Maestro.
Pablo nos aconseja también: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados (es decir, que fracaséis en la prueba, que suspendáis)?” (2 Co. 13:5). Cuando el Señor asume el lugar legítimo que le corresponde en nuestros corazones (cuando es más respetado y honrado que cualquier otra cosa), entonces y sólo entonces, estamos preparados para defender su causa. El único argumento realmente convincente es el de nuestra propia vida cristiana. Debemos oponer a las críticas una vida que no esté expuesta a ellas.
Si los enemigos de la fe descubren fisuras en nuestra vida, las aprovecharán para hundirnos y difamar el Evangelio. Solamente una conducta íntegra, sincera, coherente e irreprensible (inocente ante la Ley), prudente y con dominio propio, es capaz de hacer callar la calumnia y desarmar las críticas. El ejemplo de nuestra vida debe hacer más fácil a los demás creer en Dios.
En tercer lugar, debemos estar siempre preparados para presentar defensa. Pero para defender la Palabra, hay que conocerla y estar bien preparado. Debemos estudiar la Palabra para presentarnos a Dios aprobados: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad.” (2 Timoteo 2:15).
Si alguien cree que puede defender el cristianismo sin haber estudiado diligentemente sus principios fundamentales, está gravemente equivocado. Pero además, para defender bien algo, primero hay que reconocer la amenaza del atacante.
¿A quién le interesa más desacreditar a Cristo? ¿Quién es el principal enemigo que está detrás de la mentira contra la fe y la esperanza cristiana? El campo de batalla donde presentamos nuestra defensa no es un juego de niños con soldados de plástico. Hemos sido colocados en la trinchera más difícil que el mundo jamás haya conocido. Y nuestro adversario, el diablo, anda como león rugiente, buscando a quien devorar (1 P. 5:8). Él fomenta en el mundo el ateísmo, el materialismo evolucionista, el naturalismo, el egoísmo, y una gran variedad de ideologías peligrosas contrarias al plan de Dios y que atentan contra la extensión de su reino en la tierra.
Los cristianos debemos estar siempre a la defensiva contra esta amenaza suprema para la humanidad. Al defender de manera razonable e inteligente todo lo que es verdadero, justo y bueno, estamos hiriendo mortalmente aquello que es erróneo, injusto y malo. Para hacerlo tenemos que saber lo que creemos; tenemos que haberlo pensado a fondo; tenemos que ser capaces de exponerlo inteligente e inteligiblemente.
Nuestra fe debe ser un descubrimiento de primera mano. Pero, si no sabemos lo que creemos, ni por qué lo creemos, no estaremos en condiciones de defender la fe. Tenemos que ejercitarnos en realizar la labor mental y espiritual de pensar a fondo nuestra fe para poder decir lo que creemos y por qué lo creemos.
Y en cuarto lugar, debemos presentar nuestra defensa con mansedumbre y reverencia. Actualmente, hay muchas personas en el mundo, desde políticos, pensadores, periodistas, ideólogos y hasta científicos divulgadores, que exponen sus ideas con una especie de beligerancia arrogante y agresiva. Consideran que, el que no está de acuerdo con ellos, o es poco inteligente o bien un canalla, y siempre tratan de imponer sus criterios a los demás. No obstante, la defensa del cristianismo debe presentarse con amor, con simpatía y con esa sabia tolerancia que reconoce que nadie posee la verdad absoluta. Cualquier argumento presentado por un cristiano debe estar hecho de manera que complazca a Dios.
No hay debates que puedan llegar a ser tan belicosos o agresivos como los debates teológicos o religiosos. No hay diferencias que causen tanta amargura como las diferencias religiosas ya que éstas tienen que ver con los sentimientos más profundos y arraigados del ser humano. El talante agresivo y las palabras airadas no son propias del creyente sincero, sino del fanático, quien recurre a los gritos o los insultos personales cuando le faltan las razones o los argumentos. De ahí que en todo debate en defensa de la fe no deba faltar nunca el acento del amor y la actitud de saber escuchar al adversario.
No obstante, el espíritu afable y manso que expresan aquí las palabras “mansedumbre y reverencia” nada tienen que ver con el espíritu débil. Más bien se trata de la fortaleza bajo control, la fuerza pero con dirección y sentido. De manera que, según el apóstol Pedro, el apologista cristiano debe ser sabio, conocedor de las Escrituras, y capaz en todo momento de presentar defensa de su esperanza. Nunca se desespera, grita o pierde los papeles; ni intimida a sus oponentes mediante su erudición o sabiduría presuntuosa (aunque esté capacitado para hacerlo). Controla su lengua y su temperamento, responde claramente y sin rodeos. Y, aunque conoce la veracidad de sus enunciados, no muestra arrogancia o altivez de espíritu, sino que se preocupa verdaderamente por las necesidades espirituales de su oponente. Al temer a Dios y no a los hombres, muestra su poder bajo control igual que hizo el “León de Judá” cuando fue guiado como cordero al matadero.
La mansedumbre y la reverencia, así como la actitud, la moderación en la voz y el tono, son la mejor prueba de la solidez de la fe. Cuando estamos seguros del triunfo final de la verdad, no nos conturban los ataques del adversario. Guardémonos pues de insultar a quienes no poseen el don de la fe y todavía no han descubierto a Dios por medio de Jesucristo. No tenemos por qué enaltecernos, sino más bien humillarnos.
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